2. La bruja del bosque.

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"No estoy confundida, tampoco odio a los hombres, es solo que amo a las mujeres, ¿qué malo hay con eso?"

Su sangre latía por todo su cuerpo como si adquiriese consciencia propia. Sus piernas no paraban de correr con toda la rapidez que su fuerza física le permitía, e incluso más debido al efecto de la adrenalina. Su cabello largo y rojo como el fuego ondeaba al ritmo de su personal carrera, mientras su mano tomaba con fuerza la de su compañera. Durante un momento se giró para mirarla, y vio en sus ojos color miel un destello de esperanza que provocó un pálpito agresivo. Se le encogió el corazón, porque no vio miedo. No vio arrepentimiento. No vio esa sombra humana tan decadente.

Entonces lo supo, o más bien, lo reafirmó. Nunca dejaría de correr, y menos si era con ella.

13 horas antes

Eir se despertó aquella mañana con el corazón en un puño. No había soñado, como era costumbre en las de su raza, pero sentía como si hubiese tenido la peor y más humana pesadilla en sus 22 años de existencia.

Aquel pensamiento la sacó de su estado de letargo, consiguiendo que abriese sus ojos azabaches, que las legañas se desvaneciesen como por arte de magia. Se incorporó en aquella cama de paja y aguantó la respiración unos segundos, para después tomar su cabeza entre sus manos.

"Mierda", pensó.

Se vistió con su mejor gala, la que la vida campesina le permitía, y bajó a desayunar a la casa principal, que se encontraba justo en frente del granero donde se había mudado recientemente tras no poder soportar más los gritos nocturnos de su abuela.

Si es que eran suyos.

Eir se estremeció, atándose su inmenso cabello pelirrojo en una coleta desarreglada. "Cuando me vea madre...", pensó.

La joven entró con cierta incertidumbre a la cocina familiar, donde ya había un enorme alboroto a las ocho de la mañana. No era algo extraño, pero a Eir le agobiaba tanto gentío.

Sentadas alrededor de la mesa, se encontraban sus dos hermanas pequeñas jugando con la comida, mientras su madre les gritaba que estuviesen quietas y tomasen su desayuno. Su abuela, la poderosa matriarca del clan, presidía la mesa mientras reía a carcajadas con una de sus tías. Su otra tía, algo más mayor, conversaba con tranquilidad con su hija, la prima de Eir, que tenía un par de años más que ella. La última de sus tías, Alondra, más joven, leía un grueso grimorio del que llevaba hablando una semana. "Este es el de la abu Artemisa, seguro que es interesante". Era una rata de biblioteca, y la única persona de la familia que la corta paciencia de Eir podía aguantar.

—Tía —, susurró la joven, dándole un beso en la mejilla a su familiar. Todas las cabezas de la sala, pelirrojas y rizadas como la de Eir, se giraron repentinamente hacia la joven con unas sonrisas de oreja a oreja.

—¡Mi niña! ¡Feliz cumpleaños! —dijo su madre, dejando los huevos fritos quemarse en la sartén para ir a achuchar a su joven adulta.

—¡Mamá! ¡Se quema! —, contestó Eir asustada, señalando en aquella dirección mientras intentaba zafarse del abrazo pegajoso de su progenitora.

En un momento, el humo negro se desvaneció y los huevos quemados volvieron a un estado mucho más sanamente cocinado. El fuego se apagó y, levitando, la sartén se movió hasta Eir, hasta inclinarse y depositar la comida en el plato que ya habían colocado anteriormente para ella.

Eir miró a su abuela, que movía su dedo índice con gracia y presteza. Era una magia básica, pero difícil de manejar con tal exactitud. Siempre se quedaba embobada cuando la anciana hacía ese tipo de hechizos.

Amor, Identidad y MonstruosWhere stories live. Discover now