capitulo 1

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VOLUMEN III


A mi vuelta a Ginebra pasaron muchos días y muchas semanas sin que encontrara en mí valor suficiente para reemprender mi trabajo. Temía la venganza del ser demoníaco si lo defraudaba, pero lograba vencer la repugnancia que me inspiraba la tarea que me había impuesto. Me di cuenta de que no podía crear una hembra sin de nuevo dedicar varios meses al estudio profundo y a laboriosos experimentos. Tenía conoci- miento de ciertos descubrimientos llevados a cabo por un científico inglés, cuyas experiencias me serían valiosas, y a veces pensaba en solicitar per- miso de mi padre para ir a Inglaterra con este fin; pero me aferraba a cualquier pretexto para no interrumpir la incipiente tranquilidad que empezaba a sentir. Mi salud, muy debilitada hasta el momento, comen- zaba ahora a fortalecerse, y mi estado de ánimo, cuando el triste recuerdo de la promesa hecha no lo empañaba, se elevaba bastante. Mi padre observaba con agrado esta mejoría, y se afanaba por buscar la mejor forma de borrar por completo la melancolía, que de vez en cuando me retornaba y ensombrecía tenazmente la tenue luz que intentaba abrirse paso en mí. Entonces buscaba refugio en la más absoluta soledad; pasaba días enteros en el lago, tumbado en una barca, silencioso e indolente mirando las nubes y escuchando el murmullo de las olas. El aire puro y el sol brillante solían devolverme, al menos en parte, la compostura; y, a mi regreso, respondía a los saludos de mis amigos con la sonrisa más presta y el corazón más ligero.

Fue a la vuelta de una de estas salidas cuando mi padre, llamándome aparte, me dijo:

Me satisface mucho, hijo, que vuelvas a tus antiguas distracciones y a ser el mismo de antes. Sin embargo, sigues triste y aún esquivas nuestra com- pañía. Durante algún tiempo he estado muy desorientado acerca de cuál podría ser la razón de esto; pero ayer tuve una idea, y te ruego que, si estoy en lo cierto, me la confirmes.

Cualquier reserva a este respecto no sólo sería injustificada, sino que aumentaría nuestras preocupaciones.

Al oír estas palabras me puse a temblar, pero mi padre continuó:


–Te confieso, hijo, que siempre he deseado tu matrimonio con tu prima, considerándolo el centro de nuestra felicidad doméstica y el báculo de mis postreros años. Os habéis sentido muy unidos desde niños; estudia- bais juntos, y parecíais, por gustos y aficiones, idóneos el uno al otro. Pero somos tan ciegos los humanos, que las cosas que yo consideraba favorables a este proyecto quizá hayan sido precisamente las que lo hayan destruido por completo. Puede que tú la consideres como una hermana, y no tengas ningún deseo de que se convierta en tu esposa. Es incluso posible que hayas conocido a otra mujer a la cual ames y que, considerándote ligado a tu prima por razones de honor, te debatas en una lucha que ocasiona la visible tristeza que te aflige.

Querido padre, tranquilízate. Te aseguro que amo a Elizabeth tierna y profundamente. No he conocido a ninguna mujer que me inspire, como ella, tanta admiración y afecto. Mis esperanzas y deseos para el futuro se fundan en la perspectiva de nuestra unión.

–Tus palabras, querido Víctor, me producen una alegría que no experimen- taba hacía mucho tiempo. Si esto es lo que sientes, nuestra felicidad está asegurada, por mucho que sucesos recientes puedan entristecernos.

Frankenstein- Mary Shelley (completa )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora