Light Bond

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Su madre le había amenazado varias veces para que desistiera de sus deseos y le ayudase a terminar de preparar los alimentos para esa tarde. Sin embargo, Ana Johnson tan solo quería salir a jugar. Estaba aburrida, tan aburrida como lo podría estar una niña de ocho años sin hermanos ni parientes de su edad.

Hacía mucho calor afuera y era posible que, si no fuese porque realmente deseaba salir a divertirse con su vecino, Evans Haller, se hubiese quedado en casa la tarde entera echada en el sillón.

—Solo ten cuidado, cariño —soltó una vez más su madre desde la cocina—. No llegues muy tarde, en una hora estará la comida lista. 

—¡Sí, mamá! —Ana volvió a gritarle mientras abría la puerta de su hogar, en ese pueblo desconocido que se encontraba bastante alejado de la sociedad.

Desconocido porque era tan pequeño que pocos forasteros le conocían. ¿La razón? Sus habitantes no pasaban de tres cifras. Simplemente era un tranquilo pero solitario pueblo que estaba dedicado a la crianza de ganado y cultivo de una que otra fruta exótica. Ana, por supuesto, era una de esas personas que no sabían nada del mundo urbano y que solo se dedicaban a estudiar para asistir a la única escuela en donde mandaban a todos los niños del lugar.

Por ser un sitio bastante pequeño, la comunidad reconocía que era una zona bastante segura, así que las madres nunca se preocupaban por robos, secuestros u homicidios. Así de confiable era Yellows Town.

—¿Evans? —Ana tocó dos veces el portón—. ¡Evans!

Un niño que no tendría más de once años salió con el cabello despeinado. Tenía ojeras que ningún niño pequeño debería de tener. Manifestaba haberse revolcado toda la noche del viernes en su cama seguramente por no poder dormir.

—¡Ana, tengo algo que enseñarte! —El crió hiperventiló. Pareció inquietó al verla, algo nervioso pero contento. 

—¿Enseñarme? ¿Qué cosa?

—¡Sombras! Es que... yo puedo.

—¿Sombras? —Ana le cortó casi de inmediato—. ¿De qué hablas?

—¡No puedo explicarlo! ¡Tengo que mostrártelo! 

—¿Mostrarme?

—¿Quieres jugar conmigo, Ana?

—¿Jugar? —Ana olvidó la gran sorpresa. Realmente deseaba divertirse—. ¿A qué quieres jugar?

—A las escondidas. Tú cuentas y yo me escondo.

—Pero yo me quiero esconder…

—¡No, si no cuentas tú, no puedo mostrarte lo que puedo hacer!

—¿Hacer?

—¡Es algo fantástico! Nunca me podrás encontrar.  

Ana entrecerró los ojos pero sin protestar, se dio la vuelta para empezar. Ningún sonido se escuchó tras comenzar a enumerar. Las doce del día dieron y el sol pronto se colocó sobre ella. Fue en ese entonces, que sin darse cuenta, dieron inicio al juego de azar.   

.

El neurólogo John Millers acomodó su corbata una vez más y respiró con nerviosismo al detenerse justo frente a ese grande y respetado edificio con el que había estado soñado desde que tenía veinticinco años de edad. La semana pasada habían contemplado su solicitud para unirse a la gran empresa y al fin, tras muchos intentos y algunas tesis sobre la mente humana, lo habían contratado en el Manicomio de Blue Clouds; aquel lugar anhelado por los psiquiatras más competentes y especialistas de la materia anímica.

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