Capítulo 12. Cartago

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Aparcó junto al cadalso donde esperaba el pregonero y dejó una columna de periódicos, con ayuda de un mozo que iba montado en el pescante trasero. En el interior se podían ver los compartimentos llenos de cartas, justo antes de que la cochera cerrara la puerta y saliera escopetada en un abrir y cerrar de ojos.

El pregonero recogió un periódico de la pila y lo alzó con energía mientras los viandantes se congregaban a su alrededor para escuchar.

—¡Extra! ¡Extra! ¡Xantana Asís usurpa el trono del Metal a su propio padre y lo envenena en el banquete de su investidura mientras comen pato a la naranja! Se rumorea que el cuerpo de Maalouf acabó azul como un arándano y todavía se encuentra en paradero desconocido. Además, la avaricia hace que Xantana se gaste toda la fortuna del Regio Banco del Metal en caballos de desfile y prostitutas. ¿Hasta dónde llegará la monstruosidad de las familias Señoriales? —vociferó el pregonero. Los ciudadanos se arremolinaban en torno a la pila de periódicos con curiosidad, pero sin apenas coger alguno—. Solo nuestro venerable regidor de la Tierra, Aneil Selva, mantiene la honradez y la diplomacia dignas de su posición. Nuestro Señor ha fijado el precio de las hortalizas de regadío cero punto siete carpes más alto para compensar las pérdidas de cosecha, y ha adecuado el ancho de la vía de entrada a Kaifeng para carros de tamaño superior a las sillas de posta. Agradezcamos su profunda amabilidad y arrodillémonos ante la benevolencia de su Corte. También se recuerda que la introducción y venta de huevos y otros productos animales dentro del Señorío, a excepción de las principales ciudades exportadoras, será perseguida y juzgada con la máxima penalización: de cese de su profesión hasta 20 arrobas, de pena de cárcel hasta 60 arrobas y de exilio a tierra hostil para mayor cantidad.

Sadira bufó. Se notaba que estaba de mal humor.

—Ni abras el morro —advirtió a su compañero. Y continuó el trayecto por su lado de la calzada hasta que dejó de escuchar al pregonero.

Entre la multitud también se distinguían habitantes del Señorío del Mar por tener un ancla tatuado en el dorso de la mano. Tonatiuh jamás los había visto porque él vivía en el interior del continente, pero le parecieron gente muy atractiva y misteriosa. Los hombres iban maquillados con raya de ojo y vestidos con jubones ceñidos que les marcaban todos y cada uno de los músculos, siempre enclavados en poses refinadas y resueltas, mientras que las mujeres tenían el pelo recogido, trajes sobrios y andares rudos y fieros. Les llamaban "los lilas" porque solían moverse en grupos del mismo sexo, tal y como Tonatiuh había escuchado, y se ubicaban en las calles y muelles para ofertar viajes en barco a los comerciantes. Una de las cosas que más demandaban para su propio Señorío era papel, hecho de fibra de algodón, lino o esparto, y que utilizaban para hacer libros en las escuelas del Mar.

Ascendieron hacia la parte alta de la ciudad por un callejón en rampa que habían recubierto de serrín para que los caballos no se resbalaran. Por el camino, un ciudadano le reconoció gracias al retrato que habían divulgado en los periódicos.

—¿Podéis firmarme una autografía? —suplicó, tendiéndole un trozo de papel mugroso y amarillento—. He escuchado que un niño consiguió una y la vendió en Madrid por doscientos carpes.

Se la acabó firmando a tres personas diferentes a lo largo del día. A Tonatiuh no le importaba, pero se dio cuenta de que a partir de ahora tendría que cubrirse con la capucha si quería pasar desapercibido.

Atravesaron la ciudad sin cansarse de mirar a las alturas. El musgo cubría los peñones sobresalientes y permitía la existencia de palmeras y otras plantas salinas, solitarias y resistentes como fierecillas. Pocas plantas podían soportar un suelo sin tierra que estaba excavado sobre el propio acantilado, excepto aquellas que estaban plantadas en parterres artificiales y las que se iban colando por las grietas de la piedra misma, disolviéndola y absorbiendo la nebulosa de agua que desprendían las olas al chocar contra el acantilado.

Relatos del barroWhere stories live. Discover now