Armónica

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La lluvia aliviaba el escozor que la sal causaba en los cortes de sus manos y de sus piernas. Las gotas que muy bien podrían confundirse con lágrimas y los escalofríos que le recorrían el cuello cuando estas escurrían desde su pelo conseguía que no viese la calle, centrado como estaba en el tacto que le proporcionaba su cuerpo.

Cling, clung.

Distinguiría el roce de unos instrumentos contra otros a kilómetros de distancia. Su visión volvió a la chica que estaba enrollándolos con una manta para evitar que se mojasen. Volvió la cabeza, ansiaba verlos, tocarlos. Sus manos sentían la suavidad pasada en presente y como tal se sentían anhelantes de que se las acercara a la boca. Sus sentidos le gritaban que se hiciera con alguno de ellos, de los que no se atrevía a mirar. El sonido del trueno en la distancia sensibilizó su piel y ayudó a que sintiera como si alguien le hubiera pegado un puñetazo en la tripa. Miró por fin a la chica que ya había terminado de recoger todo y se iba, mientras pasaba a su lado. Casi ni lo vio.

Ni a él, ni a la armónica que se le había caído.

Esperó, y esperó un poco más. Había dejado de llover, pero la vendedora no volvería, esperaba, hasta el próximo jueves. Momento en el que devolvería la armónica, claro. Pero antes podría, quizás, tocar un poco de música con ella. No era su tuba, nunca volvería a recuperar su tuba, pero podría volver a hacer música. Su familia no debía saberlo, o le harían venderla y él pensaba devolverla, en algún momento, una semana... Esconderla no debía de ser un problema. No era su primer secreto.

El simple peso del instrumento en su bolsillo mientras trabajaba le proporcionaba una paz que hacía mucho que no sentía. Y esa tarde cuando fue al mar a ver si encontraba alguna lapa o molusco para llevar a casa no podía dejar de esperar a que atardeciera y pudiese tocar en algún lugar tranquilo. Su emoción iba creciendo con cada pedazo de luz que el mar apagaba. Se secó las manos en la parte de la camisa que más seca estaba y sacó de su bolsillo la armónica. Sus manos casi lloraban con solo sentirla. Acercándosela a los labios cogió aire con fuerza. Si alguien le hubiese visto en ese momento hubiese pensado de él que era una sirena, parte de la playa, sus mismas lágrimas hacían juego con el naranja del mar. Y la melodía, aquella melodía, algo oxidada, con la sensualidad de una voz cascada, la alegría del reencuentro con una persona querida: una hermana, una hija, pero no tan reconfortante como ese abrazo, se asemejaba más a un día de primavera, cuando metes los pies en el agua congelada que baja del deshielo de la nieve en el monte, y que, aunque punzantemente doloroso, es placentero al contraste con la temperatura de tu cuerpo.

El regusto a mar salada que le invadía la boca de vuelta a casa y los granos de arena que la melodía había depositado en su lengua no tenían la tonalidad amarga de otros momentos. Eran poesía. Eran música. Eran reencuentro y vida.


Hasta que no estaba bajando por la calle a punto de llegar a su casa no vio a la chica recorriendo el barrio y mirando al suelo intensamente. Su tripa daba vueltas y le sudaban las manos, ¿podría ella saber que él tenía la armónica? Se iba a dar cuenta en cuanto se cruzasen, la sal de su boca le pareció demasiada en aquel instante. Sentía la cara y el pecho rojos y empezaba a sudar en frío. «¡Eh, tú! ¡Oye!» Dejar la cabeza en blanco, ¿te estoy escuchando? ¿Te estoy viendo, siquiera? No, para nada. A ver a qué hora preparaban la cena hoy que llegaba con hambre, seguramente su hermano le contaría algo interesante, como siempre; algo de lo que había pasado en el colegio. Su padre les diría que este domingo tenían que ir a la Iglesia, lo normal. La chica estaba viniendo derecha hacia él, la miró como se mira a alguien por la calle, rezando porque ella no le devolviese la mirada.

­­­—Hola, perdona. Creo que vives por aquí, ¿verdad? —La chica se paró a su lado impidiéndole avanzar recto e imposibilitando ignorarla.

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⏰ Last updated: Apr 27, 2019 ⏰

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