Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo.

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¡Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!

 El verdugo ajustó la rueda un poco más, y el tirón sobre las extremidades de aquella desgraciada se incrementó. Un alarido desgarrador atravesó los gruesos muros de piedra de aquella cárcel.

 —Confiesa, hija mía, tus pactos con el demonio, y dejaremos de darte tormento.

 —¡No!—, dijo ella con un hilo demencial de voz.

 —¿Qué dices?—, dijo el fraile acercando su oreja a la boca de aquella desgraciada.

 —Que no sé nada del diablo—, dijo entre sollozos y a punto de desvanecerse.

 El fraile miró al verdugo, y negó con la cabeza.

 —Afloja, afloja la tensión, hermano. Me da lástima esta pobrecilla. Va a morir sin hacer cristiana confesión. Y va a ir al infierno. ¡Madre del amor hermoso! No lo quiera Dios.

 El verdugo tenía la mirada inescrutable. Desde pequeño le habían educado a obedecer sin plantearse nada. Le daba pena aquella joven de veinte años, pero en el estado en que estaba era mejor que muriera. Tenía las piernas y los brazos rotos, y estaba sujeta al potro de la tortura. Tiraban de ellos sendas cuerdas atadas a un cilindro solidario con una rueda con salientes de madera, de la que tiraba él a indicación del fraile. Tenía ganas de que el religioso saliera de la cámara de tortura para asfixiar a la campesina y así al menos dejase de sufrir. Pero no se atrevía a hacerlo ante el hombre de Dios, pues tenía miedo de que le acusaran a él de estar en connivencia con el demonio, y le pusieran a él mismo en el potro. Seguro que encontrarían a alguien deseoso de hacer el trabajo para ellos. Él mismo había celebrado el día en que había conseguido el puesto de verdugo. No tenía que madrugar ni hacer trabajo pesado. De hecho no trabajaba casi nunca. Pero cuando aparecía algún inquisidor, siempre le llamaban para conseguir una confesión. Y la gente acababa confesando. El ser humano no resistía el dolor. Ni las amenazas de pasar toda la vida eterna en el infierno con el diablo y sus desagradables acompañantes en un entorno horrible. Pero aquella muchacha debía estar loca: había aguantado que le arrancasen todas las uñas, que le partiesen los dedos, los brazos, las piernas, y no le habían arrancado la lengua porque aún este hombre bendito esperaba que ella confesase su crimen, sus acuerdos con El Maligno.

 El fraile de nuevo miró a la muchacha, que yacía desnuda y cubierta de sangre en el potro de tortura, con una mirada compasiva. Le acarició el rostro, y le dijo con un tono tan paternal como podía, dadas las circunstancias:

 —Hija, no te empeñes más. Ya que no te podemos salvar el cuerpo, deja que al menos salvemos tu alma.

 Ella callaba, respirando pesadamente. Tenía la mirada extraviada, como de loca.

 —Yo te maldigo, fraile del demonio. Desde el cielo veré cómo ardes en el infierno.

 —¡Jesús, Jesús, cómo blasfema! Verdugo, ¡aprieta!

 La pobre muchacha dio un alarido tan grande que le puso la piel de gallina al curtido verdugo. Había dado tormento a mucha gente, pero todos se habían derrumbado mucho antes de llegar a donde había llegado esta cabrera. Pero ella miraba, entre alarido y grito, al fraile con un desprecio y una ira que parecía que era ella quien daba tormento al hombre de la iglesia.

 En ese momento se abrió la puerta, y entró el Padre Ambrosio, un franciscano, que al ver la escena se volvió pálido como el pergamino joven, y gritó:

 —¡Alto! ¡Cese este tormento! ¡Traigo una orden para liberar a la prisionera! Han confesado los auténticos hechiceros. La acusación se ha demostrado falsa.

 El fraile dominico miró con incredulidad al franciscano, pero allí estaba la firma del obispo ordenando soltar a la prisionera.

 Los guardias se llevaron al dominico, y el verdugo desató a la pobre cabrera.

El franciscano, amante de los animales, de las florecillas del bosque y sobre todo de los seres humanos, hijos de Dios, miró a la pobre mujer, y lloró.

 —¿Qué te han hecho, muchacha?

 —Padre.., confesión—, musitó la pobrecilla.

 —Si, hija. ¿De qué te acusas?

 —Padre—, dijo ella entre sollozos y gritos de dolor, —he pecado gravemente. He tenido comercio carnal con varios mozos del pueblo.

 —¿Sebastián y Pedro?

 —No, padre, con esos no quise.

 Comprendió Fray Ambrosio los fallos del sistema, pues esos habían sido los denunciantes anónimos.

 —Hija mía, Dios te quiere. Ego absolvo pecatus tuis—, dijo el buen fraile mientras dibujaba la señal de la cruz en el aire sobre la muchacha. —Dios te perdona, mujer. Vete y no peques más.

 Pero fue el fraile el que se fue, embargado por el dolor y la rabia. Una mujer que se adivinaba guapa y joven estaba a punto de morir entre grandes sufrimientos por culpa de la falsa denuncia de dos malhechores.

 Y allí quedaron solos, frente a frente, el verdugo y su víctima. El pobre hombre no olvidaría nunca lo que había sucedido. Ni lo que aún quedaba por suceder. Antes de salir, desde el dintel de la puerta, el fraile se había vuelto y había mirado al verdugo. Este, a través de sus lágrimas, vio como el hombre santo asentía con la cabeza. Y se marchaba. No quería saber nada.

 El verdugo se acercó a la muchacha, y le dijo:

 —Perdóname, mujer. Yo no lo quería hacer. Pero era mi deber. Aunque no lo puedas comprender. Sé que no me puedes ver. Sé que tu aprobación jamás llegaré a merecer. Ni mujer tan valiente como tú podré tener. Ni a tu lado un ser ruin como yo puede caber. Pero el mejor acto de mi vida este puede ser...

 Y alli mismo, tiernamente, cogió la cabeza de aquella mujer joven, que ya no se quejaba porque fuerzas no le quedaban. Acercó sus labios a su frente, y le dio un beso con respeto, despacio, como si fuera una virgen y él su más ferviente devoto.

 —Saluda a Dios de mi parte, mi niña. Ruega a la Virgen Nuestra Señora por mi alma.

 Y de repente, con un gesto experto, torció la cabeza de ella rápida y fuertemente hacia un lado con sus dos fuertes manos. Se oyó un crujido, y la mujer dejó de respirar: había muerto. Y el hombre lloró. Lloró porque lo único bueno que había hecho en su vida había sido matar a sangre fría a una inocente para que no sufriera más. Como si fuera un perro. O un caballo. Para ahorrarle sufrimientos. Sin ese gesto de clemencia habría muerto, pero no igualmente, sino entre atroces sufrimientos al día siguiente, puede que a los dos días. Victima de la gangrena, de fiebre o de tos. Pero sufriendo horriblemente. Y posiblemente renegando de Dios. Había salvado su alma, ya que no pudo evitar condenar su cuerpo. Él asumiría su pecado mortal. Y la acusación de su conciencia el resto de su vida. Por su cobardía.

 El verdugo desató todos los miembros de la chica. Lio el cadáver dentro de una sábana, y lo llevó al patio. Allí hizo una hoguera, una gran hoguera con abundante leña seca. Puso el cadáver dentro, y se quedó junto a él mientras ardía, musitando una oración tras otra, por el eterno descanso de su alma. Cuando no quedaba nada de la madera ni del cuerpo de la muchacha, recogió las cenizas que quedaban, y las metió en un hato. Al día siguiente se fue al campo, y allí las aventó entre los árboles. En el lugar en que él y otros habían gozado de las gracias de Sandra, la cabrera. Cuyo único delito había sido decir que no. Pero ya era libre. Ojalá él hubiera sido tan valiente como ella. Ojalá hubiese podido alguna vez decir que no. Porque decir que no era ser libre. Sobre todo en el Medievo.

 Murcia, a 27 de marzo de 2012

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