Primeros capítulos...

129 1 2
                                    

Camino del destino de mi cita, el cristal del escaparate de la boutique “Anuska”  me ofreció la posibilidad de comprobar mi aspecto. No es que dudase de mi gusto a primera hora de la mañana, dudaba de mi gusto a cualquier hora del día y había salido de casa tan precipitadamente, que no me extrañaría encontrar algún detalle fuera de lugar. Estaba a tiempo de corregirlo aún.

Era alta para mi generación. En las fotos de clase, siempre arrastraba el deshonor de ocupar la última fila, para no tapar a las enanas. Y a esa edad en que todo son monjas e inocencia, cualquiera tenía la ocurrencia de llevarles la contraria… ¡Hala, al fondo con Marina! ¿Qué más da si no se divisaba de ella más que la coronilla? Os reiréis si confieso que de la tremenda maldad que se ocultaba tras esa orden monjil, me he dado cuenta apenas hace un par de años. Justo cuando ya dejaba de importarme. Quién sabe si no habré atesorado un trauma infantil con el dichoso asuntito de las fotos. Ni siquiera el día de la primera comunión, se apiadaron de mí. De nuevo a retaguardia. Y el moño y el vestidito que tan primorosamente había confeccionado mi madre, ni se ven. En fin, algún día cuando tenga dinero, tendré que consultar a un psicoanalista, seguro que algo me dice al respecto.

Hoy, sin embargo, los adolescentes parecen todos nórdicos a base de cereales Kelloggs y Danoninos y me he quedado en la media. Vaya, que soy normalita tirando a alta, pero sin estridencias. Elegí con cuidado mi vestimenta: vestido estilo folk hipercoloreado y rematado en volantes, muslos recatadamente protegidos con una media tupida de canalé negra a juego con mis zapatos merceditas de charol, una larguísima bufanda de lana de rayas de colores remataba el conjunto y mi gorrito de punto. Ideal hasta morirse. Quizá demasiado oscura de cadera para abajo, pero es que el arco iris de la bufanda, me recomendó no calzarme los leotardos de colorines a rayas horizontales, mis favoritos del último mes.

Hay quien dice que visto un poco raro.

Comprobé el número de la calle con las notas de mi agenda y coincidían. Ante mí se abría un portal rococó del siglo pasado que inspiraba respeto. Recé porque tuviera ascensor, ya que debía alcanzar el séptimo piso. ¡Eureka! Lo había. Y de los corrientes, nada de jaulas de metal repujado tipo “Psicosis”, con la cabina dentro, soltando quejidos herrumbrosos a cada metro de subida. Me dan pavor.

Ensayé mi mejor sonrisa delante de nada, porque el elevador no disponía de espejo. Respiré un montón de veces hasta aplacar los latidos de mi desbocado corazón y me dije a mí misma que todo iría mejor que bien porque “yo soy muy moderna”. Abracé con fuerza los curriculums que llevaba bajo el brazo y pulsé el timbre, más grande que una galleta napolitana. Me abrió una secretaria que parecía sacada de un thriller: altísima y seca, con anticuadas lentes haciendo equilibrios en la punta de una nariz aguileña como una tapa de queso. Me miró de arriba abajo, yo diría que con una mezcla inaceptable de estupor y rechazo, pero como iba rebosando energía positiva y autoconfianza, me pasé su reprobación por el forro del vestido.

—Marina. Marina Valdemorillos —me presenté aprovechando su momento de descoloque—. Tenía una cita con el señor Casas hoy a las diez…

—Llega tarde —espetó con una durísima voz que me quebró el tímpano.

—Bueno… —Consulté mi reloj de pulsera—. Sólo seis minutos. Ya sabe… en el centro aparcar se convierte en misión imposible. —Traté de convertirla en mi aliada con una sonrisa inocente. Pero no surtió efecto.

—Para eso está el metro. Siempre llega puntual y no precisa aparcamiento —siguió sentenciando sin retirarse del umbral de la puerta ni permitirme pasar, la muy grosera.

—Le juro por lo más sagrado que venía con tiempo de sobra. —Me entraron ganas de tirarme a sus pies y besarle los zapatones.

—La seriedad es requisito sine qua non en este despacho, señorita Valdemorillos. Y entendemos que empieza por respetar el horario.

Me quedé sin argumentos. Rendida. Derrotada.

—Sí, lo comprendo. —Bajé la cabeza—. Lo siento muchísimo. —De repente me animé. La vieja bruja no iba a amargarme el día y menos la entrevista—. ¿El señor Casas está disponible?

—Lo estaba hace seis minutos —respondió haciéndose ligeramente a un lado—. Veré si puede recibirla… tan tarde.

—Gracias —acerté a decir.

Esto te lo apaño yo.com (personas que no saben decir "NO")Donde viven las historias. Descúbrelo ahora