Barcos de papel

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—Ya estamos aquí.

Miro a mi contramaestre. Ella ha sido la que ha anunciado nuestra llegada a tierra. Hemos encontrado la isla de los Barcos Perdidos. Ante nosotras, cientos de barcos alineados nos dan la bienvenida. Todos ellos fueron hundidos en el mar: unos por tempestades, otros por el fuego de los cañones de los enemigos. Espero que entre ellos se encuentren el pesquero de mi padre y el galeón del que rescaté a Uriah y Nay. Les veo correr por la playa en dirección a una de las naves que tiene un unicornio como mascarón. Reconozco al instante que ha sido realizada por artesanos del sur de Rilla. Es su marca más conocida.

Respiro hondo. Siento que una mano se cuela entre mis dedos y los aprieto. Rumy me mira y me sonríe. Tira de mí y me obliga a bajar a la playa. Una vez que tengo a la tripulación reunida, oramos a la diosa del mar que nos ha permitido llegar hasta nuestro destino. Ofrecemos un sacrificio y dejamos que el mar lo engulla. Vuelvo a coger aire y me giro para contemplar los barcos. Todos ellos están en orden. Desde el primero que se hundió hasta el último.

Comienzo a andar. Reconozco la fractura de varios navíos: los élficos con su acabado en plata y lleno de enredaderas; los feéricos con esa magia que hace que, aún habiendo sido hundidos, floten; los del norte con sus grandes escudos puestos a un lado y al otro; y muchos otros. Me fijo en que las embarcaciones mantienen la forma en la que fueron destruidas: unas presentan la madera quemada y a otras se les ven los agujeros de los cañonazos. Pongo mis dedos en uno de ellos y recuerdo la historia de esta tierra.

Vivimos en un mundo en el que todo está cubierto de agua: los ríos son navegables y la mayoría de los puertos son francos, salvo aquellos que pertenecen a las capitales de los reinos. Se dice que antes había más tierra pero que un verano muy caluroso descongeló por completo algo denominado glaciares, lo que generó un aumento en el nivel del mar que llevó a la gran inundación. Los jóvenes no lo vivimos y los ancianos lo recuerdan porque sus abuelos se lo contaron. No sé si la historia es cierta o no, ni tampoco tengo interés en averiguarlo.

He venido aquí con una única misión: saber qué le pasó a mi padre. Era un hombre valiente que siempre olía a sal y tabaco. Me encantaba ese olor cuando era pequeña. Siempre iba en el barco con él pero nunca aceptó que yo fuera una mujer. Me oprimió durante años pues no quería que sus marineros, todos ellos muy conservadores y seguidores de la leyenda de que llevar una mujer a bordo era de mal fario, me tirasen por la borda. Por eso cuando cumplí la mayoría de edad y él me dejó en la escuela de navegantes, me inscribí como lo que era. Como lo que siempre había sido. Allí afiancé mi relación con mi segunda al mando.

Veo una de las largas orejas de Rumy asomar entre las tablas de un barco al que le falta la mitad del casco. El día que la conocí fue en un puerto. Ella era una joven princesa elfa que había escapado de su castillo para ver a los marineros llegar con sus barcos. Mientras caminaba por las tablas resbaló con un charco de agua y cayó al mar. No dudé ni un segundo en saltar a por ella.

Una vez en tierra, me vi rodeada de, lo que me parecieron, cientos de soldados que me apuntaban con sus lanzas. Rumy les explicó que acababa de salvarla de morir ahogada. El líder de los guardias la agarró del brazo y se la llevó de allí. Justo cuando estaban al final de la pasarela, se giró y me guiñó un ojo. Reí con disimulo y volví al barco donde me gané los vítores de todos menos de mi padre. Aquello me entristeció pero ya estaba acostumbrada; desde que le había confesado que era una mujer, nunca tenía una palabra amable en sus labios para mí. Suspiré.

Aquella noche hacía frío y yo me encontraba sentada en la pequeña playa cercana al puerto. La hoguera me había servido para calentarme la cena y ahora iluminaba un pequeño trocito del lugar. Escuché unos pasos que se acercaban directamente hacia mí y llevé la mano al cuchillo que siempre llevaba escondido en la bota derecha. Esperé a que la persona dueña de esos pasos estuviera más cerca y cuando le sentí detrás de mí, con un rápido movimiento puse el cuchillo en su garganta. Me quedé helada. La princesa estaba de pie con las manos alzadas. Dirigí mi vista a sus ojos y no descubrí en ellos ni una pizca de miedo. Encontré admiración en aquellos orbes de color morado oscuro.

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