Serie: Mujeres de hoy (5ª novela)

104 2 1
                                    

2.- El formulario

Me levanté que daba gusto aquella mañana. Imbuida de positivismo, de alergia a la desesperanza, de arrolladora voluntad. Levanté la persiana del dormitorio y vi dos cosas que me zarandearon el corazón.

La primera era el puñetero poste de la luz con todos los cables colgando, tumbado por el vendaval de la semana anterior, que estaba haciendo trizas los contenedores del reciclaje sin que un miserable operario del Ayuntamiento se apiadase y escribiera un parte de incidencia. La otra, un mensaje de amor desgarrado, escrito por algún chaval del barrio, en la persiana metálica del taller mecánico de enfrente:

Buelbe con migo

Enternecedor. 

¿Cuánto tiempo hacía que no me dedicaban algo así? Más o menos los mismos treinta y dos que tenía.

Sacudí la cabeza y con ella, las penas. Una buena ducha me dejaría como nueva, que tenía que dar la talla en la entrevista del día. Sin embargo, todavía hubo una tercera cosa que al cruzarse en mi campo de visión, me nubló la ídem: un chico de pelo rubio y lacio paseando un perro en el parquecillo frente a mi casa. Llevaba puesto uno de esos gabanes azul marino de doble pecho, parecía un capitán de barco escandinavo. Al extremo de la correa, haraganeaba un Basset hound de considerables dimensiones, barriendo el suelo con las orejotas.

¡Me encantan esos perros!

Debió de ser mi afán por fisgonear, que conseguí atraer su mirada a las alturas. Cosas de la energía. Tenía unos preciosos ojos azules y tal como miró a mi ventana, me sonrió. ¡Señor, qué apuro! Me pilló espiando con cara de necesitada. Me aparté y tapé mi imagen, todo en un único acto tan impetuoso, que me pillé la bufandita de dormir bajo la persiana y por poco me ahorco.

La entrada de la asesoría donde dirigía mis pasos, no era tan vistosa como la del señor Casas pero también estaba en el centro, inmejorablemente situada y gozaba de muy buenas referencias. No es un mal sitio donde trabajar, pensé. Y si no me satisfacía, siempre podía dar lo mejor de mí durante unos meses y marcharme luego en busca de mejor suerte.

Para aquella entrevista seleccioné un color que agrada a todo el mundo. Corrijo, a todo el mundo menos a mi madre: el rosa. Medias azul añil y zapatitos de payasete, la mar de simpáticos, del mismo tono de las calcetas. Me había recogido el pelo en una coleta con tupé años sesenta, que era una verdadera virguería. Advertí que la gente se giraba con disimulo a mi paso. Hoy sí. Hoy la cosa iba bien encarrilada y por necesidad y por mis bemoles, saldría bien.

—A partir de esta tarde tendrás trabajo —me prometí a mí misma.

En algún lugar en el fondo de mi alma, me respondió un quejido lastimero que no quise oír.

Como muestra de mi enérgica vitalidad, renuncié al ascensor y trepé por las escaleras. Los primeros dos pisos, salté los peldaños de dos en dos. En el descansillo del segundo, rebajé la marcha y respeté el ritmo normal. En el descansillo del tercero, el hígado se me salía por la boca y en el cuarto, yo era ya un esperpento mojado de sudor, con el vestidito rosa pegado a la espalda. Llegué al quinto sin resuello y maldiciendo mis ideas geniales.

Debí haberme esperado antes de llamar al timbre, pero el dedo se me escapó solo y apretó el botón con tal ímpetu, que hasta me sobresalté. De modo que cuando la hoja de la puerta cedió sobre las bisagras, la recepcionista se topó con un rostro descompuesto, congestionado y pálido y un moño a medio desbaratar.

—Buenas… tardes —resoplé al límite de mis fuerzas.

—Buenas tardes. ¿Qué desea? —inquirió ella amablemente. Era sudamericana y tenía uno de esos acentos melosos de telenovela que tantísimo me gustaría poseer, cuando trato de ligarme a un maromillo. Por cierto… ¿cuándo fue la última vez que lo pensé siquiera?

—Vengo por el puesto de trabajo que demandan —aclaré robando una enorme bocanada al aire.

—¿El de asesor fiscal o el de señora de la limpieza?

Aquello me desarmó. ¡Pero… bueno! ¿Así íbamos ya? ¿Ya me adjudicaban pinta de fregasuelos? Qué humillación, qué despilfarro de carrera con matrículas de honor, qué bochornazo; si la llega a oír mi padre, se pega dos tiros. Hice lo posible por sonreír.

—El de asesor fiscal, desde luego —indiqué todavía medio asfixiada.

—Pase, pase.

Me adelanté renqueante. Aún me temblaban las rodillas por el absurdo esfuerzo. La zona de recepción estaba bien iluminada y era amplia. No se habían roto la cabeza decorando, pero daba la favorable impresión de un despacho colectivo moderno. La chica, gordita y pechugona, me indicó que la siguiera a través de un pavés color burdeos.

A partir de allí, se abrió un abismo ante mis ojos. La sala gigantesca parecía perderse en la lejanía y decenas de escritorios a uno y otro lado, cada uno con su correspondiente oficinista, creaban la ilusión de una autovía en medio de un desierto donde la moqueta gris antracita, lucía en todo su esplendor. Debí quedarme alelada, porque la recepcionista llegó a tirarme de un brazo.

—Por aquí, se lo ruego. —Quería a toda costa, que me dirigiese a la izquierda. ¿Quién era yo para llevarle la contraria?

Para mí fue un alivio escapar de la grandiosidad de la “sala de producción” y encontrar cobijo en aquel gabinete coqueto lleno de plantas y cuadros. En el centro había una mesa de reuniones cuadrada, con cuatro sillas. Ella me señaló una y se acercó a la estantería cercana, de donde regresó con unos folios.

—Hágame el favor de rellenar el formulario —solicitó plantándomelo por delante. También me ofreció un boli.

Continuará...

Esto te lo apaño yo.com (personas que no saben decir "NO")Where stories live. Discover now