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Cinco pequeños brincos y luego un gran salto.
Cinco petardos y luego una explosión.
Eso describe poco más o menos la génesis de Fahrenheit 451.
Cinco cuentos cortos, escritos durante un período de dos o tres años, hicieron que invirtiera nueve dólares y medio en monedas de diez centavos en alquilar una máquina de escribir en el sótano de una biblioteca, y acabara la novela corta en sólo nueve días.
¿Cómo es eso?
Primero, los saltitos, los petardos:
En un cuento corto, « Bonfire» , que nunca vendí a ninguna revista, imaginé los pensamientos literarios de un hombre en la noche anterior al fin del mundo. Escribí unos cuantos relatos parecidos hace unos cuarenta y cinco años, no como una predicción, sino como una advertencia, en ocasiones demasiado insistente. En « Bonfire» , mi héroe enumera sus grandes pasiones. Algunas dicen así:
« Lo que más molestaba a William Peterson era Shakespeare y Platón y
Aristóteles y Jonathan Swift y William. Faulkner, y los poemas de, bueno, Robert Frost, quizá, y John Donne y Robert Herrick. Todos arrojados a la Hoguera. Después imaginó las cenizas (porque en eso se convertirían). Pensó en las esculturas colosales de Michelangelo, y en el Greco y Renoir y en tantos otros. Mañana estarían todos muertos, Shakespeare y Frost junto con HuxIey, Picasso, Swift y Beethoven, toda aquella extraordinaria biblioteca y el bastante común propietario…» .
No mucho después de « Bonfire» escribí un cuento más imaginativo, pienso, sobre el futuro próximo, « Bright Phoenix» : el patriota fanático local amenaza al bibliotecario del pueblo a propósito de unos cuantos miles de libros condenados a la hoguera. Cuando los incendiarios llegan para rociar los volúmenes con queroseno, el bibliotecario los invita a entrar, y en lugar de defenderse, utiliza contra ellos armas bastante sutiles y absolutamente obvias. Mientras recorremos la biblioteca y encontramos a los lectores que la habitan, se hace evidente que detrás de los ojos y entre las orejas de todos hay más de lo que podría imaginarse. Mientras quema los libros en el césped del jardín de la biblioteca, el Censor Jefe toma café con el bibliotecario del pueblo y habla con un camarero del bar de enfrente, que viene trayendo una jarra de humeante café. —Hola, Keats —dije.
—Tiempo de brumas y frustración madura —dijo el camarero.
—¿Keats? —dijo el Censor jefe—. ¡No se llama Keats!
—Estúpido —dije—. Éste es un restaurante griego. ¿No es así, Platón?
El camarero volvió a llenarme la taza.
—El pueblo tiene siempre algún campeón, a quien enaltece por encima de todo… Ésta y no otra es la raíz de la que nace un tirano; al principio es un protector.
Y más tarde, al salir del restaurante, Barnes tropezó con un anciano que casi cayó al suelo. Lo agarré del brazo. —Profesor Einstein —dije yo.
—Señor Shakespeare —dijo él.
Y cuando la biblioteca cierra y un hombre alto sale de allí, digo:
—Buenas noches, señor Lincoln… Y él contesta:
—Cuatro docenas y siete años…
El fanático incendiario de libros se da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros memorizándolos. ¡Hay libros por todas partes, escondidos en la cabeza de la gente! El hombre se vuelve loco, y la historia termina.
Para ser seguida por otras historias similares: « The Exiles» , que trata de los personajes de los libros de Oz y Tarzán y Alicia, y de los personajes de los extraños cuentos escritos por Hawthorne y Poe, exiliados todos en Marte; uno por uno estos fantasmas se desvanecen y vuelan hacia una muerte definitiva cuando en la Tierra arden los últimos libros.
En « Usher H» mi héroe reúne en una casa de Marte a todos los incendiarios de libros, esas almas tristes que creen que la fantasía es perjudicial para la mente. Los hace bailar en el baile de disfraces de la Muerte Roja, y los ahoga a todos en una laguna negra, mientras la Segunda Casa Usher se hunde en un abismo insondable.
Ahora el quinto brinco antes del gran salto.
Hace unos cuarenta y dos años, año más o año menos, un escritor amigo mío y yo íbamos paseando y charlando por Wilshire, Los Angeles, cuando un coche de policía se detuvo y un agente salió y nos preguntó qué estábamos haciendo.
—Poniendo un pie delante del otro —le contesté, sabihondo.
Ésa no era la respuesta apropiada.
El policía repitió la pregunta.
Engreído, respondí:
—Respirando el aire, hablando, conversando, paseando.
El oficial frunció el ceño. Me expliqué.
—Es ilógico que nos haya abordado. Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda, habríamos conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos habríamos ido en coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo nuestros pies.
—¿Paseando, eh? —dijo el oficial—. ¿Sólo paseando?
Asentí y esperé a que la evidente verdad le entrara al fin en la cabeza.
—Bien —dijo el oficial—. Pero ¡qué no se repita!
Y el coche patrulla se alejó.
Atrapado por este encuentro al estilo de Alicia en el País de las Maravillas, corrí a casa a escribir « El peatón» que hablaba de un tiempo futuro en el que estaba prohibido caminar, y los peatones eran tratados como criminales. El relato fue rechazado por todas las revistas del país y acabó en el Reporter la espléndida revista política de Max Ascoli.
Doy gracias a Dios por el encuentro con el coche patrulla, la curiosa pregunta, mis respuestas estúpidas, porque si no hubiera escrito « El peatón» no habría podido sacar a mi criminal paseante nocturno para otro trabajo en la ciudad, unos meses más tarde.
Cuando lo hice, lo que empezó como una prueba de asociación de palabras o ideas se convirtió en una novela de 25 000 palabras titulada « The Fireman» , que me costó mucho vender, pues era la época del Comité de Investigaciones de Actividades Antiamericanas, aunque mucho antes de que Joseph McCarthy saliera a escena con Bobby Kermedy al alcance de la mano para organizar nuevas pesquisas.
En la sala de mecanografía, en el sótano de la biblioteca, gasté la fortuna de nueve dólares y medio en monedas de diez centavos; compré tiempo y espacio junto con una docena de estudiantes sentados ante otras tantas máquinas de escribir.
Era relativamente pobre en 1950 y no podía permitirme una oficina. Un mediodía, vagabundeando por el campus de la UCLA, me llegó el sonido de un tecleo desde las profundidades y fui a investigar. Con un grito de alegría descubrí que, en efecto, había una sala de mecanografía con máquinas de escribir de alquiler donde por diez centavos la media hora uno podía sentarse y crear sin necesidad de tener una oficina decente.
Me senté y tres horas después advertí que me había atrapado una idea, pequeña al principio pero de proporciones gigantescas hacia el final. El concepto era tan absorbente que esa tarde me fue difícil salir del sótano de la biblioteca y tomar el autobús de vuelta a la realidad: mi casa, mi mujer y nuestra pequeña hija.
No puedo explicarles qué excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr escaleras arriba para ir a buscar más monedas, meterse entre los estantes y volver a salir a toda prisa, sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros, que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con el sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra allá, que metería o embutiría en mi mito en gestación. Yo estaba, como el héroe de Melville, enloquecido por la locura. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las puntas de los dedos.
Fue un triunfo especial porque yo llevaba escribiendo relatos cortos desde los doce años, en el colegio y después, pensando siempre que quizá nunca me atrevería a saltar al abismo de una novela. Aquí, pues, estaba mi primer intento de salto, sin paracaídas, a una nueva forma. Con un entusiasmo desmedido a causa de mis carreras por la biblioteca, oliendo las encuadernaciones y saboreando las tintas, pronto descubrí, como he explicado antes, que nadie quería « The Fireman» . Fue rechazado por todas las revistas y finalmente fue publicado por la revista Galaxy, cuyo editor, Horace Gold, era más valiente que la mayoría en aquellos tiempos.
¿Qué despertó mi inspiración? ¿Fue necesario todo un sistema de raíces de influencia, sí, que me impulsaran a tirarme de cabeza a la máquina de escribir y a salir chorreando de hipérboles, metáforas y símiles sobre fuego, imprentas y papiros?
Por supuesto: Hitler había quemado libros en Alemania en 1934, y se hablaba de los cerilleros y yesqueros de Stalin. Y además, mucho antes, hubo una caza de brujas en Salem en 1680, en la que mi diez veces tatarabuela Mary Bradbury fue condenada pero escapó a la hoguera. Y sobre todo fue mi formación romántica en la mitología romana, griega y egipcia, que empezó cuando yo tenía tres años. Sí, cuando yo tenía tres años, tres, sacaron a Tut de su tumba y lo mostraron en el suplemento semanal de los periódicos envuelto en toda una panoplia de oro, ¡y me pregunté qué sería aquello y se lo pregunté a mis padres!
De modo que era inevitable que acabara oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la biblioteca de Alejandría; dos accidentales, y el otro intencionado. Tenía nueve años cuando me enteré y me eché a llorar. Porque, como niño extraño, yo ya era habitante de los altos áticos y los sótanos encantados de la biblioteca Carnegie de Waukegan, Illinois.
Puesto que he empezado, continuaré. A los ocho, nueve, doce y catorce años, no había nada más emocionante para mí que correr a la biblioteca cada lunes por la noche, mi hermano siempre delante para llegar primero. Una vez dentro, la vieja bibliotecaria (siempre fueron viejas en mi niñez) sopesaba el peso de los libros que yo llevaba y mi propio peso, y desaprobando la desigualdad (más libros que chico), me dejaba correr de vuelta a casa donde yo lamía y pasaba las páginas.
Mi locura persistió cuando mi familia cruzó el país en coche en 1932 y 1934 por la carretera 66. En cuanto nuestro viejo Buick se detenía, yo salía del coche y caminaba hacia la biblioteca más cercana, donde tenían que vivir otros Tarzanes, otros Tik Toks, otras Bellas y Bestias que yo no conocía.
Cuando salí de la escuela secundaria, no tenía dinero para ir a la universidad. Vendí periódicos en una esquina durante tres años y me encerraba en la biblioteca del centro tres o cuatro días a la semana, y a menudo escribí cuentos cortos en docenas de esos pequeños tacos de papel que hay repartidos por las bibliotecas, como un servicio para los lectores. Emergí de la biblioteca a los veintiocho años. Años más tarde, durante una conferencia en una universidad, habiendo oído de mi total inmersión en la literatura, el decano de la facultad me obsequió con birrete, toga y un diploma, como « graduado» de la biblioteca.
Con la certeza de que estaría solo y necesitando ampliar mi formación, incorporé a mi vida a mi profesor de poesía y a mi profesora de narrativa breve de la escuela secundaria de Los Ángeles. Esta última, Jermet Johnson, murió a los noventa años hace sólo unos años, no mucho después de informarse sobre mis hábitos de lectura.
En los últimos cuarenta años es posible que haya escrito más poemas, ensayos, cuentos, obras teatrales y novelas sobre bibliotecas, bibliotecarios y autores que cualquier otro escritor. He escrito poemas como Emily Dickinson, Where Are You? Hermann Melville Called Your Name Last Night In His Sleep. Y otro reivindicando a Emily y el señor Poe como mis padres. Y un cuento en el que Charles Dickens se muda a la buhardilla de la casa de mis abuelos en el verano de 1932, me llama Pip, y me permite ayudarlo a terminar Historia de dos ciudades. Finalmente, la biblioteca de La feria de las tinieblas es el punto de cita para un encuentro a medianoche entre el Bien y el Mal. La señora Halloway y el señor Dark. Todas las mujeres de mi vida han sido profesoras, bibliotecarias y libreras. Conocí a mi mujer, Maggie, en una librería en la primavera de 1946.
Pero volvamos a « El peatón» y el destino que corrió después de ser publicado en una revista de poca categoría. ¿Cómo creció hasta ser dos veces más extenso y salir al mundo?
En 1953 ocurrieron dos agradables novedades. Ian Ballantine se embarcó en una aventura arriesgada, una colección en la que se publicarían las novelas en tapa dura y rústica a la vez. Ballantine vio en Fahrenheit 451 las cualidades de una novela decente si yo añadía otras 25 000 palabras a las primeras 25 000.
¿Podía hacerse? Al recordar mi inversión en monedas de diez centavos y mi galopante ir y venir por las escaleras de la biblioteca de UCLA a la sala de mecanografía, temí volver a reencender el libro y recocer los personajes. Yo soy un escritor apasionado, no intelectual, lo que quiere decir que mis personajes tienen que adelantarse a mí para vivir la historia. Si mi intelecto los alcanza demasiado pronto, toda la aventura puede quedar empantanada en la duda y en innumerables juegos mentales.
La mejor respuesta fue fijar una fecha y pedirle a Stanley Kauffmann, mi editor de Ballantine, que viniera a la costa en agosto. Eso aseguraría, pensé, que este libro Lázaro se levantara de entre los muertos. Eso además de las conversaciones que mantenía en mi cabeza con el jefe de Bomberos, Beatty, y la idea misma de futuras hogueras de libros. Si era capaz de volver a encender a Beatty, de dejarlo levantarse y exponer su filosofía, aunque fuera cruel o lunática, sabía que el libro saldría del sueño y seguiría a Beatty.
Volví a la biblioteca de la UCLA, cargando medio kilo de monedas de diez centavos para terminar mi novela. Con Stan Kauffmann abatiéndose sobre mí desde el cielo, terminé de revisar la última página a mediados de agosto. Estaba entusiasmado, y Stan me animó con su propio entusiasmo.
En medio de todo lo cual recibí una llamada telefónica que nos dejó estupefactos a todos. Era John Houston, que me invitó a ir a su hotel y me preguntó si me gustaría pasar ocho meses en Irlanda para escribir el guión de Moby Dick.
Qué año, qué mes, qué semana.
Acepté el trabajo, claro está, y partí unas pocas semanas más tarde, con mi esposa y mis dos hijas, para pasar la mayor parte del año siguiente en ultramar. Lo que significó que tuve que apresurarme a terminar las revisiones menores de mi brigada de bomberos.
En ese momento ya estábamos en pleno período macartista. McCarthy había obligado al ejército a retirar algunos libros « corruptos» de las bibliotecas en el extranjero. El antes general, y por aquel entonces presidente Eisenhower, uno de los pocos valientes de aquel año, ordenó que devolvieran los libros a los estantes.
Mientras tanto, nuestra búsqueda de una revista que publicara partes de Fahrenheit 451 llegó a un punto muerto. Nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la censura, futura, presente o pasada.
Fue entonces cuando ocurrió la segunda gran novedad. Un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero visionario, vio mi manuscrito y lo compró por cuatrocientos cincuenta dólares, que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los número dos, tres y cuatro de la revista que estaba a punto de lanzar.
El joven era Hugh Hefner. La revista era Playboy, que llegó durante el invierno de 1953 a 1954 para escandalizar y mejorar el mundo. El resto es historia. A partir de ese modesto principio, un valiente editor en una nación atemorizada sobrevivió y prosperó. Cuando hace unos meses vi a Hefner en la inauguración de sus nuevas oficinas en California, me estrechó la mano y dijo:
« Gracias por estar allí» . Sólo yo supe a qué se refería.
Sólo resta mencionar una predicción que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al queroseno o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?
No todo está perdido, por supuesto. Todavía estamos a tiempo si evaluamos adecuadamente y por igual a profesores, alumnos y padres, si hacemos de la calidad una responsabilidad compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los seis años cualquier niño en cualquier país puede disponer de una biblioteca y aprender casi por ósmosis; entonces las cifras de drogados, bandas callejeras, violaciones y asesinatos se reducirán casi a cero. Pero el Bombero jefe en la mitad de la novela lo explica todo, y predice los anuncios televisivos de un minuto, con tres imágenes por segundo, un bombardeo sin tregua. Escúchenlo, comprendan lo que quiere decir, y entonces vayan a sentarse con su hijo, abran un libro y vuelvan la página.
Pues bien, al final lo que ustedes tienen aquí es la relación amorosa de un escritor con las bibliotecas; o la relación amorosa de un hombre triste, Montag, no con la chica de la puerta de al lado, sino con una mochila de libros. ¡Menudo romance! El hacedor de listas de « Bonfire» se convierte en el bibliotecario de « Bright Phoenix» que memoriza a Lincoln y Sócrates, se transforma en « El peatón» que pasea de noche y termina siendo Montag, el hombre que olía a queroseno y encontró a Clarisse. La muchacha le olió el uniforme y le reveló la espantosa misión de un bombero, revelación que llevó a Montag a aparecer en mi máquina de escribir un día hace cuarenta años y a suplicar que le permitiera nacer.
—Ve —dije a Montag, metiendo otra moneda en la máquina—, y vive tu vida, cambiándola mientras vives. Yo te seguiré. Montag corrió. Yo fui detrás. Ésta es la novela de Montag. Le agradezco que la escribiera para mí.
RAY BRADBURY, febrero de 1993 The Playground, 1953
El parque de juegos
El señor Charles Underhill ignoró mil veces el parque de juegos, antes y después de la muerte de su mujer. Pasaba ante él mientras iba hacia el tren suburbano, o cuando volvía a su casa. El parque ni le gustaba ni dejaba de gustarle. Apenas advertía su existencia.
Pero aquella mañana, su hermana Carol, que había ocupado durante seis meses el espacio vacío del otro lado de la mesa del desayuno, mencionó por primera vez el tema, serenamente.
—Jim va a cumplir tres años —dijo—. Así que mañana lo llevaré al parque de juegos.
—¿El parque de juegos? —dijo el señor Underhill.
Ya en su oficina, subrayó en un memorándum con tinta negra: mirar el parque de juegos.
Aquella misma tarde, con el estruendo del tren todavía en el cuerpo, el señor Underhill recorrió el acostumbrado trayecto de vuelta con el periódico doblado y apretado bajo el brazo para evitar la tentación de leer antes de pasar el parque. Así fue que, a las cinco y diez de aquel día, llegó a la verja de hierros fríos y la puerta abierta del parque, y se quedó allí mucho, mucho tiempo, petrificado, mirándolo todo…
Al principio parecía que no había nada que ver. Y luego, a medida que dejaba de atender a su acostumbrado monólogo interior, la escena gris y borrosa, como la imagen de una pantalla de televisión, fue aclarándose poco a poco.
Percibió ante todo unas voces confusas, débiles gritos subacuáticos que emergían de unas líneas indistintas, rayas en zigzag y sombras. Luego, como si alguien hubiese puesto en marcha una máquina, las voces se convirtieron en gritos, las visiones se le aclararon de pronto. ¡Y vio a los niños! Corrían velozmente por el césped del parque, peleando, golpeando, arañando, cayendo, con heridas que sangraban, o estaban a punto de sangrar, o habían sido vendadas hacía poco. Una docena de gatos arrojados a unos perros dormidos no hubieran chillado de esa manera. Con una claridad increíble, el señor Underhill vio las minúsculas cortaduras y cicatrices en caras y rodillas.
Resistió parpadeando aquella primera explosión de sonido. La nariz reemplazó a los ojos y oídos, que se retiraron dominados por el pánico.
Aspiró el olor penetrante de los ungüentos, la tela adhesiva, el alcanfor, y el mercuriocromo rosado, tan fuerte que se sentía su gusto acre. Un viento de yodo pasó por entre los hierros de la verja, de reflejos opacos bajo la luz del día, nublado y gris. Los niños corrían como demonios sueltos por un enorme campo de bolos, entrechocándose ruidosamente, y sumando golpes y heridas, empujones y caídas hasta un incalculable total de brutalidades.
¿Estaba equivocado o la luz del parque era de una intensidad peculiar? Todos los niños parecían tener cuatro sombras. Una oscura, y tres penumbras débiles que hacían estratégicamente imposible decir en qué dirección se precipitaban sus cuerpos para alcanzar el blanco. Sí, la luz oblicua y deformante parecía transformar el parque en algo lejano y remoto que Underhill no podía alcanzar. O se trataba quizá de la dura verja de hierro, no muy distinta de las verjas de los zoológicos, donde cualquier cosa puede ocurrir del otro lado.
Un corral de miserias, pensó Underhill. ¿Por qué insistirán los niños en hacer insoportable la vida? Oh, la continua tortura. Se oyó suspirar con un inmenso alivio. Gracias a Dios, para él la infancia había terminado, definitivamente. No más pinchazos, moretones, pasiones insensatas y sueños frustrados.
Una ráfaga le arrancó el periódico. Corrió tras él bajando los escalones que llevaban al parque. Alcanzó el diario y se retiró deprisa. Pues durante un brevísimo momento, sumergido en aquella atmósfera, había sentido que el sombrero crecía y se hacía demasiado grande, la chaqueta demasiado pesada, el cinturón demasiado flojo, los zapatos demasiado sueltos. Durante un instante se había sentido como un niño que juega al hombre de negocios con la ropa de su padre; a sus espaldas la verja se había alzado hasta una altura imposible, mientras el cielo le pesaba en los ojos con su enorme masa gris, y el olor del yodo, como el aliento de un tigre, le agitaba los cabellos. Se volvió y corrió, tropezando, cayéndose casi.
Se detuvo, ya fuera del parque de juegos, como alguien que acaba de salir, estremeciéndose, de un mar terriblemente frío.
—¡Hola, Charlie!
Oyó la voz y se volvió para ver quién lo había llamado. Allá, en lo alto de un tobogán metálico, un niño de unos nueve años lo saludaba con un ademán.
—¡Hola, Charlie!
El señor Underhill alzó también una mano. Pero no conozco a ese chico, pensó. ¿Y por qué me llama por mi nombre?
El niño sonreía abiertamente en el aire húmedo, y ahora, empujado por otras ruidosas criaturas, se arrojó chillando por el tobogán.
Underhill observó pensativo la escena. El parque era como una inmensa fábrica que producía, únicamente, pena, sadismo y dolor. Si uno observaba durante media hora, no había allí una sola cara que no se retorciese, llorase, enrojeciese de ira, empalideciera de miedo, en uno u otro momento. ¡Realmente! ¿Quién había dicho que la infancia era la mejor edad de la vida? Cuando en verdad era la más terrible, la más cruel, una época bárbara donde no hay policías que lo protejan a uno, sólo padres ocupados en sí mismos y en su mundo de allá arriba. No, si dependiera de él, pensó tocando la verja de hierros fríos, pondrían aquí un cartel nuevo: el jardín de torquemada.
Y en cuanto a ese niño que lo había llamado… ¿quién sería? Había algo de familiar en él; quizá, escondido en los huesos, el eco de algún viejo amigo. El hijo, quizá, de un padre exitosamente ulcerado.
Así que es éste el parque donde va a jugar mi hijo, pensó el señor Underhill. Así que es éste.
Colgando el sombrero en la percha del vestíbulo, examinándose la delgada figura en el espejo claro como el agua, Underhill se sintió invernal y fatigado. Cuando su hermana salió a recibirlo, y su hijo apareció sigilosamente, Underhill los saludó con algo menos que atención. El niño trepó por el cuerpo de su padre, jugando al Rey de la Colina. Y el padre, con los ojos clavados en la punta del cigarro que estaba encendiendo, se aclaró la garganta y dijo:
—He estado pensando en ese parque, Carol.
—Mañana llevaré a Jim.
—¿De veras? ¿A ese parque?
Underhill se estremeció. Recordaba aún los olores del parque, y lo que allí había visto. Mientras recogía el periódico pensó en aquel mundo retorcido con sus heridas y narices golpeadas, aquel aire tan lleno de dolor como la sala de recibo de un dentista, y aquellas horribles y espantosas sensaciones; horribles y espantosas no sabía por qué.
—¿Qué pasa con ese parque? —preguntó Carol.
—¿Lo has visto? —Underhill titubeó, confuso—. Maldita sea, me refiero a los niños, es una jaula de fieras.
—Todos esos niños son de muy buena familia.
—Bueno, se pelean como pequeñas gestapos —dijo Underhill—. ¡Sería como enviarlo a un molino para que un par de piedras de dos toneladas lo hagan papilla! Cada vez que imagino a Jim en ese pozo de bárbaros, me estremezco.
—Sabes muy bien que es el único parque conveniente en varios kilómetros a la redonda.
—No me importa. Me importa en cambio haber visto una docena de garrotes, cachiporras y pistolas de aire comprimido. El primer día harán pedazos a Jim.
Nos lo devolverán en una fuente, con una naranja en la boca.
Carol se rió.
—¡Cómo exageras!
—Hablo en serio.
—Jim tiene que vivir su propia vida. Es necesario que aprenda a ser duro.
Recibirá golpes y golpeará a otros. Los niños son así.
—No me gustan los niños así.
—Es la mejor época de la vida.
—Tonterías. Yo solía recordar con nostalgia mi infancia. Pero ahora comprendo que era un tonto sentimental. La infancia es una pesadilla de gritos y persecuciones, y volver a casa empapado de terror, de la cabeza a los pies. Si puedo evitarle eso a Jim, lo haré.
—Sería perjudicial, y gracias a Dios imposible.
—No quiero ni que se acerque a ese lugar, ya te lo he dicho. Antes prefiero que se convierta en un recluso neurótico.
—¡Charlie!
—¡Sí, lo prefiero! Esas bestezuelas, debías haberlas visto. Jim es hijo mío, no tuyo, no lo olvides. —Sintió en los hombros las delgadas piernas del niño, los delicados dedos que le alborotaban el cabello—. No quiero que hagan con él una carnicería.
—Lo mismo le ocurrirá en la escuela. Es preferible que se vaya acostumbrando ahora que tiene tres años.
—He pensado en eso también. —El señor Underhill tomó orgullosamente a su hijo por los tobillos, que colgaban como delgadas y tibias salchichas sobre las dos solapas—. Hasta podría buscarle un preceptor.
—¡Oh, Charles!
No hablaron durante la cena.
Después de cenar, el señor Underhill llevó a Jim a dar un paseo mientras Carol lavaba los platos. Pasaron frente al parque de juegos, iluminado por las débiles lámparas de la calle. Era una noche fría de septiembre, y ya se percibía la fragancia seca del otoño. Otra semana más, y rastrillarían a los niños en los campos, como si fuesen hojas, y los llevarían a quemar a las escuelas, empleando el fuego y la energía de la infancia para fines más constructivos. Pero volverían aquí después de las clases, acometiéndose unos a otros, convirtiéndose a sí mismo en veloces proyectiles, dando en el blanco, estallando, dejando estelas de miseria detrás de aquellas guerras minúsculas.
—Quiero ir ahí —dijo Jim apretándose contra la alta verja de hierro, observando a los últimos quince niños que jugaban golpeándose y persiguiéndose. —No, Jim, no puedes querer eso.
—Quiero jugar —dijo Jim, mirando fascinado, con los ojos brillantes, como un niño grande pateaba a un niño pequeño, que a su vez pateaba a otro más pequeño—. Quiero jugar, papá.
Underhill tomó con firmeza el brazo menudo.
—Vamos, Jim, tú nunca te meterás en esto mientras yo pueda evitarlo.
—Quiero jugar.
Jim gimoteaba ahora. Los ojos se le deshacían en lágrimas y tenía la cara como una naranja arrugada y brillante.
Algunos de los niños escucharon el llanto y levantaron la cabeza. Underhill tuvo la horrible sensación de encontrarse delante de una madriguera de zorros, sorprendidos de pronto, y que alzaban los ojos de los restos peludos y blancos de un conejo muerto. Los ojos malvados de un vidrioso amarillo, las barbillas cónicas, los afilados dientes blancos, los desordenados pelos de alambre, los jerséis cubiertos de zarzas, las manos del color del hierro con las huellas de todo un día de luchas. El aliento de los niños llegaba hasta él: regaliz oscuro y menta y jugo de frutas, una dulzura repugnante, una mezcla que le retorcía el estómago. Y sobre todo esto, el olor de mostaza caliente de alguien que se defendía contra un precoz catarro de pecho; el grasoso hedor de la carne untada con emplastos alcanforados, que se cocinaban bajo una banda de franela. Todos los empalagosos y de algún modo depresivos olores de lápices, tizas y borradores, reales o imaginarios, removieron en un instante viejos recuerdos. El maíz crujía entre los dientes y una jalea verde asomaba en las narices que aspiraban y echaban aire. ¡Dios! ¡Dios!
Los niños vieron a Jim, nuevo para ellos. No dijeron una palabra, pero cuando Jim se echó a llorar con más fuerza y Underhill comenzó a arrastrarlo como una bolsa de cemento, los niños los siguieron con los ojos brillantes. Underhill sentía deseos de amenazarlos con el puño y gritarles: « ¡Bestias, bestias, no tendréis a mi hijo!» .
Y entonces, con una hermosa impertinencia, el niño que estaba en lo alto del tobogán de metal azul, tan alto que parecía envuelto en una niebla, muy lejos, el niño con la cara de algún modo familiar, lo llamó, agitando la mano:
—¡Hola, Charlie…!
Underhill se detuvo y Jim dejó de llorar.
—¡Hasta luego, Charlie…!
Y la cara del niño que estaba allí, en aquel alto y muy solitario tobogán, se pareció de pronto a la cara de Thomas Marshall, un viejo y hombre de negocios que vivía en una calle vecina, pero a quien no veía desde hacía años.
—Hasta luego, Charlie.
Luego, luego. ¿Qué quería decir ese tonto?
—¡Te conozco, Charlie! —llamó el niño—. ¡Hola!
—¿Qué? —jadeó Underhill.
—Mañana a la noche, Charlie. ¡No lo olvides! —Y el niño se deslizó por el tobogán, y se quedó tendido, sin aliento, con la cara como un queso blanco mientras los otros niños saltaban y se amontonaban sobre él.
Underhill se detuvo indeciso durante cinco segundos o quizá más, hasta que
Jim comenzó a llorar otra vez, y entonces, seguido por los dorados ojos zorrunos, en aquel primer frío del otoño, arrastró a Jim hasta la casa.
A la tarde del día siguiente, el señor Underhill terminó temprano su trabajo en la oficina, tomó el tren de las tres, y llegó a Green Town a las tres y veinticinco, con tiempo para embeberse de los activos rayos del sol del otoño. Curioso, pensó, cómo de pronto, un día, llega el otoño. Un día es verano, y el día siguiente… ¿Cómo puede uno medirlo o probarlo? ¿Algo en la temperatura o el olor? ¿O el sedimento de los años, que por la noche se desprende de los huesos, y comienza a circular por la sangre, haciéndolo temblar a uno o estremecerse? Un año más viejo, un año más cerca de la muerte, ¿era eso?
Caminó calle arriba, hacia el parque, haciendo planes para el futuro. Parecía como si en otoño uno hiciese más planes que en las otras estaciones. Esto se relacionaba sin duda con la muerte. Uno piensa en la muerte y automáticamente hace planes. Bueno, había que conseguir un preceptor para Jim, eso era indiscutible. Nada de esas horribles escuelas. La cuenta en el banco sufriría un poco, pero Jim, por lo menos, sería un niño feliz. Podrían elegir a sus amigos. Cualquier bravucón que se atreviese a tocar a Jim sería arrojado a la calle. Y en cuanto a este parque… ¡completamente fuera de la cuestión!
—Oh, hola, Charles.
Underhill alzó los ojos. Ante él, a la entrada del parque, estaba su hermana. Advirtió en seguida que lo llamaba Charles, no Charlie. El malestar de la noche anterior no había desaparecido del todo.
—Carol, ¿qué haces aquí?
La muchacha enrojeció y miró el parque a través de la verja.
—No has hecho eso —dijo Underhill.
Buscó con la mirada entre los niños que reñían, corrían, gritaban.
—¿Quieres decir que…?
Carol movió afirmativamente la cabeza, casi divertida.
—Pensé que si lo traía temprano…
—Antes de que yo llegase, así no me enteraba, ¿no es así?
Así era.
—Buen Dios, Carol, ¿dónde está Jim?
—En este momento venía a ver…
—¿Quieres decir que lo dejaste aquí toda la tarde?
—Sólo cinco minutos mientras hacía unas compras.
—Y lo dejaste. ¡Buen Dios! —Underhill tomó a su hermana por la muñeca —. Bueno, vamos, encuéntralo, ¡sácalo de ahí!
Miraron juntos. Del otro lado de la verja una docena de chicos se acometían mutuamente, unas niñas se abofeteaban, y unos cuantos niños se dividían en grupos y corrían tropezando unos con otros.
—¡Está ahí, lo sé! —dijo Underhill.
En ese momento, Jim pasó corriendo, perseguido por seis niños. Gritaba y sollozaba. Rodó por el suelo, se incorporó, volvió a correr, cayó otra vez, chillando, y los niños que lo perseguían descargaron sobre él sus cerbatanas.
—Les meteré esas cerbatanas en las narices —dijo Underhill—. ¡Corre, Jim, corre!
Jim se lanzó hacia la puerta. Underhill lo tomó en brazos. Era como alzar una masa arrugada y empapada. Le sangraba la nariz, se le habían desgarrado los pantalones, estaba cubierto de tizne.
—¡Ahí tienes tu parque! —dijo Underhill, de rodillas, sosteniendo a su hijo y levantando la cabeza hacia Carol—. ¡Ahí tienes a tus dulces y felices inocentes, a tus juguetones fascistas! Que encuentre aquí otra vez a este chico y me vas a oír.
Vamos, Jim. Y ustedes, pequeños bastardos, ¡váyanse!
—Nosotros no hicimos nada —dijeron los niños.
—¿En qué se ha transformado el mundo? —dijo el señor Underhill interrogando al universo.
—¡Hola, Charlie! —dijo el niño desconocido, desde el parque. Agitó una mano y sonrió.
—¿Quién es ése? —preguntó Carol.
—¿Cómo diablos voy a saberlo? —dijo Underhill.
—Te veré más tarde, Charlie. Hasta luego —dijo el niño desapareciendo.
El señor Underhill se llevó a su hermana y a su hijo. —¡Sácame la mano del codo! —dijo Carol.
Underhill se fue a acostar temblando de rabia. No podía dominarse. Tomó un poco de café, pero nada detenía esos temblores. Tenía ganas de arrancarles los pulposos cerebritos a aquellas groseras y frías criaturas. Sí, aquellas criaturas melancólicas, perversas como zorros, con rostros fríos que ocultaban la astucia, la traición y el veneno. En nombre de todo lo que era decente, ¿qué clase de niños era esta nueva generación? Una banda armada de palos, cuerdas y cuchillos; una manada sedienta de sangre, formada por idiotas descabellados. Las aguas de albañal del descuido les corrían por las venas. Ya en cama, movió violentamente la cabeza, una y otra vez, del lado caliente de la almohada al otro lado, y al fin se levantó y encendió un cigarrillo; pero eso no bastaba. Al llegar a la casa se había peleado con Carol, y le había gritado, y ella le había gritado a él, como un pavo y una pava que chillan en medio del campo, donde todos se ríen de las tonterías de la ley y el orden, que nadie recuerda.
Underhill se sentía avergonzado. Uno no combate la violencia con violencia, no si uno es un caballero. Uno habla con calma. Pero Carol quería poner al niño en un torno y que lo despachurrasen. Quería que lo pincharan, lo agujerearan y descargaran sobre él todos los golpes. Que lo golpearan continuamente, desde el parque de juegos al parvulario, y luego en la escuela, en el colegio, en el bachillerato. Si tenía suerte, al llegar al bachillerato los golpes y crueldades se retirarían a sí mismos; el mar de sangre y saliva se retiraría de la costa de los años y dejaría a Jim a orillas de la madurez con quién sabe qué perspectivas para el futuro, con el deseo, quizá, de ser un lobo entre lobos, un perro entre perros, un asesino entre asesinos. Ya había bastante de todo eso en el mundo. Sólo pensar en los próximos diez o quince años de tortura estremecía al señor Underhill. Sentía la carne entumecida por las inyecciones, herida, quemada, aplastada, retorcida, violada y machacada. Underhill se sacudió como una medusa de mar echada violentamente en una mezcladora de cemento. Jim nunca sobreviviría. Era demasiado delicado para esos horrores.
Underhill se paseaba por la casa, envuelta en las sombras de la medianoche, pensando en todo esto: en sí mismo, en su hijo, el parque, el miedo. No hubo parte que no tocara y revolviera dentro de él. Cuánto, se dijo a sí mismo, cuánto de esto se debe a la soledad, cuánto a la muerte de Ann, cuánto a la nostalgia. ¿Y qué realidad tiene el parque mismo, y los niños? ¿Cuánto hay ahí de racional y cuánto de disparate? Movió los delicados pesos en la escala, y observó cómo el fiel se movía, se detenía, y volvía a moverse, hacia atrás, y hacia adelante, suavemente, entre la medianoche y el alba, entre lo blanco y lo negro, entre la sana cordura y la desnuda insensatez. No debía apretar tanto, tenía que darle al niño más libertad. Y sin embargo… cuando miraba el rostro menudo de Jim veía siempre en él a Ann, en los ojos, en la boca, en las aletas de la nariz, en el aliento tibio, en el brillo de la sangre que se movía bajo la delgada conchilla de la piel. Tengo derecho, pensó, a tener miedo. Tengo todo el derecho. Cuando uno tiene dos hermosos objetos de porcelana, y uno se rompe, y el otro, el último, queda intacto, ¿cómo ser objetivo, cómo guardar una inmensa calma, cómo sentirse de cualquier manera, pero no preocupado?
No, pensó Underhill caminando lentamente por el vestíbulo, nada puedo hacer sino tener miedo, y tener miedo de tener miedo.
—No necesitas rondar la casa toda la noche —le dijo su hermana desde la cama, cuando Underhill pasó ante su puerta—. No seas niño. Siento haberte parecido terca o fría. Pero tienes que pensarlo. Jim no puede permitirse un preceptor. Ann hubiera querido que fuese a la escuela, como todos. Y debe volver a ese parque mañana, y seguir yendo hasta que aprenda a ser hombre y se acostumbre a los otros niños. Entonces no reñirán tanto con él.
Underhill calló. Se vistió en silencio, a oscuras, bajó las escaleras, y abrió la puerta de calle. Faltaban cinco minutos para la medianoche. Caminó rápidamente calle abajo, entre las sombras de los olmos, los nogales y los robles, tratando de dejar atrás aquella rabia, aquel orgullo. Sabía que Carol tenía razón, por supuesto. Éste era el mundo en que uno vivía, y había que aceptarlo. Pero ésa era, precisamente, la mayor dificultad. Había pasado ya por aquellas pruebas, sabía lo que es ser un niño entre leones. Su propia infancia había vuelto a él en las últimas horas, una época de terror y violencia. Y no podía resistir el pensamiento de que Jim pasaría por todo eso, especialmente una criatura delicada como él, de huesos delgados, de rostro pálido. ¿Qué puede esperarse entonces sino acosamientos y huidas?
Se detuvo junto al parque, aún iluminado por una gran lámpara. De noche cerraban la puerta, pero la luz seguía encendida hasta las doce. Sentía deseos de destrozar aquel lugar despreciable, echar abajo la verja de hierro, borrar los toboganes y decirles a los niños:
—¡Váyanse! ¡Váyanse todos a jugar a los patios de sus casas!
Qué ingenioso el frío, el profundo parque. Nunca se sabía dónde vivían los otros. El niño que te había roto los dientes, ¿quién era? Nadie lo sabía. ¿Dónde vivía? Nadie lo sabía. Uno podía venir aquí una vez, pegarle a un niño más pequeño, y luego irse a otro parque. Nunca te encontrarían. De parque en parque, uno podía llevar a cabo sus trucos criminales, y todos lo olvidarían a uno. Se podía regresar a este mismo parque un mes después, y si el niñito a quien le hiciste saltar los dientes estaba allí y te reconocía, podías negarlo. « No, no soy ése. Tiene que haber sido otro chico. Es la primera vez que vengo aquí. No, ¡no soy ése!» . Y cuando el niñito se diese vuelta, podías derribarlo de un golpe. Y correr luego por calles anónimas, un ser anónimo.
¿Qué puedo hacer realmente?, pensó Underhill. Carol es más que generosa con su tiempo. Es muy buena con Jim, eso no puede discutirse. Mucho del amor con que hubiese podido edificar un matrimonio, se lo ha dado a Jim este año. No puedo pelearme continuamente con ella a propósito del niño, y no puedo decirle que se vaya. Quizá si nos fuéramos al campo eso podría ayudar. No, no, imposible; el dinero. Pero no puedo dejar a Jim aquí, tampoco.
—Hola, Charlie —dijo una voz serena.
Underhill giró sobre sus talones. Allí, dentro del parque, sentado en el suelo, dibujando con un dedo en el polvo, estaba el solemne niño de nueve años. No alzó los ojos. Dijo Hola, Charlie, sin moverse, con naturalidad, en aquel mundo que se extendía más allá de la dura verja de hierro.
—¿Cómo conoces mi nombre? —dijo Underhill.
—Lo conozco. —El niño cruzó cómodamente las piernas, sonriendo—. Estás en dificultades.
—¿Qué haces aquí a esta hora? ¿Quién eres?
—Me llamo Marshall.
—¡Por supuesto! Tommy, el hijo de Tom Marshall. Ya me parecías familiar.
El niño se rió suavemente.
—Más familiar de lo que crees.
—¿Cómo está tu padre, Tommy?
—¿Lo has visto últimamente? —preguntó el niño.
—En la calle, hace dos meses, sólo un momento.
—¿Qué aspecto tenía?
—¿Qué?
—¿Qué aspecto tenía el señor Marshall? —preguntó el niño. Era curioso, pero parecía rehusarse a decir « mi padre» .
—Buen aspecto. ¿Por qué?
—Sospecho que es un hombre feliz —dijo el niño.
El señor Underhill miró las piernas del niño y vio que estaban cubiertas de costras y arañazos.
—¿No te vas a casa, Tommy?
—Me quedé un rato para verte. Sabía que ibas a venir. Tienes miedo.
El señor Underhill no supo qué contestar.
—Esos pequeños monstruos —dijo al fin.
El niño dibujó un triángulo en el polvo.
—Quizá yo pueda ayudarte.
Era ridículo.
—¿Cómo?
—Darías algo por evitarle esto a Jim, ¿no es verdad? Cambiarías de lugar con él, si pudieses.
El señor Underhill, los pies clavados en el suelo, asintió con un movimiento de cabeza.
—Bueno, ven mañana a las cuatro de la tarde. Podré ayudarte entonces.
—Pero ¿de qué ayuda hablas?
—No puedo explicártelo —dijo el niño—. Es algo relacionado con el parque. En todo lugar donde hay maldad, hay también poder. Puedes sentirlo, ¿no es cierto?
Un viento cálido recorrió el parque desnudo, iluminado por aquella única lámpara. Sí, aun ahora, a medianoche, había en el parque algo de maldad, pues en él se cometían actos malvados.
—¿Todos los parques son como éste?
—Algunos. Quizá éste sea único entre muchos. Quizá dependa de cómo lo mires tú. Las cosas son lo que quieres que sean. Mucha gente opina que este parque es magnífico. Tienen razón también. Depende del punto de vista, quizá. Lo que quiero decir, sin embargo, es que Tom Marshall era muy parecido a ti. Se preocupaba también por Tommy Marshall y el parque y los chicos. Quería evitarle a Tommy molestias y penas.
Hablar de la gente como si se encontrara muy lejos incomodaba al señor Underhill.
—Así que hicimos un trato.
—¿Con quién?
—Con el parque, supongo, o el que lo dirige, quienquiera que sea.
—¿Quién lo dirige?
—Nunca lo he visto. Hay una oficina allí, bajo el kiosco, con una luz que no se apaga en toda la noche. Es una luz brillante, azul, algo graciosa. Hay también un escritorio sin papeles, y una silla vacía. En la puerta se lee gerente, pero nadie vio nunca al hombre.
—Debe de andar por ahí.
—Exactamente —dijo el niño—. O yo no estaría donde estoy, y algunos otros no estarían donde están.
—Hablas por cierto como una persona adulta.
El niño sonrió complacido.
—¿Quieres saber quién soy realmente? No soy Tommy Marshall, de ningún modo. Soy Tom Marshall, el padre. —El niño siguió sentado en el polvo, inmóvil, a aquella hora de la noche, bajo la luz alta y lejana. El viento le movía suavemente el cuello de la camisa, que le rozaba la cara, y arrastraba el polvo fresco—. Soy Tom Marshall, el padre. Sé que te será difícil creerlo. Pero así es. Tenía mucho miedo por Tommy. Pensaba lo mismo que tú a propósito de Jim. Así que hice este trato con el parque. Oh, hay varios aquí que han hecho lo mismo. Si te fijas un poco los distinguirás de los otros niños por la expresión de la mirada.
Underhill parpadeó.
—Será mejor que vayas a acostarte.
