La Sustituta

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Juliet necesitaba angustiosamente ir al baño. Era increíble, en todo el aparcamiento de la universidad no había ni una sola plaza disponible. Llegaba tarde y su vejiga la obligaba a retorcerse cómicamente mientras buscaba un hueco donde aparcar su beetle amarillo.
No era habitual en ella, nunca infringía las normas ni tan solo soltaba tacos, pero lo último que quería era llegar tarde el primer día como sustituta, así que, solo por una vez, aparcó en la plaza reservada para discapacitados. Solo por una vez.
Salió del vehículo apresuradamente, cargó con los cuatro volúmenes de química orgánica avanzada y se dirigió hacia el edificio 3B mientras el remordimiento de haber quebrantado una norma la inquietaba.
El sol matutino se colaba entre las ramas de los árboles del campus. Eran las ocho y treinta tres. No pasa nada, pensó, solo ha sido una vez. Entonces, mientras subía los últimos peldaños de aquellas centenarias escaleras la vio. Junto a al pasillo principal del edificio 3B, iluminado tenuemente por unos fluorescentes amarillentos, había una anciana sombría y de piel estriada, sentada en una silla de ruedas. Observaba enojada el coche de Juliet. Lo siento, lo siento, dijo Juliet en voz baja apartando la mirada de aquellos ojos blanquecinos y tenebrosos que le aterraron. No podía volver atrás y corregir su infracción, su vejiga era como una bomba de relojería en sus últimos segundos.
Se adentró en el pasillo y buscó desesperadamente la señal que indicaba la puerta de los lavabos, corrió hacia ellos. Los pocos metros de distancia se le hicieron eternos, como si hubiera atravesado un campo de futbol.
Entró en el baño, el olor a lejía barata al toque de limón era bastante desagradable. Escogió al azar uno de los retretes, no había tiempo para elegir el más limpio. Cerró la puerta, dejó los libros en el suelo y se liberó exhalando con un suspiro interminable.
Un chirrido desconcertante la distrajo de su alivio, alguien más había entrado en el lavabo. Por el sonido dedujo que era la vieja de mirada perdida de la silla de ruedas. Lo siento, dijo Juliet mientras se apremiaba a subirse los pantalones. La silla continuó rechinando hasta que se detuvo justo enfrente de su puerta. Juliet podía ver la sombra a través del hueco inferior de la puerta. Asustada comprobó que el cerrojo estuviera bien cerrado y retrocedió alejándose de la puerta. La anciana empezó a tambalearse y se balanceó con fuerza hasta que la silla se tumbó y su envejecido cuerpo cayó al suelo. Juliet se sobrecogió, solo había sido una vez, solo un pecado, merezco otra oportunidad, pensó mientras acariciaba la pequeña cruz que colgaba de su cuello.
La vieja, ataviada con unas ropas negras y deshilachadas, avanzó hacia Juliet arrastrándose por el suelo colándose bajo la puerta. Juliet, temblorosa y aterrorizada subió al retrete y gritó con todas sus fuerzas.
Se hizo la oscuridad.
Unos brazos fuertes la cogieron por los hombros y la levantaron del suelo. Se sintió extraña, fatigada y sin aliento. Sus manos y piernas temblaban de forma exagerada y tenía dolores que no reconocía. Los dos hombres que la sostenían, la sentaron en aquella vieja silla de ruedas chirriante. A su alrededor decenas de ojos de estudiantes la observaban compadeciéndose de ella. Y al fondo vio como la anciana se alejaba con sus caderas de veinteañera.
— ¡Mi cuerpo, mi cuerpo! —balbuceó Juliet atrapada en aquel cuerpo tan desagradable y repugnante.
— Tranquila mamá, te has caído, enseguida llegará la ambulancia —le dijo el rector Kinney mientras le cogía la mano.
La sacaron al pasillo. Juliet miró su anciana piel entumecida y agrietada. La impotencia y la rabia ajetreaban a su nuevo y débil corazón. Quizás... yo también podría... pensó acercándose a una muchacha que increpaba a una profesora. 

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