Me prestaron un bolígrafo de tinta azul y yo procedí. Respiré hondo al ver que la indemnización ascendía hasta unos diez mil dólares. Teniendo en cuenta que tan sólo había estado trabajando durante tres años en Terrarius, aquella cifra era más que justa.

Pensé que con aquellos diez mil junto con mis ahorros y lo que quedaba de la herencia de mis padres –que no era mucho –, podría aguantar hasta que me contrataran en otra empresa.

Pese a todo, me sentía mal por decirle adiós a aquella etapa laboral que tantas alegrías me había dado. Teniendo a John como jefe había aprendido a controlar mi estrés, a encauzarlo y a ser una persona que se preocupa menos y se ocupa más.

Había practicado con la mayoría de los idiomas que conocía e incluso había mejorado bastante mi nivel en otras lenguas que controlaba menos. Había aprendido bien a utilizar las herramientas de oficina en el ordenador e incluso me había aficionado a seguir una rutina.

“Desde luego, mi experiencia en Terrarius me acompañará y me guiará a lo largo del resto de mi trayectoria profesional”, pensé estoicamente mientras descendía en el ascensor hasta la planta baja.

No me sorprendió encontrar allí a John Miller, plantado frente al ascensor, espérandome.

Al verle descubrí que aún estaba enfadada con él. Me sentía traicionada y no acababa de comprender por qué. Yo misma le había expresado mi deseo de abandonar la empresa para que nuestra relación pudiera seguir adelante lejos del ambiente laboral. Él lo había entendido y había decidido despedirme para poder pagarme una indemnización considerable con el objetivo de ayudarme.

¿Por qué razón me sentía tan indignada? “Serán las hormonas”, teoricé sin demasiado convencimiento.

Aunque tal vez fuera mi orgullo, que escondido tras capas y capas de represión, se hacía oír, diciendo que esperaba más. Que quería que John estuviese pendiente, que me diera un trabajo, que merecía algo mejor. Ahuyenté aquel pensamiento de mi cabeza.

            ––Hola ––saludé con poco entusiasmo ––. Creo que me iré a casa.

John no preguntó antes de agarrarme de la mano y guiarme de nuevo hacia otro de los ascensores.

            ––Suéltame ––le dije antes de deshacerme de su amarre ––.No estoy de humor, perdóname.

Vi que resoplaba.

Allí estábamos los dos, en medio de todo aquel bullicio de trabajadores que iban y venían por el hall de aquel enorme rascacielos, cada uno dirigiéndose a su respectiva oficina, despacho o cubículo.

            ––Sarah, aún no hemos terminado. Necesito que veas algo… Confía en mí, por favor ––me pidió él.

Arrugué las cejas.

            ––Supongo que eres consciente de que acabas de echarme a la calle y de que no estoy radiante de felicidad ¿cierto? No me apetece ver nada ahora. Quiero ponerme a rectificar mi currículum para empezar cuanto antes a buscar trabajo ––establecí sin mirarle directamente.

Me daba pánico entablar un contacto visual y descubrir los destellos intensos de turquesa en sus iris.

            ––Eres tan terca como una mula, y aún así te quiero. No me lo explico ––ironizó él mientras volvía a cogerme de la mano ––.Ahora ven conmigo y cállate de una vez.

No entendía qué demonios le ocurría aquella mañana. No estaba dispuesto a ceder conmigo, en nada. Primero me despedía, luego me ignoraba y después me obligaba a subir con él a un lugar del que antes me había echado. Y encima parecía tener los nervios de punta. Como si su aura pinchase. No me quedó otra que hacerle caso y dejarme llevar casi hasta la última planta del rascacielos. 

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora