George MacNeed era una estrella de cine americano muy famosa en las décadas de 1940 y 1950. Apuesto, alto y muy carismático, era tan conocido que le era casi imposible salir a la calle sin que alguien le pidiera un autógrafo o alguna señorita se le abalanzara descontroladamente a su paso, para poder robarle un beso o incluso algún mechón de pelo.
Al principio George había estado fascinado con las luces y los brillos de Hollywood. De ser un completo desconocido en un pueblito en las afueras de Nueva York, pasó a ser el hombre más deseado por las mujeres de la época. Le llovían propuestas para hacer cine con las más hermosas divas del ambiente y también las invitaciones a fiestas extravagantemente lujosas casi todos los fines de semana.
Con el tiempo, la fama y su belleza física se tornaron una tortura para él. Toda esa fama y el dinero que había ganado durante esos años, lo habían transformado en un preso de lujo. Su cárcel era su mansión en Beverly Hills o su departamento en Central Park, la zona más exclusiva de Nueva York. Y aunque parezca increíble, su vida amorosa era desastrosa: su esposa Melissa, una bella y prominente actriz, lo había abandonado, cansada de las constantes infidelidades con modelos o actrices que querían llegar a la notoriedad subiéndose a su fama. Melissa se llevó a sus dos pequeños hijos con ella, Sean y Alison, porque no quería que fueran testigos de sus peleas cada vez más fuertes y violentas. Ella tenía derecho a ser feliz de una vez por todas aunque sabía que George era el amor de su vida.
Por supuesto, todo lo referente a su desgraciada vida privada no trascendía mucho a los medios. En esa época, los productores y los representantes trataban de hacer de sus actores y actrices, verdaderos mitos vivientes. Y una figura mitológica no podía mostrar su lado oscuro o sus debilidades a los miles de fanáticos que los seguían a sol y a sombra.
Toda esa presión se estaba tornando muy negativa para su trabajo, ya que estaba tan triste y desanimado por tanta superficialidad y amigos oportunistas que no podía ni memorizar un simple diálogo de los tantos que tenía que estudiar para la próxima película que tenía que filmar en unas pocas semanas.
-Necesito vacaciones urgentemente,-le dijo George a su mejor amigo y representante desde hacía varios años Robert Campbell.
- Sabés que eso es prácticamente imposible, especialmente ahora que tenés que estudiar tus líneas para la próxima película con Bogart.
- Sí, Boby. Es verdad. Pero no me puedo concentrar. Desde que Melissa me dejó, no soy lo mismo.
- Por favor, George. ¿Ahora te preocupás por tu ex cuando la engañaste cada vez que pudiste con la modelito de turno?
- Ya sé que no puedo pedirle que vuelva pero uno valora lo que tiene cuando ya no lo tiene más – le respondió el actor. Mientras hablaban, se escuchaba la televisión de fondo. La habían encendido porque estaban esperando la crítica del más prestigioso periodista del medio sobre su última película.
- Disculpame, pero creo que no es serio de tu parte irte de vacaciones. ¡Pensá en los líos que vamos a tener con la empresa si pedimos que retrasen la filmación porque vos querés irte de vacaciones! - Continuó Robert, casi levantando la voz ya que su representado no le estaba prestando atención. En realidad, George estaba embobado mirando la pantalla con una sonrisa de oreja a oreja.
- ¡Ya lo tengo! – gritó el actor. -¡Tengo la solución perfecta para nuestros problemas! ¡Mirá!
Robert lo miró sorprendido ante la extraña y repentina reacción de su amigo y le preguntó qué quería que viese.
- La televisión. Mirá la televisión, - le respondió George.
El representante no podía creer lo que veía: en la pantalla estaba hablando un hombre que era el vivo retrato de su amigo. El programa estaba casi terminando y no pudieron escuchar su nombre. Robert lo miró desorientado. No entendía cuál era ese fabuloso plan. George continuó:
