DERETH: EN LAS HABITACIONES DEL REY VAREN

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El muchacho asintió. Él tenía seis años cuando su madre murió. La recordaba poco: básicamente que le parecía la mujer más hermosa del mundo, que la había querido mucho y que había sido muy duro perderla. Y, en definitiva, tampoco podía quejarse. Su hermana Arlettha, que acababa de cumplir cuatro años por aquel entonces, solo la conocía de verdad por los retratos. Para ella era una imagen mucho más difusa, todavía.

-¿Dónde está mi hermana... esa hermana? -preguntó, reconduciendo el tema-. ¿Por qué no ha vivido con nosotros? ¿Quién es su madre?

El rey sonrió con tristeza.

-Esas son muchas preguntas y seguro que tienes muchas más. Si no te importa, iremos poco a poco. Es mejor que te lo cuente todo.

Dudó un momento y se puso en pie. Con un gesto, le indicó la salida a la gran balconada semicircular que había en ese piso de la torre, invitándole a acompañarle hasta allí. Se acercaron a la barandilla, uno junto al otro, sintiendo el aire agradable de la tarde en el rostro, y Dereth echó un vistazo hacia abajo.

Allá, muy lejos, al pie de la torre, pudo ver el patio sur del complejo del castillo, el que quedaba entre la primera y la segunda muralla. Era día de mercado, por lo que había venido gran cantidad de comerciantes, además de gentes de muchos pueblos de los alrededores. El lugar bullía de animación. Se oían voces, risas e incluso la música de los juglares, distribuidos aquí y allá, siempre el centro de pequeños corros.

Las grandes puertas del sur, llamadas Puertas del Mercado por razones obvias, estaban abiertas de par en par y la gente se apretujaba de cualquier modo entre las decenas de tenderetes, las mesas y bancos donde se ofrecían comidas y bebidas, y los corrales donde estaban a la venta animales de todo tipo.

A primera hora de la mañana había llovido un poco, por lo que los hombres, mujeres y niños que se movían por allí, marcaban sus huellas en el suelo embarrado. ¡Se veían tan diminutos! Parecían hormigas agitándose de continuo, a la búsqueda de migas de pan.

La ciudad de Isla Real, capital del reino de Doreldei, se extendía a sus pies en una sucesión de mansiones, puentes, templos, torres y parques por toda la isla que le daba el nombre, incluso seguía ya en la costa, al otro lado del estrecho de Rhaeli. Los puertos de ambos lados estaban comunicados por un sinfín de barcazas de pasajeros y mercancías que iban y venían sin parar, de un lado a otro, y también por un largo muelle mágico que podía estar o no estar, a voluntad del Ministro Portuario, cargo que siempre ocupaba uno de los Magos Embajadores de Puerto Encantado.

El pensar en ellos, hizo que Dereth sonriese, como siempre. A su padre no le gustaba tener dos allí, en Isla Real, pero no podía despreciarlos. Los Magos Embajadores estaban en todas las ciudades importantes de Doreldei, y eran eminencias arcanas surgidos de la mismísima Universalitas de Puerto Encantado, el centro mágico más importante de todo Doreldei, fundada por el primer mago, Telhen Dhar.

Allí intentaban entrar, año tras año, centenares de jóvenes, y la mayoría eran rechazados. Una vez superados todos los exámenes, en los que no era raro que hubiese algún que otro muerto, la mayoría entraba a formar parte de la burocracia mágica de la ciudad, pero unos pocos eran designados como Magos Embajadores, y enviados a los distintos reinos, en sus ciudades o enclaves más importantes.

Espías, solía gruñir el rey Varen, cada vez que se refería a ellos en privado. No dejaba de ser cierto, aunque él lo dijera porque no se llevaba bien con Úrcass, el actual Gran Duque de Puerto Encantado. Úrcass había sido el hermano mayor de la reina Úrsulha, y nunca había perdonado a Varen por no haberla amado lo suficiente en su vida, y por no haberla llorado lo bastante en su muerte.

Lo que odiaba su padre era que, los dos Magos Embajadores destinados en Isla Real, mantuviesen informado a su cuñado de cada paso que daba.

Desde donde estaba, tenía la impresión de encontrarse en el extremo ancho de una cuña. El terreno de Isla Real era muy alargado, y bastante irregular, como una aguja o, mejor, como una flecha que señalase hacia la costa. En su mayor parte resultaba tan llano que formaba preciosas calas a la altura del mar, con playas de arenas blancas en la que los niños disfrutaban bañándose. Pero, por su lado más agreste, ascendía con brusquedad hasta convertirse en un acantilado muy empinado, una altura aparentemente imposible de trepar, aunque repleta de cuevas que facilitaban el ascenso, como bien sabían los lugareños.

En el palacio de la Reina de las Hadas (Princesa de Doreldei #1 - Serie Eeryoon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora