Doscientos metros adelante, cruzando la parcela; el Rancho de los Morales les daba la bienvenida. Wenceslao se sorprendió al igual que Jerry al ver el lugar.

La casa, aunque mantenía un aspecto de abandono y descuido, tenía luz eléctrica. La puerta estaba abierta, había también dos grandes ventanas sin cortinas a cada lado y un poco más allá, un cobertizo de madera a punto de derrumbarse. Afuera, descansaba una vagoneta blanca Volkswagen 76.

La patrulla se detuvo cerca de la vagoneta. Wenceslao apagó el motor, abrió la puerta, y un potente golpe de tufo lo abofeteo con intensidad.

— ¡Dios! — dijo, cubriéndose la boca con el dorso — ¡Es insoportable! Jerry, en la guantera creo haber dejado unos cubre bocas.

Jerry la abrió. Hurgó entre unos papeles y hasta que los encontró. Inmediatamente se colocó uno y después le entregó otro a su jefe.

Wenceslao tomó una linterna. Abrió la puerta y salió al exterior. Jerry lo siguió.

Afuera, la oscuridad era densa y en el cielo un extraño aro los observaba como si fuera el ojo de un agujero cósmico. El eclipse en su total plenitud.

La casa aguardaba con su puerta abierta y la luz prendida. Avanzaron con cautela. Wenceslao tuvo la sensación de que la hediondez del amiente se potenciaba con una energía peligrosa. Su viejo corazón de policía le palpitó una alerta. Era como adentrarse en la cueva de los forajidos, donde estos aguardaban armados hasta los dientes.

Wenceslao desenfundó su revólver .38 y apuntó hacia la boca de la puerta. Jerry lo imitó.

Avanzaron con cautela sobre el piso de madera del cobertizo y sintieron como crujía bajo su peso.

Y luego entraron a la casa con las armas listas.

El interior era amplio. Las áreas que correspondían al recibidor, sala y comedor, estaban despejadas sin mueble alguno. En vez de estos, unos tumores del tamaño de un perro mediano, de formas amorfas como arcilla fresca y humeante, descansaban separados entre sí.

En el fondo, junto a la pared, un altar grotesco se erigía como monumento a una deidad satánica. Sentado, sobre un rustico trono de terciopelo sucio, una cosa con torso, brazos y piernas humanas. La cabeza que no se veía bien a esa distancia. Gobernaba con una mano apoyada sobre el posa brazos y la otra alzada con el dedo índice apuntando hacia el techo. A los costados de la cosa, tres largos cirios negros encendidos iluminaban tétricamente su trono.

Jerry caminó hacia el primer tumor, lo suficiente, para poder inspeccionarlo y entender qué era. El cubre boca no le resultaba suficiente. La peste era insoportable. Tuvo ganas de vomitar, pero se contuvo. Se agachó colocando una rodilla sobre el piso para apoyarse y observar mejor. Wenceslao apuntó con su linterna al tumor y cuando el haz de luz alumbró: la sorpresa fue inaudita.

Era excremento de gran tamaño color pardo con tonalidades intensas de verde, granos negros y manchones amarillos. La superficie estaba agrietada. Tenía una textura blanda, como nieve de chorro sin derretirse.

— ¡Jefe Wens, esto parece mierda humana!

— ¡Es absurdo, nadie caga una boñiga de ese tamaño!

— ¡Mire jefe! — Jerry señaló.

Wenceslao se acercó y apuntó con el haz de luz hacia donde señalaba Jerry. Entre una de las grietas de la masa, un dedo cercenado que conservaba su anillo de boda, estaba incrustado como si se tratase de un adorno del pastel. Asustado, Wenceslao movió la luz para iluminar la base del excremento: un zapato destrozado.

PINIWINIWhere stories live. Discover now