Capítulo 6. Madrid

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—¿De dónde venís?

—De Daganzo, una aldea a dos hora de acá —respondió otro al pasar por su lado, metiendo la cabeza entre los hombros como una paloma.

El guardia cogió una manzana de una carretilla, la frotó contra su ropa para quitarle el polvo y la mordió con un sonido fresco, esponjoso. Luego se plantó frente al penúltimo agricultor con gesto arisco, que tenía los ojillos hundidos en una enorme cara de cerdito y un sombrero de palma trenzada librándole del sol.

—Vos. —Los salivazos de manzana salieron impactados contra su cara como una llovizna—. ¿Cómo tenéis tanta suerte de llevar solo paja cuando tus compañeros llevan fácilmente setenta kilogramos de peso?

—Oh. También llevo cántaros aquí debajo —se apresuró a explicar, levantando la enorme alpaca y mostrando la hilera de recipientes de barro que había debajo, cuidadosamente encajados.

—Una persona de mala fe diría que pareciese que iban escondidos —insinuó el guardia.

—¡Para nada, señor! Van debajo porque la paja evita que se acerquen las moscas y ayuda a mantener la temperatura.

Agachó la cabeza con respeto, mientras su compañero cambiaba el peso de una pierna a otra con impaciencia y decía:

—Venga, zeñó, dejarlo pazá que van a quitarno todo lo viaje.

—¿Qué hay dentro? —insistió el guardia, mirando a los ojos al cerdito asustado.

—Mermelá de dátil —aseguró el campesino—. Recién traída de los oasis de la frontera.

—¿Seguro?

—Lo juro por los jarreos de marzo, señor.

El guardia se inclinó sobre un recipiente, retiró el tapón y olisqueó la boquilla, pero solo percibía el fuerte aroma de la paja fermentándose con el calor.

—¡Nil! —Llamó hacia la distancia, al compañero que hacía guardia en el portón con cara de aburrimiento—. Venid a probar esto, por favor.

El símbolo del fémur que tenía bordado en el uniforme indicaba que se trataba de un soldado de la Sal, que había sido destinado a tierra hostil para trabajar de catador. El extranjero se posicionó junto al guardia con expresión de profunda calma, observando el panorama con los párpados a medio levantar y un aire de absoluta profesionalidad. Extrajo una varilla de madera del cinturón y la introdujo en el primer cántaro. Salió anaranjada y brillante como una lágrima de ámbar. Se la llevó a la boca.

—Mermelada de dátil —informó.

—¿Lo veis? —insistió el dueño de la carreta—. Dejadme entrar, por favó, que tenemos que estar de vuelta al pueblo antes del anochecer.

El guardia sacó el tapón del siguiente recipiente a modo de respuesta. Nil metió la varilla de nuevo y se la llevó a la boca.

—Mermelada de dátil.

Retiró el siguiente tapón. El dueño de la carreta frunció el ceño y se cruzó de brazos con irritación.

—Y además, ¿qué pasa porque alguien entre miel a la plaza? ¿Que no es esta una ciudá para revender cargas?

—Mermelada de dátil.

—La ciudad puede ser lo que sea —espetó el guardia—, pero vos sois ciudadano de la Tierra y la regla es clara. No miel, no huevos, no leche.

—Uy —interrumpió el catador de la Sal, paladeando la varilla—. Pues esto sí es miel.

Tras un momento de tenso silencio, el guardia se giró hacia el campesino con las gruesas venas marcándose en su cuello y le cogió de la muñeca con rabia. En el dorso de la mano estaba el símbolo en forma de espiga propio de los ciudadanos de la Tierra.

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