Pagar las consecuencias.

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El profesor Higgins permanecía con los codos en la mesa y la cabeza entre las manos. No quería que Cathelle, se molestara con él, pero mucho menos quería que los miembros del consejo le hicieran daño. No tenía alternativas. Comenzó a pasearse por la habitación pensando en algo que pudiera arreglar las cosas con su hija, quizá debería contarle lo que sucedido diez años atrás, tal vez así ella pudiera entenderlo, aunque el consejo le había prohibido explícitamente informar a la niña de su don, decidió que podía confiar en ella.

Se aproximó a la habitación. Tocó la puerta suavemente. No hubo respuesta.

— Cathelle, pequeña ¿Puedo pasar? — De nuevo le contesto tan solo el silencio, y se entristeció aún más al darse cuenta de que su hija se empeñaba en ignorarle.

Llamó de nuevo golpeando la puerta esta vez con algo más de energía.

— Cathelle, hija, lo lamento, he decidido explicarte mis razones, creo que te lo mereces. — de nuevo, nada. Indeciso colocó su mano sobre el pomo de la puerta.

— Voy entrar — abrió la puerta, y su corazón comenzó a latir muy fuerte.

— ¡Cathelle! ¡¿Dónde estás?! — examinó la pequeña habitación rápidamente, incluso abrió el armario y busco debajo de la cama sabiendo que sería inútil porque su hija ya no era una niña temerosa de los regaños. Ella se había ido.

Se quedó quieto tan solo unos segundos, sintió la desesperación recorrer todo su cuerpo, pero decidió que no iba a quedarse en casa lamentándose. Corrió afuera y se dirigió al teatro.

Corrió tan aprisa como sus viejos músculos le permitieron y no dejo que el cansancio ni nadie lo detuviera. Las personas también lo miraban a él, esta vez con la certeza de que algo malo estaba por ocurrir. Como si el mundo quisiera burlarse de él, una lluvia torrencial, comenzó a caer, sin embargo, se dio cuenta de que había algo extraño en esa lluvia, era demasiado cristalina, las gotas resplandecían y brillaban en la oscuridad de la noche. Estaba ocurriendo, era demasiado tarde. Corrió aún más deprisa.

Al llegar al teatro, golpeó a los dos hombre que le impedían la entrada, jamás había sentido tanta impotencia, salvo quizá el día en que lo visitaron los miembros del consejo. Al entrar, pudo ver como se desataba el caos.

Ahí estaba Cathelle, tocando el piano, tocando una maravillosa melodía que le lleno el alma, y provoco que se olvidara de sus preocupaciones. Un fuerte golpe lo arrojó al suelo y lo sacó de su tranquilidad. La gente gritaba e intentaba salir, lo más rápido posible. A duras penas se levantó y se apartó de la entrada. Se abrió paso con dificultad, las personas lo empujaban y golpeaban, en su desesperado intento de salir. Unas cuantas permanecían hechizadas a causa del encanto de la música. Cuando por fin logro llegar hasta el fondo del teatro, se encontró con un muchacho alto y apuesto. No parecía tener miedo, tampoco parecía estar dentro del hechizo, tan solo estaba asombrado y el profesor higgins, tampoco pudo ocultar su asombro, era la primera vez que presenciaba lo que realmente podía hacer su hija. De las paredes crecía una enredadera, echa de ramas doradas y hojas de un verde resplandeciente, el escenario estaba cubierto de esta extraña planta, y continuaba creciendo, alrededor de los primeros asientos, pedazos de las paredes y el suelo comenzaban a derrumbarse para dejarle paso a un gigantesco árbol que dejaba caer sus naranjas hojas de otoño, y un agujero en el techo dejaba entrar la cristalina agua de la lluvia, creando el inicio de un lago alrededor del árbol. Luego llegaron las criaturas, hermosas aves parecidas a un cisne comenzaron a volar alrededor del lugar.

― ¡Cathelle! ¡Detente! ― suplicó, pero ella no pareció escucharle. Subió al escenario y se aproximó hacia su hija. Al llegar detrás de ella la jaló hacia atrás, provocando que sus manos se alejaran del piano. Un molesto ruido se expandió por el teatro.

La pianista de mundos.Where stories live. Discover now