Trabajaba repartiendo periódicos todos los días por la mañana, y por la tarde, los días martes y miércoles, cuidaba de tres hermanitos al otro lado de la ciudad. Los viernes y sábados era mesera en un bar muy cercano a la pensión, y los domingos ayudaba a Aubrey, esposa de Stacie, con el papeleo de su oficina. Así lograba pagar la renta, comer, vestirse, y ahorrar algo de dinero por si alguna vez lo necesitara.
El canasto de su bicicleta estaba repleto del periódico que debía repartir, y en la parte trasera llevaba algunos más. Empezaba en el barrio aledaño al suyo, y luego iba a algunos más alejados. Trataba de terminar todos hasta las diez, así tenía tiempo de ir a la pensión, cocinar, y comer algo sano antes de atravesar la ciudad hasta la casa de los niños que cuidaba, y recibirlos cuando bajaban del transporte escolar amarillo que los dejaba a unos metros de su hogar. Tony, de diez años; Tyler, de ocho; y Tiara, de seis. Su mamá había prometido que todos sus hijos tendrían nombres empezados con T, y lo había cumplido al pie de la letra. Eran niños educados, no causaban mucho trabajo, y eso ayudaba a que pudieran terminar sus tareas con rapidez para jugar y pasar tiempo en el enorme patio delantero de su casa. Chloe les había enseñado muchas cosas de valor en poco tiempo, y les había llevado alegría y risas desmedidas luego de que perdieran a su papá. La adoraban, y el sentimiento era mutuo. Chloe creía que ellos la habían salvado mucho más de lo que ella podría haberlos salvado en alguna oportunidad.
Estaban juntos hasta las cinco, cuando la señora Richardson llegaba de su trabajo y la liberaba para el resto del día. Tomaba su bicicleta de regreso, a veces visitaba a Stacie en el hospital donde trabajaba, o iba a la pensión para ver si sus vecinos, en su mayoría ancianos, necesitaban algo de su parte. Ir al supermercado, hacer algún trámite, o ser acompañante para sus visitas médicas. No cobraba nada por ello, y tampoco aceptaba la retribución en forma de dinero que ellos pretendían hacerle. Era una forma de mantenerse ocupada, en contacto con la gente, y de sentirse útil.
La señora Osment era su favorita, sin embargo. Le había contado innumerables historias de su juventud, cuando la ceguera todavía no había aparecido, de lo brillante que había sido en la universidad, y cuantos hermosos recuerdos tenía de esos días. Quedó ciega por mala praxis, pero se negaba a hablar de esa historia. Así también como siempre evitaba contarle cómo había terminado viviendo en la pensión, con su única hija y su gato Stifler. Era una mujer llena de sabiduría, siempre tenía las palabras justas, y además una amante de las historias de amor.
Chloe le había contado su historia de amor más grande. Esa en donde se había enamorado perdidamente de una mujer que le devolvió la sonrisa por mucho tiempo, pero a la que le había roto el corazón en mil pedazos y jamás había vuelto a ver. Era su historia de amor y desamor, la más linda y dolorosa historia que alguna vez había escuchado. Esa mujer había dado vuelta su mundo, pero ella no había podido responder a tanto amor. Otra cosa que las drogas habían arruinado por completo.
Esa noche no tenía recados, ni tareas extras. Stacie estaba de guardia en el hospital, y Aubrey había salido de la ciudad. Aprovechó la soledad del baño para tomar una ducha un poco más larga de lo habitual, y decidió cenar en su habitación. Sobre su escritorio había una lámpara pequeña, un anotador y una fotografía suya de pequeña. Esa fotografía era lo único que le quedaba de su infancia, y era como un tesoro para ella. El lapicero contenía puros lápices de colores, y varios negros de distinto tamaño. Eran para sus días difíciles, cuando necesitaba una escapatoria, y el dibujo ayudaba. Era una terapia que había aprendido en rehabilitación, y gracias a ello había perfeccionado la técnica.
Ese día, sin embargo, todo estaba tranquilo. Y su escritorio sólo era su mesa de apoyo para cenar.
Había estado en Nueva York, Los Angeles, Las Vegas, México y Canadá cinco años atrás, con su chica misteriosa, a quien no nombraba y mantenía en el anonimato. Habían pensado cosas grandes, como dos adolescentes enamoradas soñando un para siempre que no pudo ser. Recordaba el dolor de su mirada cuando la dejó en esa habitación de hotel, cuando decidió que no podía seguir con ella si no se dejaba ayudar. Recordaba haberla amado con una fuerza de otro planeta, y haberla lastimado aún más que eso. Ya no era su primer contacto en las llamadas frecuentes, pero sí conservaba su número por si acaso. La había llamado varias veces sin obtener respuesta. Quería decirle cuánto lo sentía, quería que supiera que aún la amaba con la misma intensidad, que aún deseaba estar a su lado como el primer día. Quería que ella supiera que estaba sobria, feliz, y con ganas de nunca más volver a esos días oscuros en los que se había hundido alguna vez. Pero nunca obtuvo respuesta. Ni una sola vez. No podía culparla, había pasado mucho tiempo y ella sentía que en verdad no merecía ni un segundo de su tiempo. Merecía su silencio, su distancia, y su indiferencia. Lo merecía, y nadie podía decir lo contrario.
Apagó la lámpara, y se fue a la cama. Había sobrevivido a otro día, y eso era suficiente.

Hola! Prometí que volvería con otra historia, y aquí estoy. Distinta a la anterior, mucho más corta, y con una trama bastante interesante. Los que leyeron "Lo que dicen sus ojos", sabrán que me gusta poner algunos guiños con las cosas que más me gustan. Fotos, libros, canciones. Esta historia tendrá canciones para dar el puntapié a cada capítulo, y además el signo al inicio de cada uno es una referencia a lo que van a leer. Ya van a entender a medida que pasen los capítulos.
El primero es corto, y a modo de introducción. Espero que les guste.

(Re) Escribir nuestra historia.Where stories live. Discover now