«¿Qué tiene Celeste Abrantes que no tenga ninguna otra mujer?» Me pregunté observando aquellos labios carnosos y suculentos que pedían a gritos que los besara.

—Ordenaré entonces que preparen una yegua para ti —dije antes de marcharme porque no estaba seguro de contenerme ni un segundo más.

Solía cabalgar prácticamente a diario. Me parecía un deporte bastante saludable y debo reconocer que era uno de esos pocos momentos en los que realmente podía respirar varios minutos de plena libertad. Aunque en las últimas semanas después de lo acontecido, mis pensamientos se habían centrado en cierta persona de la cual era incapaz de apartar en mi mente. Había tratado de dejar a un lado lo que Celeste me hacía sentir, pero ¿A quién iba a engañar? Esa chica me gustaba demasiado y empezaba a sospechar que demasiado era quedarse corto.

Aún así debía ser realista. Le había impuesto a Celeste una situación demasiado incomoda a tenor de los acontecimientos. Mi madre le había dejado lo suficientemente claro su postura de rechazo y probablemente ella no se sentía afectada porque sabía que solo sería momentáneo, así que no podía pensar más allá de eso, sería demasiado egoísta por mi parte hacerlo —sí, más aún—, si valorase la posibilidad real de tener algo juntos por más casados legalmente que estuviéramos.

Solicité a Hagrid ya que era el encargado de los establos que preparase una yegua mansa para Celeste. Cuando alcé la vista y la vi llegar apresuradamente no entendí que clase de vestimenta había elegido para montar a caballo, prácticamente iba vestida como si fuera a practicar running.

—¡Buenos días! —exclamó y noté que parecía algo ahogada.

—¿Y tu ropa de montar? —pregunté aún confuso.

—¿Ropa de montar? Era esto o un vestido de esos que se repiten variando color en mi armario —contestó y supe que habrían obviado el detalle de facilitarle la ropa adecuada. Probablemente habrían obviado muchos detalles si tengo en cuenta que dejé aquella tarea a cargo de una de las sirvientas personales que atendía a mi madre.

—Tal vez no tuvieron en cuenta que practicaras equitación, pero lo mencionaré para que te administren ropa adecuada —contesté adjuntando una nota mental de que tendría que tener más en cuenta esos detalles.

Quería que Celeste se sintiera cómoda, que no le faltase nada, que no pudiera tener queja alguna del trato que había recibido porque... de algún modo necesitaba que ella quisiera quedarse.

«No se quedará. ¿Quién en su sano juicio lo haría? Menos aún teniendo presente la presión social a la que sería sometida» reveló mi conciencia.

—¡No pasa nada! —dijo alegre—Yo voy bien así —añadió con la mejor de sus sonrisas.

—Está bien, si estas segura —dije acercándome a ella—. ¿Vamos entonces? —pregunté señalando su yegua.

—¡Si claro!, ¿Cómo se monta en esto?

—¿Nunca has montado? —pregunté ahora contrariado. ¿Si no había montado jamás porque habría aceptado venir? Había dado por hecho que sería algo que conocía lo suficientemente bien como para no valorar la posibilidad de que no fuera así.

—¿Un caballo? —preguntó girando su rostro para observarme fijamente—. No

—Pero te criaste en el campo —seguí diciendo no creyendo aún que aquello fuera posible.

—Mi padre no tiene caballos, usa el coche para desplazarse, aunque viva en el campo —respondí con cierto aire de retintín.

—Está bien —dije moviendo la cabeza—. Voy a alzarte y tu debes agarrarte aquí —añadí señalando el amarre de la montura.

El Príncipe Perfecto Where stories live. Discover now