La chica que creaba galaxias III

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Buenos Aires – Año 2042

Sola. Sola de nuevo. Cómo iba a ser diferente, si cada vez que alguien se animaba a quererla terminaba muerto. El sol caía y, con él, las sombras comenzaban a alargarse sobre las baldosas. Estaba sentada en el escalón de un kiosco abandonado. Se sentía minúscula, casi invisible.

Ada dirigió una mirada en derredor: una vez apagado el incendio, la multitud de curiosos se había batido en retirada. Imaginó a Federico riéndose de los que simulaban preocupación cuando, en realidad, se habían acercado para disfrutar de un cuchicheo morboso. «Más de uno debe haber conocido al amor de su vida de esa manera: calentándose con la malicia del otro» decía la voz de Federico en su mente. De repente, un pensamiento la partió al medio: ya nunca volvería a disfrutar de aquel ácido sarcasmo. Y era su culpa: había sabido que Federico moriría, lo había visto con toda claridad en su mente, y aun así, sus premoniciones no bastaron para salvarlo. Era una inútil.

O quizá no. Quizá no existía forma de detener aquellos fatales destinos de los que algún dios, bromista y malintencionado, le daba anticipos. No pudo evitar preguntarse, entonces, si no estaría condenada a conocer los eventos que inevitablemente romperían sus sueños, sin poder hacer nada para evitarlos.

La calle lucía desierta. Ningún alma caritativa se había acercado a preguntarle cómo se sentía. Solo quedaba ella, que estaba comenzando a echar raíces en la penumbra. Mejor así. No sentía nada. El dolor, que había crecido hasta ahogarla, comenzaba a mutar, convirtiéndose en un vacío tenebroso e interminable.

—¡Por la santísima madre que apenas me parió me abandonó! ¡Ada! —Satanás estaba agitado, pero eso no detenía su incesante verborragia—. ¿Dónde te habías escondido?

Ella lo miró, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con desbordarle. No quería que él la viera llorar. No quería que nadie la viera llorar. La calle le había enseñado que solo los duros sobrevivían

—Acá sentada... —contestó Ada. No pudo decir más, sentía la garganta atenazada por un nudo de dolor.

—¿Acá? Pero si tengo el corazón a un pelín del bobazo de tanto buscarte. Admito que es un corazón roto, remendado y que quizá no sea de los que más aguante tienen, pero este susto casi le cierra el telón para siempre. ¡Si ni mis ratas te encontraban! —dijo Satanás.

Ada se limitó a encogerse de hombros. Parecía desarmarse. Satanás la abrazó tan fuerte como pudo. Aquel abrazo no era igual de reconfortante como los que daba Federico, pero tenía las mejores intenciones y éstas llegaron al alma de la pequeña, quien no pudo aguantar más y explotó en llanto.

Una hora después arribaron a la guarida de Satanás. Amparándose en la fachada de una casa abandonada, había convertido el lugar en una estación de radio clandestina «dedicada a despertar a los cerebritos achocolatados de recuerdos que están tan alelados que no ven que la Corporación los está llevando derechito para el matadero».

El lugar lucía como si nadie lo hubiese ordenado nunca: las mesas sostenían carpetas tan abarrotadas de papeles que apenas se podían abrir; de las paredes colgaban mapas con cientos de anotaciones y, distribuidas por el suelo, había una gran colección de recortes de diario. Sólo el rincón donde estaba el micrófono que servía para transmitir escapaba del caos que había devorado el resto de la casa.

—Sé que mi morada no es precisamente acogedora, pero podés quedarte acá si querés. Serías el primer angelito al que le dejo armar su nido en mi hogar —dijo Satanás con voz calma. Ada no podía dilucidar si esa tranquilidad era natural o fingida, pero le resultaba extraño semejante estado de ánimo en un hombre al que se le acababa de morir su mejor amigo—. ¿Querés un mate?

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⏰ Letzte Aktualisierung: Aug 11, 2019 ⏰

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La brutalidad de un hombre sin amorWo Geschichten leben. Entdecke jetzt