Amén: 2 Mi muerte.

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Recuerdo que me detectaron un tumor una vez en el esófago. Tuve unas molestias, y me metieron un tubo. Pero al repetir la prueba, porque el contraste dio negativo, vieron que el tumor ya no estaba. Quizá por hacer la puñeta a mi cuñado, mi calidad de vida se iba deteriorando, pero muy tenuemente, pues a mis noventa años todavía conducía yo mi coche, un Mercedes que me compré cuando me jubilé, y de vez en cuando me iba a visitar a alguno de mis innumerables amigos, que tenía dispersos por nuestro país y parte del extranjero. Pero, mira por donde, cuando aparco mi coche en el aparcamiento del edificio donde vive mi hija pequeña, Selene, y salgo a darme un paseíto para disfrutar del sol y de la verde primavera, así como de la vista agradable que presentaban las jovencitas que están en la flor de su presumir, al cruzar un paso de cebra sin semáforo, una imbécil que iba discutiendo con su novio me pasa por encima con su cuatro por cuatro. Supongo que la juzgarán un día de estos, pero la verdad es que a mí ya me da igual. Morí instantáneamente, por lo que mi testamento vital no deja de ser una curiosidad de uno de tantos individuos excéntricos que vivieron alguna vez en Murcia.

Me llevaron directamente a la Morgue, en cuanto el juez forense se presentó. Luego llevaron a mi nieto Benjamín, que lleva tres años estudiando quinto de medicina, para que reconociera lo que quedaba de mí. La verdad es que se portó muy bien, el muchacho. No quiso que su madre me viera, pues la verdad es que estaba bastante roto. Cuando me llevaron al tanatorio, se encargó de contratar al mejor funerario para que me hiciera un trabajo fino, y hasta él mismo me dio alguna que otra puntada para que se me viera de forma presentable. Nunca he sido demasiado guapo, aunque mi madre, mi esposa y alguna que otra persona seguro que me contradiría si me escuchase ahora. Pero no era una belleza física. Tampoco fui horrible. No en las facciones. Pero según el humor, a veces me diría mi esposa durante nuestro largo cautiverio, digo matrimonio, que adoptaba yo una expresión que les daba miedo a ella y a mis hijos. En otros momentos era yo la persona más hermosa del mundo. Eso nunca me lo dijo mi hija, aunque yo a ella sí que se lo decía, pero me lo decía mi esposa, mis nietas y alguna que otra vecina. Pero bromistas los ha habido siempre, hasta dentro de mi familia, y en mi edificio, sin ir más lejos. Por supuesto, no, no me he visto nunca ni guapo ni feo, ni terrible ni cachondeable. Pero algo me veía. No como ahora, que no me veo ni en el espejo.

 Mi hija Selene fue la que más sufrió. Supongo que fue por el recuerdo de las discusiones que tuvo durante su vida conmigo. Discutía por todo. Que si yo era un machista, que si así no son las cosas, que si soy un maleducado, que si soy un fascista, y un largo etcétera de tonterías por las que discutía conmigo en sus primeros treinta años de vida. Luego empezó a tener niños, y se dejó de tantas tonterías, pero me quería colocar a los tiernos retoños para irse a trabajar. Yo, la verdad, casi siempre tenía cosas importantes que hacer fuera de mi villa y plaza, pero en las ocasiones en que me pilló desocupado me las ingeniaba para sacar de paseo a los niños, y los traía reventadicos de los paseos, y luego me reñía.

 En cambio mi hijo Servando se lo tomó con bastante más estoicismo. Él sabía que algún día iba a verse huérfano de padre. Pero le prometí que iría a su jubilación, al igual que él había ido a la mía, y cumplí mi palabra. Su mujer, Marinieves, lloraba como una magdalena. Me quería más de lo que yo pensaba. Yo también le tenía mucho cariño. Llegó a la familia cuando mi hijo ya era mayorcito, y se casó en segundas nupcias.

 Mis nietas, Leticia, Marisa, Amelia e Isabel, aún en edad de merecer, aunque casadas las dos primeras, me dieron la llantina durante todo el sepelio. Las pobres. Yo las quería y les traía chorradas de mis viajes por el extranjero. Sobre todo cuando iba con el coche, que era más fácil: las metía en el maletero y ya estaba. Pero lloraban de verdad. Se nota que me querían. Y yo las quería a ellas, diablos.

 Durante la noche pasó mucha gente a verme. Desfilaban de dos en dos, a veces aparecía uno despistado. Se me quedaban mirando, se decían algo grave el uno al otro, y luego desaparecían. Las mujeres eran más reacias a verme. Mi suegra, no obstante, cuando se quedó sola allí, en un momento en que mi cuñada se fue a hacer pis, y mi esposa dormía, en el sillón de al lado, se levantó, y entró en el lugar en que yo estaba, a pocos grados de temperatura para que no oliese antes de tiempo. Se me acercó hasta verme desde dos o tres centímetros. Y me besó en la frente. Y me habló:

 —Tramposo. Al final te fuiste antes que yo. Me podías haber esperado.

