Segunda Parte

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Nunca se supo cómo había llegado el marqués a semejante estado de desidia antes de que el perro mordiera a su hija, ni porqué mantuvo su matrimonio disfuncional.

Ignacio, heredero único, no daba señales de nada ni de querer a nadie. Creció con signos de retraso mental y sus primeros síntomas de vida los dio a los 20 años de edad, cuando se enviaba cartas de amor con Dulce Olivia, una de las reclusas del manicomio Divina Pastora, contiguo a la hacienda del marqués. Fue así como el marqués aprendió a leer y escribir, pero su familia no permitiría esa relación porque deseaban que se casara con la heredera de un grande de España. Fue así como desposó a Doña Olalla de Mendoza, una mujer muy bella y de grandes talentos para la música, a la que mantuvo virgen para no concederle la gracia de tener un hijo. Doña Olalla y el marqués no se entendían en la música, pero desde el día en que Ignacio se fijó en la tiorba italiana, practicaban juntos ejercicios bajo los árboles del huerto. El 9 de noviembre, la pareja estaba tocando un dúo bajo los naranjos cuando de pronto un relámpago los cegó y Doña Olalla cayó fulminada por la centella.

El marqués ordenó funerales de reina y encontró en el huerto un mensaje de Dulce Olivia que se responsabilizaba por el rayo.

El marqués donó sus bienes materiales, sólo conservó la mansión con el patio reducido al mínimo y el Trapiche de Mahates, y a Dominga de Adviento le cedió el gobierno de la casa. Desde entonces, el marqués temía que los esclavos lo asesinaran y ordenó mantener siempre las luces encendidas.

Dulce Olivia se consoló con la añoranza de lo que nunca fue y por las noches se escapaba de la Divina Pastora para entrar a la mansión, limpiar los pasillos, acomodar y lavar las cosas que creía que los esclavos no hacían bien. Dominga de Adviento murió sin saber nunca por qué los pasillos estaban más limpios al amanecer y por qué las cosas estaban en otro lugar.

Poco antes de cumplir un año de viudo el marqués descubrió a Dulce Olivia en la casa y desde entonces reanudaron una amistad prohibida que alguna vez pareció amor. Conversaban hasta el amanecer sin ilusiones ni despecho, como un viejo matrimonio, hasta que alguno de los dos decía algo incorrecto, se enfadaban y Dulce Olivia desaparecía por un largo rato. Ella se ofreció para consolarlo y ser su esclava sumisa, pero él juró nunca más casarse. Sin embargo, antes de un año se casó a escondidas con Bernarda, hija de un antiguo capataz de su padre quien tras escabullirse en los aposentos del marqués y quitarle su virginidad, quedó embarazada.

Cuando Sierva María de los Ángeles nació, Dominga de Adviento juró, si sobrevivía el difícil parto, que no le cortaría el cabello hasta su noche de bodas. Bernarda despreció a su hija desde el principio y Dominga la educó conforme a su religión. La niña era sigilosa en sus movimientos y por ello, su madre le colocaba una campana para conocer sus movimientos en la casa, pero aún así, se las ingeniaba para parecer un fantasma aterrador y Bernarda decidió enviarla a dormir con los esclavos.

El día que Bernarda conoció a Judas Iscariote, aprendió a masticar tabaco y hojas de coca. Probó el canabis de la India, la trementina de Chipre, el peyote del Real de Catorce y probó por lo menos una vez el opio del nao de China.

Judas se volvió ladrón, proxeneta, sodomita ocasional, y todo por vicio, pues nada le faltaba. Una mala noche se enfrentó con tres galeotes de la flota por un pleito de barajas y lo mataron. Bernarda se refugió en el Trapiche y la casa quedó al garete, y si no naufragó, fue por la mano de Dominga de Adviento.

El marqués escuchaba rumores de que hablaba sola, deliraba en el Trapiche y vivía en estado de delirio. Tal era su deterioro que ni el marido la reconoció cuando volvió de Mahates, después de tres años, poco antes de que el perro mordiera a la niña.

A mediados de marzo parecía que los males de rabia habían sido conjurados. El marqués le dio a su hija el tratamiento de felicidad que le recomendó el doctor. Padre e hija daban largos paseos para ver atardeceres y el mar. El marqués intentó quitarle las costumbres negras enseñándole más cosas de blancos en dos meses que en toda su vida. Había comprado cajas de música y desempolvado su instrumento italiano para hacer música con su hija.

El doctor Abrenuncio los visitaba cada semana y un día escuchó a Bernarda quejarse fuertemente por el deterioro de su hígado. El doctor afirmó que para septiembre moriría y el marqués lamentó que tendría que esperar tanto tiempo.

Un día Caridad del Cobre despertó al marqués de su siesta para informarle que la niña tenía fiebre. Abrenuncio fue a examinarla y sugirió esperar para ver cómo se desarrollaba la fiebre. El marqués no quiso delegar su confianza a Dios sino a todo aquel que le diera esperanzas, así que sometió a la niña a múltiples tratamientos de muchos doctores. Al cabo de dos semanas, Sierva María había soportado dos baños de hierbas y dos lavativas emolientes por día, la habían llevado al borde de la agonía con pócimas de estibio natural y otros filtros mortales. Había pasado por todo, vértigos, convulsiones, espasmos, delirios, solturas de vientre y de vejiga y se revolcaba por los suelos aullando de dolor y de furia. Incluso los curanderos más audaces la abandonaron a su suerte hasta que reapareció Sagunta con sus métodos poco tradicionales. Sagunta se desnudó de sus sábanas y se embadurnó de unturas de indios para restregar su cuerpo con el de la niña desnuda. Ésta se resistió a pesar de su debilidad, pero Sagunta la sometió. Bernarda escuchó los alaridos dementes y al ver lo que pasaba, azotó a ambas con los hicos de la hamaca.

El obispo de la diócesis, Don Tonibio de Cáceres y Virtudes, preocupado y alarmado por la situación de Sierva María, hizo llamar al marqués porque pensaba que su hija podía estar poseída por demonios y era necesario encomendarla a Dios, pues su cuerpo podía no tener cura, pero su alma sí.

El marqués dejó de asistir a la iglesia y de ser creyente desde que su primera mujer falleció, pero las palabras del obispo lo hicieron reflexionar sobre la futura condición de su hija.

El obispo y el padre Cayetano Delaura aseguraban que Abrenuncio era un hereje que maldijo a la niña y le recomendaron al marqués llevar a su hija al Convento de Santa Clara para exorcizarla.

Cuando el marqués regresó de su cita con el obispo, escuchó a su hija tocar las cuerdas de la tiorba y cantar la canción que él le había enseñado, pero cuando entró en su recámara la niña volvió a enfermar. El marqués pasó la noche en vela junto a la cama de su hija y a la mañana siguiente, estaba determinado para llevarla al convento. Vistió a la niña con un vestido que pertenecía a Bernarda en su juventud y la hacía lucir como una reina, preparó una maleta y llevó a la niña al convento de Santa Clara.

Las monjas se la llevaron sin darles tiempo de que se despidieran y el último recuerdo que tuvo de ella fue cuando atravesaba la galería del jardín arrastrando el pie lastimado.

Del Amor Y Otros Demonios [Resumen]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora