Capítulo 5

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El coronel estaba de piefrente al hogar, como la primera vez que lo había visto. Ahora nollevaba uniforme, pero seguía teniendo el mismo aire amenazador, lamisma figura imponente. Se había tomado la libertad de encender lasvelas del candelabro sobre la repisa de la chimenea. Fuera estaba apunto de anochecer.

—Coronel Bedwyn —dijoEve con brusquedad, cerrando la puerta a sus espaldas. No hizo ningúnesfuerzo por sonreír ni mostrarse amable—. ¿Qué puedo hacer porusted?

—Señora, me haocultado usted la verdad —respondió él—. Si no los hechos, sílas consecuencias. Es verdad que su padre le dejó a usted Ringwood,pero solo con una condición que usted no ha cumplido. Está a puntode perderlo todo. Dentro de cuatro días, para ser exactos.

La furia le impidióhacer otra cosa que cerrar las manos y apretar los puños contra loscostados. ¿Podían transformar hasta ese punto a un hombre losprivilegios propios de la aristocracia? ¿Le daban derecho a ir dondeno había sido invitado, a meterse en los asuntos ajenos, a dirigirsea ella con tanto descaro y crudeza?

—¿Para eso ha venido,coronel? —preguntó—. ¿Para tacharme de mentirosa? Es usted unimpertinente. Le ruego que abandone esta casa inmediatamente. Buenasnoches. —Cuando Eve se apartó de la puerta para franquearle elpaso, el corazón le latía con fuerza, a pesar de que no perdíafácilmente la calma y de que no solía dejarse arrastrar por la ira.

—Hoy todavía puedeusted darme esa orden —replicó sin moverse—. Pero dentro de pocoya no podrá hacerlo, ¿verdad?

—Quizá —dijo ella—cuando vuelva usted de visita el año próximo o el siguiente paraadmirar el pórtico de mármol y el camino de entrada pavimentado ysin árboles, le suelte otra impertinencia a Cecil y sea entonces ély no yo quien tenga el placer de echarlo de casa. Pero esta noche ladueña aún soy yo. Así que ¡fuera! —Se sentía como unratoncillo que intentara imponer su voluntad a un león.

—Cecil Morris es unasno consumado, ¿no cree? —Eve no estaba segura de haber oídobien. Fijó su mirada en los ojos oscuros del coronel, pero no habíancambiado de expresión.

—¿De qué otro modosino permitiéndole adularme habría podido enterarme de cuál es suverdadera situación, señora? —preguntó él.

Eve frunció elentrecejo.

—Mi verdadera situaciónno es asunto suyo, coronel —contestó.

—Siento no estar deacuerdo con usted, señora —replico Aidan—. Su seguridad, subienestar, su felicidad eran asunto de su hermano. Antes de fallecer,él delegó en mí esa responsabilidad. No hay duda de que era a estoa lo que se refería cuando me hizo prometer que la protegería.Sabía lo que su muerte iba a significar para usted. Ocultándome laverdad, le niega usted a su hermano la paz que anhelaba cuando mepidió que hiciera esa promesa.

Hasta entonces, Eve nohabía visto los ofrecimientos de ayuda del coronel bajo esa luz. Yahora tampoco quería verlos así. Era un extraño. Y un hombre quepertenecía a un mundo distinto, a una clase social tan elevada queera imposible conversar con él o tratarlo como trataba a cualquierade sus amigos o vecinos. Él era lord Aidan Bedwyn, hijo de un duque.Eve se sentó en la primera silla que encontró.

—No me debe usted nada,coronel —afirmó—. Ni siquiera me conoce.

—Yo sólo sé —repusoél— que soy responsable de usted. He dado mi palabra de honor. Nohe faltado nunca a mi palabra y no voy a empezar con usted.

—Lo dispenso a usted deesa obligación —dijo Eve.

—No está en su mano—replicó él—. ¿Qué piensa hacer? ¿Cuáles son sus planes?

Ligeramente casadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora