Capítulo 2: El agua

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—¿Y tú tienes nombre? —dice. Su acento español me derrite.

—Alex —miento.

—Alex en el Alexandra —se ríe—. Qué bueno.

—Les iba a pedir que cambiaran el nombre del pub, pero si te hace gracia, podemos dejarlo.

—¿Es tuyo acaso?

—¿Conoces al dueño?

—No

—Entonces, sí, es mío.

Se ríe. María. Qué pelo. Qué sonrisa. Qué ojos más negros. De Cádiz. No sé dónde queda. Ah, ¿cerca de Málaga? Sí, claro que me suena. Tengo parientes en Marbella.

—¿Y a qué te dedicas? —dice ella.

—Trabajo para Kindred —un poco de sinceridad es el mejor papel de regalo para una buena mentira.

—Ah, ¿la casa de apuestas?

—Ofrecemos experiencias de juego online a millones de personas.

—Eso dicen mis amigos que trabajan ahí —explica ella y aquí tengo que ponerme un poco nervioso. El problema con el pub Alexandra es que está a diez minutos de mi trabajo. Por supuesto que puedo ver a alguien de la empresa, pero, ¿quién me va a decir nada? Sólo llevo tres meses ahí. Nadie me conoce—. Hay que tener amigos hasta en el infierno, que se dice en mi tierra. ¿No te parece inmoral? —añade.

La gran pregunta. Algo así me preguntaron también en la entrevista de trabajo. ¿Qué dije entonces? Ah, sí...

—La moralidad me parece un concepto anticuado... Apostar puede ser un pasatiempo o puede ser un vicio. Como todo. Hay quien tira todo su dinero en alcohol, hay que quien lo dilapida en coches, y hay quien nunca tiene bastante ropa en el armario. Todo es malo si no se sabe cuándo parar.

—Interesante... —dice ella. Bebe de su gin-tonic. Hace rato que no se gira para comprobar que sus amigas están ahí. Y están, pero un grupo de chicos las tiene entretenidas—. ¿Y tú, cuál es tu vicio?

—Yo no tengo.

—Claro...

Bebemos, bailamos. Me presenta a sus amigas, de las que no puedo retener el nombre por más de dos segundos. Todas se huelen lo que quiero. Nadie se entromete. María es toda una promesa. Me susurra al oído. Las luces bajan. Nos metemos en el baño de chicos. Es mejor que el de chicas para esto. Huele mal igual, pero está menos abarrotado y nadie monta escándalos. Le meto los dedos y luego la beso, o quizá al revés. No lo sé. Creo que hemos bebido un pelín más de la cuenta, le digo, mientras esperamos a que llegue el tren en la estación de Wimbledon y ella baila al son de una canción que sólo suena en su cabeza, al límite del andén.

—¿De dónde has salido tú? —me pregunta mientras nos comemos los labios en el vagón de los borrachos.

—De tus sueños —le digo. Lo sé, es patético, pero a María parece que le va lo patético.

Vive en pleno Shoreditch, comparte piso con cuatro. Es camarera en un Café Nero y el alquiler aprieta. Sólo ha venido hasta Wimbledon por el cumple de una amiga (Helena, ha cumplido treinta y está un poco afectada por el cambio de década). Una parte de mí ya está organizando el viaje de vuelta mi piso en Putney a las tantas de la noche. Ni por asomo vuelvo en tren. Voy a tener que llamar un Uber. Espero tener batería en el móvil, si no le puedo pedir que me deje cargarlo en su casa. Debería haber bebido un poco menos... No me concentro.

—¿Todo bien? —me pregunta ella, mientras me besa el cuello.

—Ahora mejor —le respondo.

María nunca dijoWhere stories live. Discover now