Tree Blood: La Profecía de la Reina Perdida

Avance del Prólogo

El asalto al palacio era semejante a un festival de guerra. Los estallidos provenientes de las murallas del castillo, como fuegos artificiales bélicos, iluminaban la noche; los sonidos del entrechocar de espadas y el silbido de las flechas al ser soltadas de los arcos, era la melodía que inundaba el ambiente. Los soldados de ambos bandos luchaban furiosamente, unos para defender el castillo y a sus residentes, en oposición a los otros, que deseaban capturar el centro de poderío del reino. Los rivales eran fácilmente diferenciados por las armaduras plateadas de los guardias del palacio, en contraste con las armaduras negras como el ónix de los invasores. Estos últimos habían logrado penetrar en las defensas del castillo e invadir los corredores del palacio eliminando a quién le oponía resistencia, pero también buscaban a alguien de inmensa importancia. Una persona que con su captura les otorgaría pleno poder sobre el reino que querían conquistar.

Ese alguien huía precisamente de los invasores que la buscaban con urgencia. La protegía una mujer de largo cabello negro, del cual sobresalían unas peculiares orejas acabadas en punta. Lucía unas finas facciones, las cuales se endurecían en cuanto su poseedora localizaba al enemigo. Y mientras blandía la espada diestramente, se abría camino entre los invasores con valor.

—¡Atrás! —le ordenó en susurro a la joven, quién obedeció presurosa.

La joven en cuestión, era una dama de talle delgado, con una sedosa melena blanca de reflejos plateados que se ondulaba desde la mitad de la espalda hasta las puntas, a la altura de las caderas. Tenía en común con la espadachina las curiosas orejas puntiagudas y una tez blanca como la luna. Su rostro inmaculado de juveniles rasgos era de una belleza resplandeciente, igual que una luminosa antorcha de plata entre el tenebroso revuelo de los alrededores. En los níveos brazos acunaba a una frágil criatura, envuelta en mantas violáceas; un tono similar al de su brillante mirada, que escrutaba las sombras como si ellas fueran a transformarse de un momento a otro, en aquellos demonios vestidos de oscuridad. Y teniendo en cuenta los sucesos inverosímiles que habían pasado esa noche, no lo descartaba.

La nombrada junto a su defensora, retrocedieron y se ocultaron tras una pared. Se colocaron en guardia, por si ocurría alguna eventualidad. Casi de inmediato un grupo pequeño de soldados, ataviados con las corazas negras de los invasores, se movilizó por el corredor paralelo al de las fugitivas. Aquel pasillo, en un cierto punto, se dividía en otros tres y uno de esos conectaba la encrucijada en la que se habían detenido los invasores, con el de las fugitivas. Unos metros y una pared eran lo único que se interponía entre ellos. Los soldados negros se pararon en medio de su intersección, mientras el que estaba a la cabeza, observaba el lugar. Habló a sus subordinados en un idioma desconocido para la dama guerrera y su protegida, manteniéndolas en vilo sobre la próxima acción a ejecutar; supusieron que les comunicaba instrucciones, y finalmente una orden. La agrupación se dividió en un soldado negro por cada pasillo aledaño, a excepción del que conducía al escondite de ellas, que sería inspeccionado por el líder y un subalterno.

La espadachina ajustó el agarre de la mano izquierda sobre la empuñadura de la espada, con el fin de usarla en cuanto los intrusos se asomaran a su posición. Tensa como cuerda, esperó, y en ese momento escuchó una corta conversación, que aumentó su ya considerable atención sobre ellos. Pero aquella concentración fue rota cuando le sacudieron el hombro, miró por encima de éste y vio cómo su protegida la tomaba del brazo y la jalaba en dirección contraria a los soldados. En un primer momento la desconcertó, hasta que notó a una doncella de cabello rubio, que las apresuraba mediante gestos a que entraran en una habitación.

Al mismo tiempo que los invasores ponían un pie en el lugar, una puerta se cerraba silenciosamente.