16. Entre Espejismos.

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Entre espejismos

07/01/2015


Estos viajes,

estos ir y venir a la ciudad,

esta especie de búsqueda sin sentido.

El estar, o el parecer, buscando,

cuando sabes que no buscas

porque ¿qué buscas realmente?



Esta ciudad me parece mareante,

algo hipnótica, una hipnosis hacia la nada;

un espejismo lleno de ponzoña, sin sentido,

llena de todo, y que no parece acabar en nada para mí.


Camino por ella, pienso,

divago, me quedo en blanco;

cojo el bus,

con sueño

—o mejor dicho:

falta de él.


En el bus se acrecienta la sensación de laberinto.

Allí, entre autómatas. Rodeado.


Miles de rostros, que no conozco.

Miradas que se me clavan.

Me observan. Me deben de catalogar,

¿vigilar?, analizar, no sé bien...

Me miran. Me miran.

Veo sus ojos sobre mí, ¿viendo qué?

Se dirigen sus ojos hacia mí.

No sé qué buscan en mí. Me miran.

Pero en realidad no me miran. Es esa mirada mohína, que no ve.

Sólo miran el ombligo de su "alma", de su conciencia, de lo que sea que tenga

(si es que tienen —¿qué tienen?—).


Un cierto terror, extraño, como si me fuera

clavando

en mi piel,

en el pecho que me duele,

este maldito cólico de gases que hace

que mi corazón parezca suspirar y en cada suspiro

me duela como una puñalada.

Duele; es de esas punzadas que crees que en ellas

se te va la vida, el alma dicen,

y vas a perderlo todo:

el cuerpo.


—Este maldito cuerpo,

demasiado material,

limitado, sufriente,

demasiado sujeto a la vida terrenal—.


El ambiente de la ciudad ahora me sabe a hierro y a metal.

Parece que cada vena, cada calle o vía, me huela a una metástasis

tan cancerígena que me dé miedo, asco y me rinda a la enfermedad.

Lo que antes respiraba como la libertad de la ciudad,

hoy se me ha vuelto como la ciudad de color triste, gris,

atenuada en un blanco y negro neblinoso.

La infancia lloriquea a veces en ésta; pero

este niño tan idiota ahora para mí

ya no me apena.

Frío, cínico, autodestructivo.

Los recuerdos ya no son nada. Son nebulosa.

Un algodón de azúcar que ahora se repite en el estómago y en la glucemia,

que me sienta mal, que me duele en la cabeza, que me supura a acetona.

Debe ser que, definitivamente, soy un inmigrante en ella;

uno que se olvidó sus papeles cuando salió siendo

un crío de once años.

Que salía huyendo, quizás de lo mismo, y no ha

encontrado

la paz.


—Amarga agua estancada, dejada demasiados días,

lago de agua de cloaca que ya huele como huele el agua pasada,

en la que si uno se hunde es ácido, recorriendo

tus huesos y traspasándolos.

Esa agua que debía y fue, alguna vez,

sanadora, purificadora,

mística.

La que te resucita de tus propias bacterias vitales.

Comiéndote, este agua sólo te sirve para inmunodeprimirte.

Ese líquido transparente lleno de los reflejos de la realidad que

superan la realidad y se hacen sueños de los juegos

de luces de un prestidigitador.


Ya no hay ni Mago ni magia en este lugar;

quizás sea yo; posiblemente fue

que yo la espante de

mí.


—Era un espejismo—.


Este ser que deambula por la ciudad como un autómata,

sacado de la fragua de Vulcano.

Éste que en su nuevo hogar

parece una ánima.


—De un pasado que ya no sabe si

fue real o no; porque ese

pasado ya no existe,

desarraigado—.


A veces incluso dudo de si este cuerpo es el mío;

de si éste, que llevo o me lleva, es Samuel,

no sé bien por qué. Y no porque no sepa

que este cuerpo es mío:


es que no sabe si éste

fue quien fue.


—Se confunden la primera persona y la tercera.

Y tampoco sabe a quién habla:

si a mi yo, si a este cuerpo o a...

Nadie.

Y después de todoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora