UNA PROMESA DE VIDA

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—Si tanto me quiere y extraña, como afirma Mac —valora escéptica— ¿Por qué mantiene la distancia y el silencio? Si se empecina en volver a su solitaria vida, es cosa suya. Si sigue con su necedad de ver a la mujer como mentira, es cosa suya —concluye enfada tanto con ella como con John. Una vez había intentado rescatarlo del letargo, ahora le tocaba a él decidir si en verdad quería ser rescatado— Yo no volveré a mover un dedo en lo referente a este tema —afirma rotunda clavando su mirada en la cascada— Por más que me arrugue ante este dichoso vacío, no pienso regresar a Irlanda ¡Que te den señor Moore! —proclama hundiendo su rabia en un nuevo bocado al bocadillo.

«Hay más cosas en la vida que el amor a un hombre o a una mujer y ¡Por la virgen de la Saleta que me aferraré a ellas! se promete.

—Por supuesto que me aferraré a ellas. No pienso actuar del mismo modo que ese puñetero irlandés; nada de adoptar una pose calculadora y fría, y me niego a encerrarme en el dolor.

Con esta última promesa comienza a caminar entre la arboleda en un nuevo intento por desentumecer piernas y cerebro. La suave y cálida tarde de primavera no tarda en invitarla a sentarse, otra vez, en la bancada de piedra situada al pie de la cascada. Tomando de nuevo el carboncillo, dejándose atrapar por el sonido del agua, comienza a dar forma a un nuevo grabado: trazo a trazo, el carboncillo capta la triste aceptación del rostro de Aina cuando se despidió de María en aquel mismo lugar y la angustia del náufrago aquella tormentosa noche; una escena plasmada a los pies del Castro y visualizada por un tercero, desde el escepticismo fruto de no creer.

Un impulso irrefrenable, obliga a María a alejar la vista del carboncillo para fijarla en el dueño de los mocasines que se habían detenido a su lado.

—¿Ese soy yo? —quiere saber John al observar la escena a medio terminar.

—Mas bien tu inseguridad —afirma María con voz monocorde— ¿Qué te trae por aquí? —le pregunta a la defensiva tras cerrar el block. A pesar de captar la inquietud en aquellos ojos azul tormenta... a pesar de percibir la incertidumbre, necesidad y deseo que exhalaba su dueño, todo ello ya no suponía suficiente motivo como para abrir de nuevo sus brazos al correcto irlandés.

—¡Vuelve a casa! —le suplica John tendiéndole la mano.

En otro tiempo hubiese dicho sí sin dudarlo. Pero el silencio de John en los últimos meses había conseguido evaporar la innata impulsividad de María. Abandonando la bancada, desvía su mirada hacia la arboleda mientras espera escuchar algo más. Es entonces cuando ve al resto de la comitiva.

«¿Qué hacen aquí?» se pregunta, entendiendo que intentaban tenderle una encerrona.

—¡¿Te has traído refuerzos?! —advierte con asombro— De poco te van a servir.

Ella no claudicaría hasta escuchar a John decir la frase exacta; lo que un tercero pudiera afirmar no la haría cambiar de opinión.

—¿De qué me...

—Veo que vienes acompañado —lo interrumpe María, al tiempo que señala hacia la arboleda.

John se voltea para mirar hacia donde María le indicaba. Al hacerlo, comprueba que Lucía, Francisco, Mac y Agnes, habían hecho oídos sordos a su petición de dejarlos solos en ese primer encuentro.

—¿Refuerzos dices? —«¡Ya quisiera yo que eso fuese verdad!», admite en su fuero interno. El hecho de que María insistiera en aplicarle el saludo distante y frío, que se ofrece a quien no es recibido, minaba su confianza— Exceptuando a tu hermana, el resto asaltarán mi yugular si no consigo convencerte —le aclara.

—Y ¿De qué tienes que convencerme? Si puede saberse —pregunta María, enfatizando cada palabra.

—Volvamos a casa María —pide exaltado tomando su mano— Jane no volverá a dirigirme la palabra si no te llevo de vuelta.

Crónicas de arena y salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora