Capítulo 4

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Cuando se bordea el abismo de la oscuridad, la sumisa inteligente se entrega al instinto de su Amo.

Jay Wiseman.

No dejaba de ver su fotografía, su sonrisa se mantenía intacta en ella, la vida en sus ojos era nítida, ojalá hubiese permanecido así para siempre o al menos un poco más de tiempo. Sin embargo, la muerte decidió que era tiempo de hacerle una visita y se lo llevó, me lo quitó y me dejó completamente sola en una mansión llenas de lujos, pinturas caras y suelos de mármol.

¿De qué me servía tener tanto si nada de esto llenaba el vacío que él me dejó?

Daría todo, hasta el último centavo con tal de tenerlo de vuelta conmigo. No era justo que haya partido, aunque quizás mamá lo necesitaba junto a ella, pese a que a mí me hacían falta los dos.

Transcurrió un mes y aun no superaba del todo su muerte, simplemente no lo asimilaba. Venía cada viernes a visitarlos a sus tumbas, preguntándoles por qué se habían ido tan pronto, pidiéndoles fuerza para poder seguir y mantenerme en pie para enfrentar todo lo que se me venía encima. No solo debía lidiar con mi duelo y mi dolor, sino también con todas las personas a mi alrededor que buscaban verme destruida porque para ellos solo era una mujer insulsa e indefensa, alguien que no debía tener en sus manos tal emporio. Me subestimaban, y a pesar de que no era una experta en los negocios, me hacía a la idea de como llevar las empresas de papá. Muchos me aconsejaban que vendiera todo, entre ellos Enrico Leonardi, ¡ja! Como si eso fuese a suceder. Nunca dejaría en las manos de cualquiera todo el esfuerzo de mi padre, jamás.

—Tengo que irme —les dije a ambos como si de alguna forma fuesen a escucharme—. Ya no lloraré más, lo prometo, seguiré adelante y haré que ambos estén orgullosos de mí —finalicé determinada a cumplirlo.

Abandoné el cementerio enseguida, José esperaba por mí en el Mercedes. Abrió mi puerta y subí de inmediato. Revisé mi móvil, había un sinfín de mensajes de personas que no consideraba mis amigos, a decir verdad, no contaba con amigos, y sinceramente no me hacían la menor falta. Estaba acostumbrada a estar sola, a lamer mis heridas sin pedirle a alguien que estuviese ahí para mí. Era una mujer autosuficiente y la razón por lo cual la mayoría de los hombres salían huyendo. Preferían las chicas sumisas, esas que decían que sí a todo, que no daban un paso sin preguntar si podían hacerlo, aunque por supuesto, había chicas con carácter que lograban tener pareja, amigos, pero ese no era mi caso. No me interesaban las relaciones, muchos menos las amistades, era virgen y probablemente lo seguiría siendo por mucho tiempo.

—Señorita, me informa Olga que hay un hombre en la mansión que exige verla —me hizo saber José, lo miré a través del retrovisor.

¿Ahora contra qué tipo de imbécil debía tratar hoy?

—¿Dijo su nombre? —pegunté, ya casi llegábamos.

—El señor Anderson —respondió.

Anderson.

Su apellido se me hizo conocido, estaba segura que lo había escuchado en algún lado, pero en este momento no lograba recordar donde.

—Dile que lo deje pasar, que me espere en el despacho —declaré.

—De acuerdo, señorita.

No dije más y me perdí en mis pensamientos, pensaba cual sería mi siguiente objetivo. Me costaría bastante a mi corta edad manejar la empresa sola, pero no confiaba en nadie, tendría que arreglármelas de una u otra manera.

Minutos más tarde José estacionó el auto a unos pasos de la puerta de entrada, rápidamente abrió mi puerta, bajé, acomodé mi vestido negro y segura me encaminé hacia mi despacho.

Dominante ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora