11- Nuestro final

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Epílogo:

Después de esa terrible noche me quedé dormido en el sillón y me desperté con Dalia observándome en silencio.

—¿Qué pasa hermana? —le pregunté somnoliento.

—Me mentiste —aseguró.

—¿Por qué dices eso? —respondí mientras me incorporaba.

—Porque dijiste que me ayudarías y en lugar de eso están planeando dejarme encerrada  "viviendo" en mi habitación —dijo haciendo unas comillas con los dedos—. Yo no quiero eso, yo no quiero nada, solo quiero…

—Dalia, calmate. No lo digas, por favor. Seguiremos buscando.

—¿En dónde? Ni siquiera tenemos idea de que son. ¿A quién le vamos a preguntar? ¿A quién quieres arruinarle la vida? Hice mal en contarte a ti y ya no hay marcha atrás.

—Y no me arrepiento, pero te ayudaré a salir de esto, créeme. No sé cómo lo haré, pero lo haré —afirmé mirándola a los ojos, ella aguantó el llanto y asintió.

Nos sentamos a platicar sobre nosotros. Dalia me contó como era su vida antes de que empezara a ser acechada, me platicó sobre sus clases, sus aventuras adolescentes —que en realidad eran bastante inocentes.— E incluso me contó sobre los chicos de los que se enamoró y jamás lo supieron. Me llenaba de tristeza notar como se vida se había estancado.

Por mi parte le conté muchas aventuras indecentes de mi juventud, ella no paró de reír y llamarme cerdo, al punto que me dio un nuevo apodo: «Cernando».

Después de esa amena plática fui a dormir. Me levanté muy tarde para el trabajo, Dalia no había comido porque necesitaba un cuchillo y estaban bajo llave.

Preparamos algo rápido, volví a cerrar la gaveta de los cuchillos y me fui apresurado, ya era mi hora de entrada y yo apenas iba saliendo de casa. Dejé a mi hermana almorzando sola.

Me llevé en un recipiente un poco de comida, llegué al trabajo y aunque me llamaron la atención no pasó a mayores, trabajé con normalidad hasta mi hora de comida. Moría de hambre, me senté a probar lo que habíamos preparado, era algo tan sencillo pero me supo a gloria.

El día iba bien, sin incidentes de ningún tipo hasta que uno de mis compañeros dejó sobre el mostrador un cuchillo enorme que usaba para picar verduras.

—Tengo que lavarlo, recuérdame hacerlo después de comerme esta galleta —me pidió mientras hurgaba entre sus cosas. Hasta ahí nada grave, pero sus palabras retumbaron en mi mente: «Tengo que lavarlo».

—¡Dalia! —grité, mientras me quitaba la gorra del uniforme e iba por mis cosas.

—¡¿Quién?! —me preguntó mi compañero contagiado por el pánico.

—¡El cuchillo! ¡Mierda, olvidé lavarlo! —seguí mientras me quitaba el uniforme.

—Yo lo lavaré, calmate. Has estado muy raro últimamente, Leonardo, necesitas...

No lo dejé terminar, salí corriendo del lugar con el corazón a mil, había dejado el cuchillo que utilizamos para hacer la comida. Lo había dejado en el lavaplatos porque pensé lavarlo antes de cerrar la gaveta, pero no lo hice y si Dalia lo tomaba jamás iba a perdonarmelo. Mi madre perdería la razón si mi hermana volvía ingresar al hospital.

Subí al auto, aceleré y hasta me fui en sentido contrario para llegar lo antes posible. Una patrulla empezó a seguirme antes de llegar a casa, me metí entre calles para perderla y terminé estrellando el auto. No me importó, solo quería llegar con mi hermana. Me bajé apresurado, hasta dejé las llaves pegadas, huí antes de que saliera el dueño de la camioneta estacionada contra la que había chocado. Me dolía el cuello y no supe como me lastimé una rodilla; Aún así logré llegar a casa.

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