Sangre de mi sangre

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1.

Decido no responder. No por ahora. Guardo el móvil en el bolsillo trasero de los tejanos y sigo recogiendo platos sucios, ropa, mantitas. Un cuaderno abandonado junto a la repisa. Como si nada hubiera cambiado. Pero la sonrisa me delata; es la primera vez que da señales de vida en nueve meses. Releo su mensaje: "Menudas tetas se te han puesto. El niño es perfecto, lo has hecho muy bien. Dime cómo se llama." Así que Markus se muere por saber si le he puesto su nombre al bebé. Tan vanidoso como siempre. Pues yo también séhacerme de rogar. Y, desde luego, si quiere que Marcel lleve su apellido tendráque hacer acto de presencia. Quizáretomemos el contacto ahora que nuestro hijo ha nacido. Sólo con pensar en volver a verlo me arden las entrañas: son las hormonas, con su montaña rusa; o será mi piel que aún recuerda cómo me miraba, cuando se dignaba hacerlo. Apoyado en la pared de mi portal, esperando. Brindando conmigo, antes de que me despeñara en el vacío sin fondo de su boca.

Otro mensaje: "Dime cómo se llama". Otro silencio, otra sonrisa. Lo tengo.

Me quito la camiseta, que estámanchada del vómito de Marcel, y la echo a lavar junto al montón de ropa sucia en el suelo. Haréuna lavadora, pero primero voy a comer algo. Rebusco en la cesta que me manda Markus, cada mes, desde que me dejó embarazada: demasiada comida, algo de dinero y ninguna explicación. Cojo un tubo de queso crema y un krakerbrod, exprimo el tubo sobre el pan y lo como sentada en el suelo de la cocina, sin molestarme en untarlo. Recuerdo el reblochonque sacaba mi madre de forma casi religiosa al final de cada cena. Había que esparcirlo con delicadeza para que se deshiciera en la boca.

Creo que oigo al niño. Dejo atrás el pequeño caos que iba a ordenar, la lavadora que no he hecho, y me llevo la tostada. Marcel duerme aún, arrebujado en su manta, sobre el sofá. Södermalm, tapizada de nieve azul, parece en suspenso. La noche sigue ahí, como siempre. Lorraine Desmaines desgrana villancicos sobre fondo de jazz. Los apago y disfruto del silencio, del olor a cera de las velas que titilan en mi apartamento. Es la primera Navidad que paso con mi hijo y quería que fuera hermosa, delicada, como él. Como la foto que le hice cuando se quedó dormido al pecho: el perfil redondeado y suave de recién nacido, su boca entreabierta rozando apenas mi pezón húmedo. Se la hice para dibujarlo aprovechando un remanso de calma; enviarla a Markus fue sólo un impulso. Rescato de la estantería un lápiz y una lámina en blanco y, apoyada en la mesa de café, canturreo a Edith Piaf y me dejo llevar: olvido la foto y la intención para que sea el papel quien me susurre su verdad secreta, la lluvia de trazos que se ordenarán en un rostro, en un paisaje propio. Pero no es Marcel sino Markus quien aparece; su perfil de catedral, tal y como lo vi la primera vez, surgiendo de la nada en el ambiente irreal, de club decadente, de Bern.

Yo estaba con Iró en la barra donde trabajaba, haciéndole compañía, riendo y hartándome de copas gratis. Rematé el último tequila que nos habíamos regalado y me volví hacia la pista de baile, aún con el sabor ácido en la boca. Vibraba en el aire un sonido agudo, parecido a la cuerda de un violín, y la sala entera había quedado a oscuras. Las molduras doradas de los altísimos techos se reflejaban en las grandes arañas de cristal, esparciendo destellos sobre un mar de brazos en suspenso. Contuve el aliento un instante. La música estalló, y con ella, un fogonazo de luz. Los bailarines aullaron y la sala vibróen un baile desbocado. Pero alguien quedó inmóvil: una cabeza que sobresalía sobre todas las demás. Era un vikingo de iris frío y osamenta estilizada, de nariz aguileña y cabello escarchado. Sin embargo, había algo en su rostro –los pómulos altos quizá, los grandes ojos rasgados– que le daba un aire oriental, como salido de las brumas de una pintura de Tohaku.

Iróme reclamó, tirando de mi brazo, para presentarme a uno de sus amigos nocturnos: elegante, anodino. Me libréde él tan deprisa como pude y busqué de nuevo entre la marea danzante aquel rostro de esfinge sin nombre y sin raza, hermoso como los paisajes del fin del mundo.

Relato: Sangre de mi sangreWhere stories live. Discover now