I. Una imagen parlante

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Primer capítulo:

Una Imagen Parlante


Era una noche profunda, en la que no se veía ni siquiera las luces blanquecinas de las estrellas. Únicamente un gran punto en la tierra se iluminaba, lleno de diminutos puntitos dispersos, formando un collar de plata estelado. Frente a la negritud del ámbito celeste de los dioses, la tierra era coronada de una plata por la que la Luna envidiaba a los hombres; los astros perdían su visibilidad por ultraje terrenal, con una competencia lumínica desleal. Aquella costelación en miniatura tilintaba en manos de una tierra desde donde se elevaba como por hilos invisibles. La visión del lugar de aquel día irá descendiendo, acercándose hacia allí, pudiéndose grabar el sonido, y dejando ver el territorio de los hombres.

La música de la fiesta improvisada se escuchaba desde lo alto de un montículo hasta los prados del llano, que se desdibujaban en la mayor obscuridad. Algunos gritos o sonidos, que recordaban a voces humanas emitidas desde una cueva, expulsados desde muy lejos pero escuchadas muy altas y, a su vez, sin ser muy bien entendidas, dejaban intuir que se lo estaban pasando en grande. El sonido era un gran altavoz con miles de voces dispersas como perdigones, y algunas iban escuchándose mejor, poco a poco, captándose cada sonido con mayor nitidez, si se esperaba calmadamente con el oído. Si se os acercara hacia la escena, de esa forma, las voces y la música sonarían como un corazón latiendo por medio de un instrumento para auscultarlo. El sonido y la imagen podían ser captados con gran precisión, y podríamos ver ya aquel lugar por dentro si nos acercásemos más.

Allí, nos encontraríamos con un grupo de amigos en una esquina, reunidos para disfrutar del jolgorio festivo. Normalmente, en el grupo serían cinco, pero uno de ellos se había emparejado y el otro estaba en otro grupo intentando ligar con una muchacha. Los tres que quedaban estaban medio borrachos o borrachos directamente, con ganas de una «buena experiencia» (que diría algún comercial), que básicamente se describiría como una ansiada necesidad de sexo, cual motos quemando rueda y corriendo hasta estamparse a un muro. El más alto tenía unas barbas cuidadas y poco profusas, perfiladas y rizadas; un pelo corto de punta, fijado con gomina por el centro, y otros pelos doblados hacia los lados, como hojas de laurel corintio. Otro de ellos era de altura mediana, casi más bien bajo, lo cual no se notaba gracias al tercero de ellos, y algo fondón y musculado. En cambio, el más bajito, tenía un pelo en forma de champiñón, risa aguda y una nariz que, finamente, acababa como en un pequeño garfio.

Los tres estaban deseando y buscando una noche con algún tipo de diversión, tras una tarde-noche sin ninguna sorpresa. Se sentían abandonados por sus dos amigos ausentes y necesitaban despistar sus pocas luces con alcohol. Habían encontrado en una chica el objetivo de sus cuchicheos y de sus fantasías. Aunque intentaban disimular, era muy evidente que estaban interesados en ella. De tal manera que su primera conversación sobre ella comenzó literalmente así:

— Vaya morenaza —dijo el mediano marcando la penúltima a, que se alargaba igual que sus deseos. Sus ojos se clavaban como una bala al objetivo de un asesino.

— Uhmmm, parece que tiene un buen azote —continuó el barbudo. Mientras hablaba inspeccionaba a su presa, con mirada clínica—. Buen culo, buenas caderas, buenas bufas. La chavaluca tiene un buen polvazo, efectivamente...

— Joe, pues yo me la trajinaba —concluyó el otro. Tras una miradita lasciva, el bajito la echó una radiografía del cuerpo con los ojos llenos de planes.

Todo se movía en torno a la lengua del chico de barba adorable, como si de ella naciera su única cualidad reseñable, la guapura evidentemente... El chico bajito exaltaba la imaginación del segundo mientras el primero se dedicaba a la planificación: el barbas daba la neurona que le quedaba, el narigudo tenía imaginación y poca autoestima, y el segundo poseía, en cambio, demasiada pasión, descontrol emocional y una falta casi total de empatía, que era como un garrote. Cuchicheaban y la miraban incesantemente, buscando una manera de «conquistarla», o de poder «follársela» (siendo más brucos y sinceros).

Una nueva sabina - La Caída de Ícaro (relatos)Where stories live. Discover now