Capítulo 1: No puedo dejarte marchar

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Lo único que sentía en la oscuridad de su universo era el desgarrador ardor de sus tripas que se veían doblegadas ante el hambre indomable. Tenía tanta hambre que casi no podía sostener su frágil cuerpo en pie, pues le faltaban las fuerzas necesarias para escapar de su purgatorio personal. En la oscuridad de su prisión de metal, solo podía dejar que sus uñas ya bastante largas arañaran la superficie indestructible para que al menos el chirriante sonido le permitiera no perderse en sus débiles latidos.

—Mamá... —susurró medio ensoñada. Se encontraba aún aturdida debido al efecto de la última bebida que le habían traído—. ¿Mamá? ¿Dónde estás?

Mientras su pequeña cabeza se balanceaba de lado a lado debido al cansancio, notó que su cuerpo se había debilitado más de lo habitual, y ahora sus brazos se veían demacrados, más que de costumbre. Y al no tener nada con lo que divertirse, ningún peluche al que abrazar, ningún juguete amigo al que dedicarse, su estado fue lo único que le permitió conservar la cordura en un pequeño rincón de su mente.

—¿Cuánto más...? —sollozó tumbándose sobre el frío suelo de metal—. ¿No es suficiente?

Fue entonces cuando las tiras metálicas que se aferraban a su cuerpo como frías lenguas tintinearon de una manera extraña, y eso pareció ser objeto de toda su atención. Volvió a incorporarse con dificultad, pero con el poder de la curiosidad renovando sus fuerzas como por arte de magia. Decidida a investigar aquel suceso, dio otro tirón para ver cómo reaccionaban aquellas sierpes de acero y, para su sorpresa, volvieron a moverse más de lo necesario. Sus pesadas captoras se movían de forma diferente en sus muñecas. ¿Sería esa la salida?

—¡Ahora! —chilló con todas sus fuerzas.

Dio un tirón y pudo ver como la parte que sujetaba sus muñecas vencía y sobresalía levemente.

—¡Es posible! —gimió triunfante mientras se abrazaba el cuerpo en su llanto, protegiendo la estabilidad de su espíritu—. Puedo salir de aquí.

Pensaba que con la suficiente maña podría zafarse de aquella prisión. Tiró con energía, lacerándose la piel en el proceso, hasta que las anillas de metal pasaron de la muñeca y llegaron a su mano.

—No voy a poder —gimoteaba—. Pero no puedo quedarme aquí y morir de hambre.

Apartó la mirada e intentó zafarse de nuevo, lo primero que oyó fue el crujido de su dedo al romperse, cómo se desencajaba la mano por unos instantes y el dolor invadía su diminuto cuerpo como una corriente. Se hizo el silencio mientras ahogaba un grito y, tras un instante, todo el ardor del sufrimiento la quemaba por dentro. Se estiró sobre el suelo, rodando levemente para paliar los terribles pinchazos que ahora sentía en su mano, que cada vez le respondía menos y empezaba a quedarse inmóvil.

—Vamos, aguanta —se dijo a sí misma apretando los dientes.

El brazo se le había quedado dormido casi por completo, por eso le costó más dar el tirón final y sacar la mano de aquella prisión de metal. Se frotó la mano herida con la sana mientras se preparaba para morderse el brazo con más fuerza de la que ya lo había intentado con las esposas y tirar ahora de la pierna izquierda que también se hallaba encadenada al suelo.

—Solo un poco más —dijo resollando por el esfuerzo.

Con más maña que fuerza consiguió que las placas metálicas abandonaran su carne, no sin antes dejar como regalo un reguero de sangre que empezó a gotear hasta el suelo. El olor a hierro empezó a invadir toda la estancia y pronto pudo sentir como aquel invasor aroma a sangre fresca la mareaba y le provocaba un ardor en el estómago que la revolvía por dentro. No vomitó, pues los consiguientes siseos y silbidos que empezaron a sonar por todo el lugar le indicaron que era el momento de huir. Le atemorizaba proferir cualquier ruido que alertara a los privadores de su libertad.

La casa de escamasWhere stories live. Discover now