-Vale – asintió feliz, volviendo a esconderse en mi cuello. Le di un beso en la sien y la estreché contra mi pecho, como si temiese que pudiera escaparse en cualquier momento

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Me había pasado gran parte de la comida preparándome mentalmente para la conversación que íbamos a tener. No resultaría nada fácil porque implicaba ahondar en lo más profundo de mi subconsciente, trayendo de vuelta todo aquello que me había hecho sufrir y que había creado en mí un sinfín de miedos y traumas que no había sido capaz de superar, y quizás nunca lo hiciese. Y aún así tenía que hacerlo. Por mí y por Alba. Ya había podido comprobar que, si la quería, tenía que arriesgarme. Aunque doliese. 

-Nat, ¿estás segura? – puso la mano sobre mi muslo, el cual no paraba de mover desde hacía varios minutos a causa de los nervios

-Lo estoy – mi mano buscó la suya – Quiero hacerlo

-¿Quieres  que vayamos a mi habitación? Mis padres se han ido con mi hermana y no volverán hasta dentro de varias horas – sonrió, dándome ánimos

Recogimos la mesa y fuimos hacia su cuarto cogidas de la mano en todo momento. “Venga Natalia, tú puedes” No paraba de repetirme esa frase, como un mantra milagroso que pudiese disipar las náuseas y las ganas de llorar que sentía. Alba cerró la puerta y se sentó justo enfrente, imitando mi postura con las piernas cruzadas. Nos miramos durante varios segundos en los que suspiré varias veces, buscando las palabras adecuadas para empezar. Fuesen las que fuesen, iba a doler. No dijo nada, dándome el tiempo que necesitaba para arrancar. Acaricié el dorso de su mano con el pulgar, con la mirada perdida en algún punto de las sábanas.

-Alba – llamé su atención – esto no es…fácil

-No tienes por qué hacerlo. Ya lo sabes – me dedicó una tímida sonrisa

-Lo sé. Pero te lo debo. Y me lo debo – hice una pausa – Espero que después de esto lo entiendas todo

-Seguro que sí – asintió levemente

A pesar de la presión que sentía en el pecho, las náuseas y el llanto, apreté fuerte la mano de la rubia y dejé que las palabras salieran.

-Hay una razón por la que no quiero volver a Pamplona. La razón por la que me mudé a Madrid y por la que también creé a Eilan Bay. Yo tenía 15 años. Era mi tercer año de instituto y las cosas no iban precisamente bien. Siempre fui la rarita de la clase. Me gustaba ir a mi bola, pasarme los descansos y los recreos escribiendo o componiendo canciones, y eso a los guays no les hacía demasiada gracia. El primer año, intentaron “reclutarme” para su grupito, pero yo me negué y pasé del tema. Todo aquello no encajaba conmigo y, sinceramente, no me apetecía para nada formar parte de eso. Al principio hacían comentarios a los que yo no daba demasiada importancia. Me llamaban “bicho palo” o “jirafa”, se reían cuando pasaba delante de ellos… En fin, ese tipo de cosas que dices “son gilipollas y ya está”. Sinceramente no me afectaba porque tampoco era la primera vez que me pasaba, así que no le di demasiadas vueltas. Raúl era el líder de aquel grupo. Un chico un poco más bajito que yo, con el pelo rizado y los ojos verdes. Conforme el tiempo pasaba y viendo que yo no les prestaba atención, decidieron hacerse notar un poco más. A veces me daban collejas por los pasillos. Otras, me quitaban el desayuno o me metían mensajes en la taquilla con insultos o amenazas. Ahí fue cuando empecé a preocuparme. Algo me decía que estuviese alerta, sin saber muy bien por qué.  El segundo año, la cosa fue bastante a peor. No tenía amigos, lo cual me hacía bastante difícil sobrellevar todo aquello. El primer día de curso, el gilipollas me estampó contra las taquillas, con el antebrazo en mi garganta, mientras el resto de su pandillita se reía. Recuerdo perfectamente sus palabras: “Te vas a cagar, friki”. Después me soltó y siguió su camino mientras se reía con los demás. No supe cómo tomarme aquello y me autoconvencí de que no podía ser peor que el año anterior, y que esa sensación de pánico que había desarrollado a finales del curso anterior sólo eran paranoias mías, pero me equivocaba. Para empezar, consiguió que toda mi clase dejase de hablarme. No sabía cómo, pero literalmente todo el mundo evitaba dirigirme la palabra. Me pasaba las noches en casa pensando en qué había hecho para merecerme todo aquello. Pero aún así, no bajé la guardia y fingía que me era indiferente, como si no fuera conmigo. Obviamente me dolió. A nadie le agrada demasiado que de la noche a la mañana la gente le haga vacío día sí y día también, pero yo tenía que aparentar que me daba igual. Un par de meses después, la cosa empezó a irse de madre. Raúl y su pandilla siempre se las arreglaban para cruzarse conmigo en algún punto del recinto donde no hubiese demasiada gente, y aprovechaban para empujarme con bastante fuerza o escupirme. De tantos golpes empezaron a salirme moratones en los hombros o en los costados, y tenía que ir con manga larga en casa para que no se viesen y poder ahorrarme preguntas incómodas de mis padres. Así varios meses, hasta que me harté. No sabes el gran error que cometí Alba. Estaba en los baños lavándome las manos, y tres chicas del grupo aparecieron. No recuerdo muy bien qué me dijeron, pero sí recuerdo que exploté. Estaba harta del acoso, de los golpes, de no defenderme. Cogí por el cuello a Carla, la más grande de las tres, y la empujé contra la pared de azulejos. Estuve a punto de pegarle un puñetazo, pero las otras dos habían salido en busca del resto, incluido Raúl, y yo no pude hacer nada cuando aparecieron por la puerta. Noté varias manos sujetándome por los hombros y el pelo. Alguien me dio un puñetazo en el estómago, haciendo que me arrodillase a causa del dolor. Podía escuchar la risa del imbécil de Raúl detrás de mí que, sin dudarlo, me arrastró hasta dentro de uno de los cubículos. “Ni se te vuelva a ocurrir meterte con ninguno de nosotros, puta friki”. Escupió cada palabra con rabia mientras sonreía con suficiencia. Entonces me agarró por la nuca, golpeando mi cabeza contra el borde de uno de los váteres, abriéndome una brecha en la ceja. Notaba la sangre correr por toda mi cara y un dolor de cabeza fortísimo. Luego, antes de que pudiese reaccionar, tenía la cabeza metida en el agua. Creía que me ahogaba, Alba. Por suerte, se cansó en algún momento y se marcharon, entre risas. Evidentemente no se lo dije a nadie. Estaba acojonada y, si decía algo, sabía perfectamente que la cosa podía ir a peor. Me acostumbré a esa rutina de ir a clase, soportar los insultos y el acoso y volver a casa. Lo del váter se repitió varias veces durante aquel año – hice una pausa, intentando reprimir las ganas de llorar que tenía. Me costaba seguir hablando

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