—Tú quieres creerme. Quieres que sea cierto. Lo veo en tus ojos. Si pudieras cambiar con Jim, lo harías. Deseas evitarle toda esta tortura, ponerlo en tu lugar, ya crecido, con todo el trabajo hecho.
—Cualquier padre decente simpatiza con su hijo.
—Y tú más que otros. Tú sientes todos los mordiscos y puntapiés. Bueno, ven mañana por aquí. Puedes hacer un trato, también.
—¿Cambiar con Jim? —Era un pensamiento increíble, divertido, pero satisfactorio—. ¿Cuánto tendré que pagar?
—Nada. Sólo tienes que jugar en el parque.
—¿Todo el día?
—E ir a la escuela, por supuesto.
—¿Y crecer otra vez?
—Sí, y crecer otra vez. Ven por aquí mañana a las cuatro.
—Mañana tengo que trabajar en la ciudad.
—Mañana —dijo el niño.
—Será mejor que vayas a acostarte, Tommy.
—No, Tommy no. Me llamo Tom Marshall —dijo el niño sin moverse.
Las luces del parque se apagaron.
El señor Underhill y su hermana no se hablaron en el desayuno. Underhill solía llamarla al mediodía para hablar de esto o aquello, pero aquel día no telefoneó. Sin embargo, a la una y media, luego de un mal almuerzo, marcó el número de la casa. Cuando Carol respondió, cortó la comunicación. Cinco minutos más tarde volvió a llamar.
—Charlie, ¿llamaste tú hace cinco minutos?
—Sí —dijo Underhill.
—Me pareció oírte respirar antes de que cortaras. ¿Para qué llamaste, querido?
Carol se mostraba comprensiva otra vez.
—Oh, llamaba, nada más.
—Han sido dos días malos, ¿no es cierto? Tú me entiendes, ¿no es cierto, Charlie? Jim debe ir al parque de juegos y recibir unos pocos golpes.
—Unos pocos golpes, sí.
Underhill vio la sangre y los zorros hambrientos y los conejos despedazados.
—Aprender a dar y recibir —decía Carol—, y pelear si es necesario.
—Pelear si es necesario.
—Sabía que me darías la razón.
—La razón —dijo Underhill—. Es cierto. No hay escapatoria. Debe ser sacrificado.
—Oh, Charlie, qué raro eres.
Underhill carraspeó.
—Bueno, está decidido.
—Sí.
Me pregunto cómo será eso, pensó Underhill.
—¿Todo está bien? —preguntó ante el teléfono.
Pensó en los dibujos en el polvo, en el niño sentado en el suelo.
—Sí —dijo Carol.
—He estado pensando —dijo Underhill.
—Habla.
—Estaré en casa a las tres —dijo lentamente, separando las palabras como un hombre a quien han golpeado en el estómago, falto de aliento—. Haremos un paseo, tú, Jim y yo —dijo con ojos cerrados.
—¡Magnífico!
—Al parque —añadió Underhill, y colgó el tubo.
* * *
Era realmente el otoño ahora, el frío real. Durante la noche los árboles habían enrojecido, y ahora sus hojas caían en espiral alrededor de la cara del señor Underhill, que subía hacia la puerta de su casa. Allí estaban Carol y Jim, apretados y protegiéndose del frío, esperándolo.
—¡Hola! —se gritaron, abrazándose y besándose.
—¡Ah, aquí está Jim!
—¡Ah, aquí está papá!
Se rieron y Underhill se sintió paralizado. Faltaba lo peor del día. Eran casi las cuatro. Miró el cielo plomizo, que podía derramar en cualquier momento un río de plata fundida; un cielo de lava y hollín y viento húmedo. Tomó fuertemente a su hermana por el brazo mientras caminaban.
Carol sonrió.
—¡Qué amable estás!
—Es ridículo, por supuesto —dijo Underhill pensando en otra cosa.
—¿Qué?
Habían llegado a la entrada del parque.
—Hola, Charlie.
Allá lejos, en la cima del monstruoso tobogán estaba el chico de Marshall, agitando la mano. No sonreía ahora.
—Tú espera aquí —le dijo el señor Underhill a su hermana—. Será nada más que un momento. Me llevo a Jim al parque.
—Muy bien.
Underhill tomó la manita del niño.
—Vamos, Jim. No te separes de papá.
Bajaron los duros escalones de cemento, y se detuvieron en el polvo liso. Ante ellos, en una secuencia mágica, se extendían los diagramas, las rayuelas gigantescas, los asombrosos numerales y triángulos y figuras oblongas que los niños habían dibujado en el polvo increíble.
Un viento enorme bajó del cielo y el señor Underhill se estremeció. Apretó con más fuerza aún la mano del niño y miró a su hermana.
—Adiós —dijo.
Pues estaba creyéndolo. Estaba en el parque y lo creía, y era mejor así. Nada era demasiado bueno para Jim. ¡Nada en este mundo atroz! Y ahora su hermana se reía de él.
—¡Charlie, tonto!
Y entonces echaron a correr, a correr por el suelo sucio del parque, por el fondo de un mar pétreo que los empujaba y apretaba.
—¡Papá! ¡Papá! —lloraba ahora Jim, y los niños corrían hacia ellos. El niño del tobogán se acercaba aullando, y las rayuelas giraban en el polvo. Un terror incorpóreo se apoderó de Underhill, pero sabía qué debía hacer, qué debía hacerse, y qué ocurría. En el otro extremo del parque volaban las pelotas de fútbol, zumbaban las pelotas de béisbol, saltaban los palos, relampagueaban los puños, y la puerta de la oficina del gerente permanecía abierta, y había un escritorio vacío y una silla vacía, y una luz solitaria iluminaba el cuarto.
Underhill trastabilló, cerró los ojos y cayó, llorando, con el cuerpo doblado por el dolor, murmurando palabras extrañas, mientras el mundo giraba y giraba.
—Ya está, Jim —dijo una voz.
Y el señor Underhill, subió, subió con los ojos cerrados, subió por unos ruidosos peldaños metálicos, gritando, aullando, con la garganta seca.
Y luego abrió los ojos.
Estaba en lo alto del tobogán. El gigantesco y metálico tobogán azul que parecía de tres mil metros de altura. Unos niños lo atropellaban, lo golpeaban para que siguiese, ¡tírate, tírate!
Y Underhill miró. Y allá abajo, un hombre de abrigo negro se alejaba del parque, y allá, en la entrada, una mujer lo saludaba con la mano, y el hombre se detuvo junto a la mujer, y ambos lo miraron, agitando las manos y gritándole:
—¡Diviértete, Jim! ¡Diviértete!
Underhill dio un grito. Se miró las manos, comprendiendo, aterrorizado. Las manos pequeñas, las manos delgadas. Miró la tierra allá abajo, muy lejos. Sintió que le sangraba la nariz, y allí estaba el chico de Marshall, junto a él.
—¡Hola! —gritó el otro, golpeándole la boca—. ¡Sólo pasaremos aquí doce años! —gritó en medio del tumulto.
¡Doce años!, pensó el señor Underhill, atrapado. Y el tiempo es diferente para los niños. Un año es como diez años. No, no se extendían ante él doce años de infancia, sino un siglo, un siglo de esto.
—¡Tírate!
Detrás de él, mientras lo pinchaban, aporreaban, empujaban, el hedor de la mostaza, el Vick Vaporub, los maníes, el regaliz masticado y caliente, la goma de menta y la tinta azul. El olor del hilo de las cometas y el jabón de glicerina; el olor a calabaza de la fiesta de Todos los Santos, y la fragancia de las máscaras de papel, y el olor de las cicatrices secas. Los puños se alzaban y caían, Underhill vio las caras de zorros y, más allá, junto a la verja, al hombre y la mujer que lo saludaban con la mano. Se estremeció, se cubrió el rostro, sintió que lo empujaban, cubierto de heridas, al borde de la nada. De cabeza, se dejó caer por el tobogán, chillando, perseguido por diez mil monstruos. Un momento antes de golpear contra el suelo, de caer en un nauseabundo montón de garras, tuvo de repente un pensamiento.
Esto es el infierno, pensó. ¡Esto es el infierno!
Y en la caliente multitud demoledora nadie le dijo que no.
And the Rock Cried Out, 1953
Y la Roca gritó
Las reses muertas, colgadas al sol, vinieron rápidamente hacia ellos. Vibraron, calientes y rojas, en el aire verde de la selva, y desaparecieron. El hedor entró en ráfagas por las ventanillas del automóvil. Leonora Webb apretó rápidamente el botón que alzó el cristal con un suspiro.
—Dios santo —dijo—, esas carnicerías al aire libre.
El olor había quedado en el coche, un olor a guerra y horror.
—¿Has visto las moscas? —preguntó la mujer.
—En estos mercados, cuando compras carne —dijo John Webb—, tienes que golpearla con las manos. Sólo así puedes mirarla, cuando las moscas se han ido.
En el camino verde, húmedo y selvático apareció una curva.
—¿Crees que nos dejarán entrar en Juatala?
—No sé.
—¡Cuidado!
