Capítulo 4

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—Estoy bucho bejor,señor —dijo Andrews—. Podebos estar en cabino al alba.

Aidan permanecía de pieen la habitación de la posada, de espaldas a su ordenanza, y cerrólos ojos. ¡Qué terrible tentación! Esperó un poco antes deproferir a pleno pulmón todas las palabras soeces, vulgares,obscenas y blasfemas de que constaba su rico vocabulario.

Andrews aspiróruidosamente el aire por la nariz.

—Suénate esa malditanariz —le ordenó Aidan.

Andrews obedeció,sonándose con un barrito de elefante.

—Mi ropa de civil —dijoAidan, desabrochándose los botones de su casaca escarlata.

—¿Su ropa de bontar?—preguntó Andrews.

—La ropa de montar no,maldita sea —respondió bruscamente Aidan, quitándose la casaca yarrojándola sobre el respaldo de una silla. Ya la recogería mástarde su ayudante—. ¿He pedido acaso la ropa de montar?

—No, señor —concedióAndrews—. Es solo que pensé que había decidido que nos fuérabosesta noche. —Obviamente sonarse la nariz no le había liberado losconductos nasales.

—Te equivocaste—replicó Aidan, tajante—. Cuando decida irme de esta posadainfernal, te lo haré saber.

Veinte minutos después,vestía de nuevo de civil: camisa y fular blancos, una chaqueta azulmarino entallada, chaleco de color marfil, pantalones de ante y botasaltas con borlas blancas. Estaba recién afeitado pero de tan malhumor como media antes. O aún peor.

Todavía no podía creerlo que acababa de saber por Morris, a quien había sonsacado lainformación con habilidad consumada. Había bastado con adularlosimulando interés, haciéndole algunas preguntas y aprobandoincondicionalmente todas y cada una de sus necias respuestas. Sehabría sentido mucho mejor si hubiera podido estrangular a esapequeña alimaña.

El viejo Morris debía dehaber sido una buena pieza, pensó Aidan con desdén mientras sedisponía a cenar en su cuarto. No estaba de humor para dejarse verpor la taberna. Morris no había logrado casar a su hija con ningunode los pretendientes, siempre de mayor rango social, que le habíapresentado, de modo que trataba de dirigir los pasos de Eve desde latumba.

Según una cláusula deltestamento que había escrito poco antes de morir, Morris dejaba todoa su hija, pero solo por un año. Transcurrido ese tiempo, laherencia pasaría a manos de su hijo, o, en caso de que estefalleciera antes, a su primo. Pero, al mismo tiempo, le dejabaabierta una puerta sumamente tentadora: si Eve se casaba antes de quehubiera transcurrido el primer año, su herencia adquiriría caráctervitalicio.

Quedaban cuatro díaspara que se cumpliera el primer aniversario de la muerte de Morris.

Cecil Morris estaba apunto de heredar. Había importunado a su prima con propuestas dematrimonio cuando le había parecido beneficioso pero, ahora que yano la necesitaba, había dejado de interesarle. Eve tenía cuatrodías para dejar la casa. Cecil Morris no sabía ni quería saber quésería de ella.

Dos días antes, lanoticia del fallecimiento de su hermano había supuesto un doblemazazo para Eve Morris. No cabía duda de que su muerte la habíaafectado íntimamente. Pero en su aspecto demacrado y sombríopesaría también lo que aquella muerte implicaba. Al parecer, elcapitán Morris legaba todo a su hermana y había firmado documentosen virtud de los cuales renunciaba a todos sus derechos sobre lahacienda de Ringwood a favor de ella. Por desgracia, su generosidadno iba a servir de nada. Había fallecido antes de adquirir ningúnderecho sobre Ringwood y sin poder disponer de la propiedad conformea sus deseos.

Ligeramente casadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora