CAPÍTULO 1 - Parte 3

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El grupo enviado por el rey Varen de Doreldei a la capital del reino de las hadas, estaba formado por un capitán, un sargento, diez soldados, un escudero, un carruaje de buen tamaño y su cochero, además de un total de catorce caballos y una mula.

El vehículo, grande y pesado, era muy lujoso. Había sido fabricado en Alto del Hechizo, con la mejor madera de los bosques de narvateen mágico que crecían allí desde la Gran Guerra. Además de los conjuros de comodidad que llevaba incorporados, y que empezaban a percibirse nada más introducir la cabeza y sentir el suave perfume a violetas de su interior, no se había escatimado nada en lujos: todos los remaches eran de oro y estaba almohadillado y forrado con sedas, brocados y terciopelos.

Era un coche magnífico, nadie podía mirarlo y pensar otra cosa. En cualquier punto de Doreldei, ya fuera visto por los caminos entre ciudades o pueblos, por las calles empedradas de Puerto Encantado o por las hermosas avenidas de Isla Real, un coche así hubiese llevado pintado en la puerta, y bien grande, el escudo de la casa noble a la que pertenecía, simplemente por el orgullo de poder alardear ante otros de semejante riqueza.

Pero, este, era totalmente negro. No mostraba ninguna insignia: nada revelaba el nombre o el título de su dueño, ni la importancia de la persona destinada a viajar en él. De hecho, por las noches hubiese quedado totalmente oculto en las sombras, de no ser por las lamparitas de sus ángulos, que solo se encendían en las raras ocasiones en las que Claremont decidía seguir avanzando un par de horas más, bajo un cielo ya totalmente oscuro.

Esas luces revelaban su forma y bailaban sobre los remaches dorados, arrancando destellos que podían divisarse en la distancia, por lo que siempre implicaban, un riesgo. Sobre todo, teniendo en cuenta que estaban atravesando zonas por las que se movían habitualmente algunas bandas de proscritos especialmente osados, como el famoso Centella.

Pero, el capitán prefería contar con una luz que sirviera de orientación a los hombres.

—Somos soldados del rey, caballeros, y en número suficiente como para desalentar a cualquier banda de maleantes harapientos —decía, desdeñando por completo el peligro—. Y, si se atreven a atacarnos, voto a los dioses que, o somos suficientes para matarlos, o mereceremos el destino que nos deparen.

«Pues no sé yo...», pensaba Aldric, que estaba seguro de que sería uno de los primero en caer, si atacaban. Aunque disponía de su mula, un animal flacucho y temperamental que Claremont había elegido personalmente para él, Aldric prefería viajar en el pescante, junto al arisco cochero, e incluso se ocupó de guiar el vehículo más de una vez, siempre que el hombre se lo pedía.

Era una tarea que le gustaba y que, además, en esa ocasión resultó especialmente cómoda, al menos en la primera etapa del viaje, porque los cuatro caballos enganchados a su tronco habían sido criados por encargo del rey Varen en los Establos Mágicos de Puerto Encantado, donde los animales eran criados por los hechiceros, y manipulados mágicamente.

Eso significaba que eran conscientes, más inteligentes de lo habitual y entendían a la perfección el lenguaje humano, lo que facilitaba mucho la tarea.

—No os fieis de la valía de Claremont —les susurraba por la noche, al cepillarlos—. En caso de que nos ataquen, corred como si os fuera la vida en ello.

Los caballos casi parecían mirarse, desconcertados por los balbuceos de aquel muchacho idiota. ¡Menudo consejo! ¿Qué otra cosa iban a hacer, si no, en caso de que les cayera encima una banda de forajidos, armada y dispuesta a todo? Pues correr, por supuesto.

Pero no ocurrió nada. De hecho, fue una primera parte de viaje de lo más agradable, pese a la sobrecarga de trabajo a la que todos le tenían sometido.

En el palacio de la Reina de las Hadas (Princesa de Doreldei #1 - Serie Eeryoon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora