El Lienzo Mágico

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La luz mortecina del alba alcanzaba apenas a alumbrar el recinto. Allí, en medio de una habitación sumida en el silencio, Galen trazaba pinceladas aquí y allá, materializando una imagen que lo abordó en las primeras horas de la mañana.

Tomó un poco de verde con su pincel, trazó un prado y lo decoró con florecillas blancas, amarillas y azules. Luego lavó el pincel y tomó un poco de pintura celeste, con la que coloreó un cielo despejado, sin una nube, tal y como se lo había imaginado.

Quería viajar a ese lugar y por eso lo estaba pintando. Lo hacía porque aquel lienzo no era uno convencional; era un lienzo mágico, uno que transformaba sus obras en realidad.
Una vez, cuando tenía setenta años, pintó un perro de pelaje blanco como la nieve y ojos turquesa como dos zafiros. Cuando dio el último retoque, el perro ladeó su cabeza, sacó la lengua jadeando y sacudió su melena inmaculada antes de saltar desde el lienzo hasta el piso de la habitación. Lo llamó Piltri, recordando la nieve que se acumulaba en la cima del cerro que le daba el nombre.

Piltri era muy efusivo, cariñoso y fiel. Galen recordaba cuánto le gustaba acostarse patas para arriba y que su dueño le rascase el estómago. Gruñía mucho cuando él lo hacía, más no eran gruñidos de enfado sino de deleite.
Un día de otoño, Piltri desapareció; se esfumó envuelto en la misma magia que lo había traído a la vida y regresó al lienzo antes de que la imagen desapareciera por completo.
Galen se dio cuenta que todo lo que pintaba podía materializarse, pero sólo durante un tiempo y que, pasado ese tiempo, se disolvía como si nunca hubiera existido. Así pues, cada vez que sus pinturas desaparecían, tomaba la paleta de colores, el pincel y pintaba, desde el alba hasta que se ponía el sol.

Así pasó los últimos cinco años de su vida: pintaba una guitarra, la extraía del lienzo y tocaba bellas melodías hasta que se desvanecía entre sus dedos; pintaba un jarrón con deliciosa fruta y se hacía un festín con ellas; pintaba un juego de ajedrez y movía las piezas, calculando meticulosamente la jugada. Llegó su cumpleaños número setenta y cinco y decidió pintar un pastel de manzana, como esos que hacía su difunta mujer. Alrededor de éste, llenó los espacios con rostros y sonrisas, las de sus familiares...esos que no veía hace mucho tiempo; y así los festejó, rodeado de sus seres queridos.

Al día siguiente, el lienzo volvió a estar vacío, tanto como su alma. Entonces pensó: "Si todo lo que pinto puedo tocarlo y traerlo a la realidad ¿Por qué no puedo ir hacia la imagen y ser parte del lienzo?"
Debía intentarlo...y eso hizo.

Los últimos retoques confirieron a la pintura un aire fresco y primaveral, como los que a él tanto le gustaban. Un camino de tierra serpenteaba hacia la cima de una colina y allí, donde la tierra se une al cielo, lo esperaba Clarita, su amor de toda la vida. Galen sonrió, se aplastó el cabello canoso con sus temblorosos dedos y luego apoyó la mano en el lienzo. Empujó sin esfuerzo alguno; sus dedos acariciaron el viento fresco del prado. Siguió empujando hasta que su brazo entero pasó al otro lado, luego el hombro, luego la cabeza y lo siguió el resto de su cuerpo.
El sol irradiaba con fuerza más no hacía calor; de hecho, estaba tan fresco que el hombre se arrepintió de no haber llevado un abrigo. Pero nada le importaba, porque ya estaba allí.

Clarita lo saludó desde lejos, bamboleando su mano con gracia, de la misma forma que se agitaban las ramas de los árboles en la pradera. Galen enfiló hacia la cima de la colina, siguiendo el camino de tierra que él mismo había trazado. Cuando alcanzó a su mujer, la abrazó con tanta fuerza que casi se queda sin aliento.

—Te extrañé mucho —susurró, con lágrimas en los ojos. Ella besó su arrugada mejilla y sonrió.
—Vamos —dijo, tomándole de la mano.
Galen y Clarita se alejaron por el prado, más sus imágenes prevalecieron en la pintura, la última pintura que el hombre trazó sobre el lienzo mágico, antes de que su corazón diera el último soplo.

Algunas horas después, los pasillos del asilo se poblaron por el característico taconeo de la enfermera de turno. Se trataba de una mujer muy alta, esbelta y, sobre todo, coqueta.
Detuvo el carrito frente a la puerta de Galen y golpeó con ligereza para dar aviso que era hora de su almuerzo. A un lado de la bandeja con humeante estofado, un vasito de plástico contenía los medicamentos para tratar el Alzheimer del anciano, esos que él odiaba tomar y solía esconder debajo de un tablón suelto en el piso.
Al no obtener respuesta, la enfermera entró y se paralizó ante la imagen...

Galen se encontraba tendido en la cama, con el pincel sucio sobre el pecho y una sonrisa decorando sus pálidos labios. Sus ojos, tan abiertos como los de una lechuza, permanecían fijos en algún punto invisible del techo; fríos y vacíos como el resto de su cuerpo.

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