Capítulo 1 - Un silencio vacío

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Martos Johansson corría con frenética angustia sobre la capa de hojarasca que cubría el suelo, levantando el manto del otoño, pero el silencio vacío era más que evidente. Era un silencio que lamía los troncos de los árboles, serpenteaba entre las ramas y se asomaba por el horizonte, donde los primeros rayos del sol se dejaban ver con timidez.

Pese a que era eándico, el niño tenía la tez pálida, quizás por el cansancio y la fatiga que el camino le había supuesto. Quizás por todo lo que había vivido. Lucía un cuerpo esquelético, sudores fríos y un pelo castaño oscuro como la crin de un caballo zaino. Corría a través del bosque en línea recta, con los ojos de color miel fijos la hojarasca que pisaba.

El chico había partido en caballo, pero el animal había huido a la carrera al asustarse con un venado, se había encabritado y se había partido una pata.

Era de Eaden, lo que significaba que los caballos eran, para él, un animal sagrado. Tener que sacrificarlo había sido una agonizante tortura para él. Quizás aquello le había hecho más fuerte.

Aún estaban a principios de otoño, por lo que la noche que había pasado a la intemperie no le había resultado fría. Sin embargo, en aquellos bosques el clima contrastaba con el calor de las tierras de Eaden, a las que estaba acostumbrado.

Martos siguió corriendo, exigiéndole a sus largas piernas para seguir adelante, con la respiración entrecortada. Entonces una mano surgió de detrás de un árbol y lo agarró de la ropa.

El niño tropezó y cayó sobre el hombro derecho, rodó entre la hojarasca y quedó tendido bocarriba, aún jadeando. Intentó incorporarse, pero notó que algo le pinchaba el pecho. Alzó la mirada y se topó con unos ojos que le analizaban de hito en hito. Uno era azul claro, y el otro verde mezclado con marrón, y Martos nunca había visto unos ojos tan bellos, los cuales proyectaban una mirada dulce y a la vez severa.

Él nunca había visto a una elfa, pero supuso que tenía a una ante él sencillamente porque era demasiado hermosa para ser humana. Tenía facciones dulces y perfectas, con una piel clara que, a pesar de estar manchada del polvo del camino, seguía manteniendo aquel tono sensual. Llevaba el largo pelo castaño recogido en una trenza que le llegaba hasta la cadera, y sostenía con la diestra un arco de madera oscura.

Impregnada en un vacío silencio, la elfa bajó el arco y carraspeó.

—Ser Ahian, venid aquí —soltó ella.

Se escuchó un revuelo y otra silueta se acercó al chico. Vestía un peto de cuero y llevaba dos sables en el cinto. El hombre tenía los ojos azules como el mar, el pelo largo y rubio peinado hacia atrás y una cicatriz en la mejilla derecha; el tatuaje de una serpiente trazaba una S por encima de su oreja, allí donde se rapaba el pelo. Caminaba con orgullo, casi arrogancia, y miraba al chico como si en cualquier momento estuviera preparado para lanzarle un puñetazo.

El hombre se quedó mirándole un instante y luego bajó los ojos hacia la insignia que el chico llevaba bordada en el pecho, un jinete a caballo con una lanza en la mano, el emblema de la casa Eada, que había gobernado Eaden desde hacía cientos de años. Hasta la llegada de Varshan. Ningún miembro de la familia Eada había sobrevivido a la invasión, y ahora los bastiones estaban gobernados por líderes militares. Aquello incitaba a pensar sobre quién gobernaría Eaden si Varshan era expulsado algún día.

—¿Eres de Eaden?

Martos asintió, aún jadeando.

—¿Quién te envía?

—Lord Ludus Sagitario nos mandó venir a Ciudad Gris, señor —contestó el crío.

—¿Cómo te llamas, chico?

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