Memorias de un Enterrador. Libro Primero (3).

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...Tuvo que haber sido una mujer hermosa, su madre.

Él siempre lo decía.

Y decía también que en el pueblo, todos la pretendieron. Incluso el alcalde, su hijo, el farmacéutico, el cabo de la Guardia Civil... Todos.

Y todo lo que tenía de bella, lo tenía de virtuosa.

Se guardó, como dictaba la época y mandaban los cánones, hasta que el mismo viajante, delgaducho, desgarbado, y sin fortuna con el que se desposó, arribó en la casa-pensión Puri por una temporada para intentar distribuir su retahíla de productos y cachivaches, y lo que consiguió fue robarle el corazón y, como se decía por aquel entonces y en algunos sitios, hacerle una barriga.

Fue la única vez que su madre tuvo ese momento de debilidad, y se dejó llevar. Nunca antes se había dado a nadie, ni había entregado su virtud. Pero nunca antes había tenido delante, susurrándole al oído, al viajante, ese tipo delgaducho y desgarbado, sin fortuna, pero con el don de la palabra y del susurro, de la vida, de la magia, de la pasión...

Por eso nadie se explicaba su regalo al extraño, ni que hubiese elegido lo peor, a simple vista, de entre todas las opciones. Pero es que nadie había recibido las palabras al oído, bajito, bajito...

Y bien o mal, se casaron.

Y el viajante aparcó su maleta y guardó en ella sus zapatos de caminar.

Para siempre, le dijo a ella.

Mas aquellas sus palabras susurradas no la hipnotizaron, ni la sedujeron. Pero, como siempre, aceleraron su corazón.

En aquella ocasión el estremecimiento no fue de placer.

Fue de temor.

No obstante, vivían juntos, en una trasera habilitada, acondicionada por los padres de ella, sus abuelos, de los que apenas recordaba algo Joselito, y su resquemor, sus miedos con respecto a su amado, su esposo, quedaban en segundo plano cuando cada noche se abrazaba a él y él se abrazaba a ella, cuando se daban el uno a la otra y viceversa, cuando experimentaba las mejores explosiones de placer y no sólo físico conforme avanzaba su estado de gestación...

Fue una época dorada para su madre.

Todos en el pueblo les miraban, les señalaban, hablaban de ellos y les envidiaban.

Y mientras, Joselito se iba formando en el interior de su madre, feliz, ignorante.

Y un buen día, un mal día en realidad, el cambio de estación propició que su padre sacase la maleta, se calzase los zapatos de caminar, y partiese sin rumbo definido en su devenir por la vida, buscando y cumpliendo su destino.

Claro, que él no supo de eso hasta mucho más tarde, pero sí lo sintió desde el mismo momento en que ocurrió, sin saber darle forma ni nombre, en el llanto de su madre.

Y así, el breve período que le fue dado a la mujer para conocer la más excelsa de las felicidades, se le tornó luego y tuvo la gana de volverla en la persona más triste, apenada, abúlica y desconsolada que haya podido nacer.

Y desde aquel momento la vida para ella fue esperar su retorno, y grande tiempo después, buscar algún conato de lo que tuvo y sintió en donde no tenía ni sentía. Y todo para tratar de engañarse a sí misma, para convencerse de que había idealizado a su dulce encantador y que cualquier otro le valdría.

Pero eso fue mucho después.

Y toda la profunda tristeza que devoraba sus entrañas la había poseído. Y José Manuel, que tampoco supo si se llamaba como su padre, pues su nombre no lo volvió a pronunciar nadie, iba creciendo a la sombra de los pesares de una vida desperdiciada, la de su madre.

El hijo del alcalde le hizo una barriga.

Y el cabo de la Guardia Civil.

Y otra más.

Y repitió el hijo del alcalde.

Dos hembras cada uno.

El alcalde, no le dio ningún vástago, pero se auto asignó, en su más interno fuero, una muchacha, en realidad nieta, y ayudó económicamente en su manutención, de forma encubierta, desde luego, como todos los demás, en una historia que todos sabían y todos ignoraban, que todos creían saber y todos pretendían ignorar, por el poder de la alcaldía terrateniente y la vara verde del cabo, y sólo se ocupaban de barajar posibilidades y calentar los hocicos envenenados a la lumbre de picón de la mesa camilla, enagüillas hasta la cintura, sopas de ajo con aceite y voz queda, mirando de reojo los fantasmas de la penumbra, que como las paredes, escuchaban...

De todos los mancebos aprovechados destacó el farmacéutico, un hombre gris, en apariencia, discreto, leído y educado. Feliz y dócilmente casado y padre de familia. Un hombre de paseo los domingos -tras la misa- por la plaza empujando un carrito, que escribía poesía en secreto.

Como nadie sabía nada, nadie se explicaba tampoco cómo había podido sucumbir a los encantos de la mujer, que así la llamaban en el pueblo: La Mujer.

El caso es que cualquiera hubiese sucumbido. Si no por la belleza, hermosura, y sensualidad, por la profundidad abismal tras sus ojos, en su mirada.

Y todos los hombres en aquel pueblo habrían querido abrazarla, sentirla, hacerla suya.

Unos pocos lo hicieron: la abrazaron y sintieron, la tomaron.

Pero no fue de nadie.

De nadie más...

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⏰ Última actualización: Sep 22, 2012 ⏰

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