Webb vio demasiado tarde los objetos brillantes que atravesaban parte del camino. No pudo esquivarlos. El neumático de una rueda delantera lanzó un terrible suspiro. El coche dio un salto y se detuvo.
John Webb salió del coche. La selva se alzaba cálida y silenciosa, y la carretera se extendía desierta, muy desierta y tranquila bajo la luz alta del sol.
Caminó hasta el frente del coche y se inclinó hacia la rueda, con una mano en el revólver bajo el brazo izquierdo.
El cristal de Leonora descendió relampagueando.
—¿Está muy estropeada la cubierta?
—¡Arruinada, totalmente arruinada!
Webb alzó el objeto brillante que había abierto y desgarrado el neumático.
—Trozos de machete roto —dijo— clavados en listones de adobe y apuntados a las ruedas de nuestros autos. Tenemos suerte de que no nos hayan estropeado todas las cubiertas.
—Pero ¿por qué?
—Lo sabes tan bien como yo.
Webb señaló con un movimiento de cabeza el periódico extendido junto a su mujer, la fecha de los titulares.
4 DE OCTUBRE DE 1963: ¡ESTADOS UNIDOS Y EUROPA EN SILENCIO!
Las radios de los EE.UU. y Europa han callado. Reina un gran silencio. La guerra se ha devorado a sí misma.
Se cree que ha muerto la mayor parte de la población de los Estados Unidos. Se supone que la población de Europa, Rusia y Siberia ha sido igualmente diezmada. Los días de la raza blanca en la tierra han terminado.
—Todo fue tan rápido —dijo Webb—. Una semana antes estábamos de vacaciones, descansando de las fatigas del hogar. A la semana siguiente… esto.
El hombre y la mujer alzaron la vista de los grandes titulares y miraron la selva.
La selva les devolvió vastamente la mirada, con un silencio de musgos y hojas, con un billón de ojos de insecto, de esmeralda y diamantes.
—Ten cuidado, Jack.
John Webb apretó dos botones. Un elevador automático silbó bajo las ruedas delanteras y sostuvo el coche en el aire. Webb metió nerviosamente una llave en la taza de la rueda derecha. La cubierta, junto con un aro metálico, saltó de la rueda con un ruido de succión. Bastaron pocos segundos para instalar la rueda de repuesto y llevar rodando la cubierta desgarrada al compartimiento de equipajes.
Webb hizo todo esto con el revólver en la mano.
—No te quedes afuera, por favor, Jack.
—Así que ya ha empezado. —Webb sintió el ardor del sol en el cuero cabelludo—. Cómo corren las malas noticias.
—Por Dios —dijo Leonora—. ¡Pueden oírte!
Webb clavó los ojos en la selva.
—¡Sé que están ahí! —gritó.
—¡Jack!
El hombre volvió a gritarle a la selva silenciosa.
—¡Los veo!
Disparó su pistola, cuatro, cinco veces, rápidamente, furiosamente.
La selva devoró las balas estremeciéndose apenas, con un leve ruido, como si alguien desgarrase una pieza de seda. Las balas se hundieron y desaparecieron en un millón de hectáreas de hojas verdes, árboles, silencio y tierra húmeda. El eco de los tiros murió rápidamente. Sólo se oía el murmullo del tubo de escape.
Webb caminó alrededor del coche, entró y cerró la portezuela.
Ya en su asiento, volvió a cargar el revólver y se alejaron de aquel sitio.
Viajaban velozmente.
—¿Viste a alguien?
—No. ¿Y tú?
La mujer sacudió la cabeza.
—Vamos muy rápido.
Webb aminoró la marcha justo a tiempo. Al volver una curva, aparecieron otra vez aquellos objetos brillantes, ocupando el lado derecho del camino. Webb desvió el coche hacia la izquierda, y pasaron.
—¡Hijos de perra!
—No son hijos de perra. Son sólo gente que nunca tuvo coches como éste, ni ninguna otra cosa.
Algo golpeó levemente el vidrio delantero.
Un líquido incoloro rayó el vidrio.
Leonora alzó los ojos.
—¿Va a llover?
—No. Fue un insecto.
Otro golpecito.
—¿Estás seguro que fue un insecto?
Otro golpe, y otro y otro.
—¡Cierra la ventanilla! —dijo Webb, acelerando.
Algo cayó en el regazo de Leonora. Leonora bajó la cabeza y miró. Webb se inclinó para tocarlo.
—¡Rápido!
Leonora apretó el botón. La ventanilla se cerró bruscamente.
Luego Leonora volvió a mirarse el regazo.
El diminuto dardo de cerbatana brillaba sobre su falda.
—Que no te toque el líquido —dijo Webb—. Envuelve el dardo en tu pañuelo.
Lo tiraremos más tarde.
El coche corría a cien kilómetros por hora.
—Si nos encontramos otra vez con esos obstáculos, estamos perdidos.
—Se trata de algo local —replicó Webb—. Saldremos de esto. Seguían los golpes. En el parabrisas se sucedían las descargas.
—¡Pero ni siquiera nos conocen! —exclamó Leonora Webb.
—Ojalá nos conociesen. —Las manos de Webb apretaron el volante—. Matar a gente conocida es difícil, pero no a extranjeros.
—No quiero morir —dijo la mujer, simplemente.
Webb se metió la mano bajo la chaqueta.
—Si me pasa algo, el revólver está aquí. Úsalo, por amor de Dios, y no pierdas tiempo.
Leonora se acercó a su marido y corrieron a ciento veinte kilómetros por hora por el camino, ahora recto, que atravesaba la selva, sin decir una palabra.
Con las ventanillas levantadas, el interior del coche era un horno.
—Era tan tonto todo eso —dijo Leonora al fin—. Poner cuchillos en el camino. Tratar de herirnos con dardos. ¿Cómo pueden saber que el coche que va a pasar lleva gente blanca?
—No les pidas que sean lógicos —dijo Webb—. Un coche es un coche. Es grande, es lujoso. El dinero de un coche les duraría toda la vida. Y además, si logran detener un coche, pueden sorprender a un turista americano o un rico español, cuyos antecesores podrían haberse comportado mejor. Y si detienen a otro indígena, diablos, se le ayuda a salir del apuro y cambiar las ruedas.
—¿Qué hora es? —preguntó Leonora.
Webb se miró por milésima vez la muñeca desnuda. Inexpresivamente, sin mostrarse sorprendido, se puso a pescar con una mano el brillante reloj de oro que llevaba en un bolsillo del chaleco. Un año antes un nativo había clavado los ojos en ese reloj, y lo había mirado fijamente, fijamente, casi como con hambre. Luego el nativo lo había examinado a él, sin burla, sin odio, ni triste ni alegre, sólo perplejo.
Webb se había quitado aquel día el reloj y nunca, desde entonces, había vuelto a usarlo en la muñeca.
—Mediodía —dijo.
Mediodía.
La frontera apareció ante ellos. La vieron y los dos lanzaron un grito, a la vez. Se acercaron, sonriendo, sin saber por qué sonreían…
John Webb sacó la cabeza por la ventanilla, comenzó a hacerle señas al guarda del puesto fronterizo, y luego, dominándose, salió del coche. Caminó hacia la estación. Tres hombres jóvenes, muy bajos, vestidos con terrosos uniformes, hablaban de pie. No miraron a Webb, que se detuvo ante ellos. Continuaron conversando en español, ignorándolo.
—Perdón —dijo John Webb al fin—. ¿Podemos cruzar la frontera hasta Juatala?
Uno de los hombres se volvió un momento hacia Webb.
—Lo siento, señor[1].
Los tres hombres volvieron a hablar.
—Usted no entiende —dijo Webb, tocando el codo del primer hombre—.
Tenemos que pasar.
El hombre sacudió la cabeza.
—Los pasaportes ya no sirven. ¿Y por qué van a dejar nuestro país de todos modos?
—Lo anunciaron por radio. Todos los norteamericanos tienen que dejar el país en seguida. —Ah, sí, sí.
Los tres soldados se miraron de soslayo con los ojos brillantes.
—O serán multados o encarcelados, o ambas cosas —dijo Webb.
—Podemos dejarles cruzar la frontera, pero en Juatala les darán veinticuatro horas para que se vayan también. Si no lo cree, ¡escuche! —El guarda se volvió y llamó a través de la frontera—: ¡Eh! ¡Eh!
En pleno sol, a cuarenta metros de distancia, un hombre que se paseaba lentamente, con el rifle en los brazos, se volvió hacia ellos.
—Hola, Paco, ¿quieres a estos dos?
—No, gracias, gracias, no —replicó el hombre del rifle, sonriendo.
—¿Ve usted? —dijo el guarda volviéndose hacia John Webb.
Los tres soldados se rieron.
—Tengo dinero —dijo Webb.
Los tres hombres dejaron de reír.
El primer guarda se adelantó hacia John, y su cara no era ahora lánguida ni condescendiente. Parecía una piedra oscura.
—Sí —dijo—. Siempre tienen dinero. Ya lo sé. Vienen aquí y piensan que con ese dinero se consigue todo. ¿Pero qué es el dinero? Es sólo una promesa, señor.
