Reloj de arena - Capítulo VI (6)

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La mujer corrió, poseída del demonio, hacia donde se encontraban Timur, el director, y el inspector. Con los ojos rojos como piel escocida de tanto llorar, los labios cortados de tanto mordérselos, las manos temblando del nerviosismo contenido, y la mente enloquecida a causa de su pérdida, ella se abalanzó a los pies de Timur y le suplicó clemencia y ayuda. El joven no supo cómo reaccionar. Primero tomó a la mujer de los brazos e intentó levantarla, luego la abrazó y, finalmente, la apartó un poco para poder hablar con ella.

Bien hecho, susurró el inspector.

—¡Ayudadme, por favor! Mi hijo ha desaparecido —dijo la mujer entre suspiros y lágrimas.

—¡Enfermera! —gritó el director.

—Permítame que yo me encargue —interrumpió el inspector.

Agarró con fuerza el brazo de la mujer para inspirarle confianza, y se la acercó; pero no sin antes mirar la cara que puso el director.

Eres culpable, sólo necesito demostrarlo, pensó mientras observaba el semblante del desalmado.

—¡Seguidme! ¡Seguidme! —repetía la acongojada mujer.

Rápidamente bajaron las escaleras hasta la primera planta, y la siguieron por los pasillos, entre médicos de aparente sangre fría, enfermeras de miradas insensibles, pacientes de rostros inexpresivos, sacerdotes rendidos, y administrativos de mala madre.

Hervidero de sabandijas y asesinos, se dijo a sí mismo.

Lo que vieron a continuación, era macabro y grotesco.

La sangre aún chorreaba de la camilla donde antes había estado acostado el hijo de esta mujer. Las manchas carmesíes se esparcían por todas partes, como si una banda de majaderos, o un grupo de carniceros locos, hubieran descuartizado a un animal, estando éste aún vivo.

—¡Que nadie se mueva! —ordenó el inspector—. Desde este momento sois todos sospechosos del crimen cometido aquí. Timur, corre al coche y pide refuerzos.

—Sí, señor —contestó el joven policía y salió casi volando.

A Kasim casi le resultaba imposible contener las ganas de vomitar; y eso que él ya estaba acostumbrado a ver escenarios de asesinatos. De su bolsillo sacó un pañuelo blanco que guardaba para estas ocasiones, y se lo colocó en la cara, tapándose la boca y la nariz. Siempre lo empapaba con un fuerte aroma a menta, y eso mitigaba el olor, mermándole las ganas de tirar por los suelos la comida del avión.

—¿Me lo puede explicar, señor director?

—Es obvio que no —contestó decepcionado.

—¿Y alguno de los presentes me puede contar qué es lo que ha pasado aquí? —gritó enfurecido.

«Silencio».

—Ya me lo imaginaba.

En tan sólo unos minutos, el lugar entero estaba plagado de policías, forenses, políticos y periodistas.

Ya falta menos para que los chalados también se acerquen, pensó Kasim.

Organizó una rueda de interrogatorios en el mismo hospital, e incluso prohibió a los pacientes de otras plantas moverse con libertad. El personal fue recluido en una sala designada por Timur, y voluntarios de otros centros médicos acudieron para atender a los necesitados, aunque con miedo. Nadie sabía quién era el responsable de la desaparición de ese joven, y nadie sería capaz de dormir tranquilamente durante esa noche.


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