 Y se le caían las lágrimas por las mejillas. Me contó muchas cosas que había pensado de mí mientras vivimos juntos, porque ella vivía en el piso de enfrente al nuestro, a dos metros de distancia. Muchas de esas cosas no eran pronunciables, claro. Pero ahora que ya no podía contestarle, me las contaba. El resumen era que me quería mucho, y que no le entraba en la cabeza que yo me hubiera muerto antes que ella. Claro, ella comprendía que no me había ido por mi propia voluntad. Cuando se sintió fatigada, se dio la vuelta, y salió del mortuorio, y fue hacia donde estaban sus hijas. Su hija Selene había vuelto hacía un rato y había visto parte de la escena, y estaba llorando en silencio. También había venido su marido, Mauricio.

Algunos de mis deudos me querían incinerar, y puesto que yo no había dejado dicho nada al respecto, ambas facciones esgrimieron sus argumentos. Pero al final se impuso el criterio de mi esposa y su madre, mi suegra, que decían que yo estaría para siempre con ellas, en el Cementerio de Murcia. Allí me llevarían flores mientras ellas pudieran. Ya me las llevarían luego futuras generaciones. O se olvidarían todos de ello. Y, en el fondo, a mí me daría igual.

 Pero el cementerio era un lugar solitario y frío, a pesar de la agradable temperatura de la primavera del 2040. A pesar de haber llevado una vida atea desde hacía muchos decenios, se dijo una oración en el cementerio por el eterno descanso de mi alma. Jo, parecía que no querían que volviera a visitarles, ni en sueños. Luego metieron el ataúd, con lo que quedaba de mí, en un nicho, y lo cerraron con una lápida y yeso. Y al final se fueron todos, muchos de ellos llorando. Yo no lo entendía, pues fuera de mi familia, no conocía a ninguno de ellos. Eran amigos de mis hijos. Algunos de ellos habían frecuentado mi casa durante muchos años, y habían tenido alguna que otra discusión filosófica o histórica conmigo3.

Pero después iba a ir viendo cuán sinceros eran todos ellos. Poco a poco fueron saliendo del cementerio, siendo los últimos mis hijos, mi esposa y mi suegra, que no se quería ir de allí. Pero al final se la llevaron. Y me quedé solo, mirando como abandonaban el cementerio, cómo los empleados cerraban las puertas, y se instalaba el silencio en el lugar. La noche fue cayendo poco a poco. En mi primera noche allí yo pensaba que iba a ver algo de movimiento. No creía ser el único muerto del día, y la calle en que me habían enterrado había tumbas recientemente utilizadas. Allí había más gente. Pero no vi a nadie. “Es curioso”, pensé, “debo ser el único muerto vivo en todo el cementerio”.

Cuando me cansé de estar esperando a que ocurriera algo, pero sin que nada ocurriera, me fui del cementerio. No sé cómo, pero me bastó pensar en mi casa para encontrarme allí. Allí eran todo caras largas. Mis hijos se quedaron esa noche en casa, como cuando estaban solteros. Acompañaron a mi ex4 y a su madre, le dieron conversación. Servando le dijo que no se preocupara, que se ocuparía él de todo el papeleo. Selene estuvo muy cariñosa con las dos viejecitas entrañables, grupo en el que ella misma empezaba a estar, también. Ella se jubilaría ese mismo año.

 Estuvieron casi toda la noche charlando de lo buen padre y marido, e incluso yerno, había sido yo. “Broncas aparte”, pensé.

 Pero la vida sigue igual. Recordé la sabiduría de mi tío Prudencio, cuando viniendo de enterrar a su madre, me dijo frente a una cervecería: “Ángel, el muerto al hoyo, y el vivo al bollo. Anda, vamos a tomarnos una cerveza”.

 NOTAS.-

1Moverme sin ayuda de otras personas o máquinas.

 2Artículo 853.

 3Andando el tiempo me enteraría de que mis libros se habían leído más de lo que yo creía. Muchos de mis llorosos acompañantes habían sido fieles lectores de mis libros. Muchos incluso habían puesto a sus hijos los nombres de Ambrosio o Elsa, en memoria de los personajes de mi Ópera Prima, El amo de casa.

 4Bueno, tengo toda una eternidad para acostumbrarme a eso, pues era mi esposa hasta que la muerte nos separó. Pero sesenta y dos años años llamándola amada esposa son muchos para que ahora, a los dos días la llame ex.

La saga del Padre Nuestro.Where stories live. Discover now