II

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El Sr. Walton era distinto a sus compañeros. De porte distinguido y maneras educadas, uno claramente podía adivinar que era quien financiaba las expediciones. Y el que tenía más probabilidades de perecer a merced de las duras condiciones de la naturaleza que nos rodeaba.

Pero no fue así.

Cuando lo vimos llegar, casi al borde de la muerte, pero solo, supimos que sus compañeros no corrieron la misma fortuna que él. Tenía el rostro cubierto de sangre y una gran herida le cruzaba el pecho. De no ser por los primeros auxilios brindados por mi abuelo, Mr. Walton habría muerto esa misma noche.

Luego de varios días luchando contra la fiebre, sumido en un delirio incesante que lo hacía proferir palabras en inglés que yo era incapaz de entender, Mr. Walton se recuperó.

Como si el ímpetu que lo caracterizaba hubiese retornado a su cuerpo de golpe, se levantó una tarde e intentó convencer a mi abuelo para que lo acompañáramos en su expedición.

«Si me acompañan, toda mi fortuna será vuestra», gritó con un genuino entusiasmo al que mi abuelo no respondió. Mr. Walton continuó hablando, mezclando palabras en inglés a su español precario. «Si tenemos éxito, seremos más poderosos que nadie en el mundo».

Mi abuelo se detuvo y lo miró con gesto adusto. «Sé lo que buscas. Te escuché gritar mientras delirabas. Eso asesinó a tus compañeros. No estamos interesados».

Sin esperar respuesta, mi abuelo salió de la cabaña a recolectar leña.

Avanzada la noche, me colé hasta la habitación de Mr. Walton. Lo encontré leyendo un antiguo libro a la luz de una vela. «Mi abuelo te va a echar mañana temprano», le dije. «Si quieres que te acompañe en tu expedición, debemos salir ahora mismo".

Mr. Walton cerró el libro y comenzó a preparar sus cosas para salir.


Avanzamos tierra adentro durante dos o tres días, subsistiendo de lo que mis conocimientos del lugar permitían cazar o recolectar, ya que Mr. Walton era un absoluto inútil en esas materias.

Cada vez que yo regresaba de buscar alimento o refugio, lo encontraba leyendo su libro. La impotencia de no saber leer, crecía en mí. Sospechaba yo que Mr. Walton había encontrado la ruta a la Ciudad de los Césares, una legendaria urbe cuyas calles son de oro puro que la gente de los alrededores decía que estaba ubicada en algún lugar de las montañas que nos rodeaban. Pero cuando lo interrogaba al respecto, el inglés ignoraba mis preguntas, fingiendo no entender el idioma.

Esto se repitió unas cuantas ocasiones hasta que fuimos sorprendidos por una repentina tormenta y debimos buscar refugio en una pequeña caverna en la falda de una montaña.

Una vez instalados ahí, encendí un pequeño fuego para mantenernos abrigados. Me arrimé a las llamas, mientras Mr. Walton, aprovechando la luz de estas, retomó su lectura. «¿Qué cosa lee con tantas ganas, iñor?», le pregunté. Mr. Walton señaló su libro para confirmar si era eso lo que le preguntaba.

Es escritura de mi abuelo —me respondió en su pésimo español.

—¿Usted quería mucho a su abuelo? —le pregunté intentando romper el hielo para que así me confiara sus secretos. En lugar de responder afirmativa o negativamente, Mr. Walton se limitó a sonreír por unos segundos.

—¿Y tú, quieres a tu abuelo? —dijo, devolviéndome la pregunta, articulando las palabras con dificultad.

—Mucho.

Me costó decirlo. Como si fuese una mentira. Pero no lo era. Era sólo el resentimiento de un adolescente que se sentía atrapado en el fin del mundo.

En las Vastas Extensiones del SurWhere stories live. Discover now