Lo he leído en los libros. Y cuando alguien ya no cree en promesas, ¿qué pasa entonces?
—Le daré lo que quiera.
—¿Sí? —El guarda miró a sus compañeros—. Me dará lo que yo quiera. —Y añadió dirigiéndose a Webb—: Es un chiste. Siempre fuimos un chiste para ustedes, ¿no es cierto?
—No.
—Mañana, y se reían de nosotros. Se reían de nuestras siestas y nuestros mañanas, ¿no es así?
—No era yo. Algún otro.
—Sí, usted.
—Nunca he estado en este puesto.
—Yo sin embargo lo conozco. Venga aquí, haga esto, haga aquello. Oh, tome un peso, cómprese una casa. Vaya allí, haga esto, haga aquello.
—No era yo.
—Se parecía a usted de todos modos.
Estaban en el sol, con las oscuras sombras tendidas a sus pies, y la transpiración les coloreaba las axilas. El soldado se acercó todavía más a Webb.
—Ya no tengo que hacer cosas para usted.
—Nunca las hizo. Nunca se las pedí.
—Está usted temblando, señor.
—Estoy muy bien. Es el sol.
—¿Cuánto dinero tiene? —preguntó el guarda.
—Mil pesos para que nos dejen pasar, y otros mil para el hombre del otro lado.
El guarda se volvió otra vez.
—¿Mil pesos es bastante?
—No —dijo el otro guarda—. ¡Dile que nos denuncie!
—Sí —dijo el guarda, mirando nuevamente a Webb—. Denúncieme. Hágame despedir. Ya me despidieron una vez, hace años, por culpa suya.
—Fue algún otro.
—Anote mi nombre. Carlos Rodríguez Ysotl. Ahora deme dos mil pesos.
John Webb sacó su cartera y entregó el dinero. Carlos Rodríguez Ysotl se mojó el pulgar y contó lentamente el dinero bajo el cielo azul y barnizado mientras el mediodía se ahondaba en todo el país, y el sudor brotaba de fuentes ocultas, y la gente jadeaba y se fatigaba sobre sus sombras.
—Dos mil pesos. —El guarda dobló el dinero y se lo puso tranquilamente en el bolsillo—. Ahora den vuelta el coche y busquen otra frontera.
—¡Un momento, maldita sea! —exclamó John Webb.
El guarda lo miró.
—Dé vuelta el coche.
Se quedaron así un tiempo, con el sol que se reflejaba en el fusil del guarda, sin hablar. Y luego John Webb se volvió y se alejó lentamente hacia el coche, con una mano sobre la cara, y se sentó adelante.
—¿A dónde vamos? —preguntó Leonora.
—Al diablo. O a Porto Bello.
—Pero necesitamos gasolina y asegurar la rueda. Y viajar otra vez por esos caminos… Esta vez pondrán troncos, y…
—Ya sé, ya sé… —John Webb se frotó los ojos y se quedó un momento con la cara entre las manos—. Estamos solos, Dios mío, estamos solos. ¿Recuerdas qué seguros nos sentíamos antes? ¿Qué seguros? Invocábamos en todas las ciudades grandes al cónsul americano. ¿Recuerdas la broma? « ¡A donde quiera que vayas puedes oír el aleteo del águila!» . ¿O era el sonido de los billetes? Me he olvidado. Jesús, Jesús, el mundo se ha vaciado con una rapidez horrible. ¿A quién recurriré ahora?
Leonora esperó un momento y luego dijo:
—Me tienes a mí. Aunque eso no es mucho.
Webb la abrazó.
—Has estado encantadora. Nada de histerias. Nada.
—Quizá esta noche me ponga a chillar, cuando nos metamos en cama, si volvemos a encontrar una cama. Ha pasado más de un millón de kilómetros desde el desayuno.
Webb la besó, dos veces, en la boca seca. Luego volvió a recostarse, lentamente.
—Ante todo hay que buscar gasolina. Si la conseguimos, podemos ir a Porto Bello.
Pusieron en marcha el coche. Los tres soldados hablaban y reían.
Un minuto después, ya en viaje, Webb comenzó a reírse suavemente.
—¿En qué piensas? —le preguntó su mujer.
—Recuerdo un viejo espiritual. Era algo así:
Fui a esconder la cara en la Roca, y la Roca gritó: No hay escondites. No hay escondites aquí.
—Recuerdo —dijo Leonora.
—Es una canción muy apropiada ahora —comentó Webb—. Te la cantaría entera si la recordase. Tengo ganas de cantar. Apretó el acelerador.
Se detuvieron ante una estación de combustible, y un minuto más tarde, como el encargado no apareciese, John Webb hizo sonar la bocina. Luego, aterrado, sacó la mano del botón de la bocina y la miró como si fuese la mano de un leproso.
—No debí haberlo hecho.
El encargado apareció en el umbral sombrío de la estación. Otros dos hombres aparecieron detrás.
Los tres hombres salieron y caminaron junto al coche, mirándolo, tocándolo, sintiéndolo.
Las caras de los hombres eran como cobre quemado a la luz del sol. Tocaron las elásticas cubiertas, respiraron el olor nuevo del metal y la tapicería. —Señor —dijo al fin el encargado.
—Quisiéramos comprar un poco de gasolina, por favor. —Se nos acabó, señor.
—Pero sus tanques indican que están llenos. Puedo ver la gasolina en los tanques de vidrio.
—Se nos acabó la gasolina —dijo el hombre.
—¡Le pagaré diez pesos el litro! —Gracias, no.
—No tenemos bastante gasolina para salir de aquí. —Webb examinó el indicador—. Ni siquiera un litro. Será mejor que dejemos el coche, vayamos a la ciudad y veamos qué se puede hacer.
—Le cuidaremos el coche, señor —dijo el encargado—. Si me dejan las llaves.
—¡No podemos dejarle las llaves! —dijo Leonora—. ¿Podemos?
—No sé qué otra cosa nos queda. Lo abandonamos en el camino, para que se lo lleve el primero que pase, o se lo dejamos a este hombre.
—Eso es mejor —dijo el hombre.
Los Webb salieron del coche y se quedaron un rato mirándolo.
—Era un hermoso coche —dijo John Webb.
—Muy hermoso —dijo el encargado, con la mano extendida, esperando las llaves—. Lo cuidaré bien, señor.
—Pero, Jack…
Leonora abrió la puerta de atrás y comenzó a sacar el equipaje. Por encima del hombro de su mujer, John veía los brillantes marbetes, la tormenta de color que había cubierto el cuero gastado después de años de viajes, después de años en los mejores hoteles de dos docenas de países.
Leonora tironeó de las maletas, sudando, y John la detuvo, y se quedaron allí, jadeando ante la portezuela abierta, mirando aquellos hermosos y lujosos baúles que guardaban los magníficos tejidos de hilo y lana y seda de sus vidas, el perfume de cuarenta dólares, y las pieles frescas y oscuras, y los plateados palos de golf. Veinte años estaban empaquetados en aquellas cajas, veinte años y cuatro docenas de papeles que habían interpretado en Río, en París, en Roma y Shangai; pero el papel que habían interpretado con mayor frecuencia, y el mejor de todos, era el de los ricos y alegres Webbs, la gente de la sonrisa perenne, asombrosamente feliz, la que podía preparar aquel cóctel de tan raro equilibrio conocido como Sahara.
—No podemos llevarnos todo esto a la ciudad —dijo John—. Volveremos a buscarlo más tarde.
—Pero…
John la hizo callar tomándola de un brazo y echando a caminar por la carretera.
—Pero no podemos dejarlo aquí, ¡no podemos dejar aquí el equipaje y el coche! Oh, escucha. Me meteré y cerraré los cristales mientras vas a buscar gasolina, ¿por qué no? —dijo Leonora.
John se detuvo y miró a los tres hombres junto al coche que resplandecía bajo el sol amarillo. Los ojos de los hombres brillaban y miraban a la mujer.
—Ahí tienes la respuesta. Vamos.
—¡Pero nadie deja así un coche de cuatro mil dólares! —lloró Leonora.
John la hizo caminar, llevándola firmemente por el codo, con una serena decisión.
—Los coches son para viajar en ellos. Cuando no viajan, son inútiles. En este momento tenemos que viajar, eso es todo. El coche sin gasolina no vale un centavo. Un par de buenas piernas tiene hoy más valor que cien coches, si puedes usarlas. Hemos empezado a echar cosas por la borda. Seguiremos arrojando lastre hasta que debamos sacarnos el pellejo.
Webb soltó el brazo de Leonora, que caminaba tranquila junto a él.
—Es tan raro. Tan raro. Hace años que no camino así. —Leonora miró cómo movía sus propios pies, cómo pasaba el camino a su lado, cómo se abría la selva, cómo su marido se desplazaba rápidamente, hasta que aquel ritmo regular pareció hipnotizarla—. Pero quizá es posible volver a aprenderlo todo —dijo al fin.
El sol recorría el cielo, y el señor y la señora Webb recorrieron un rato la ardiente carretera. De pronto el señor Webb se puso a pensar en voz alta.
—Sabes, en cierto modo, pienso que es útil volver a lo esencial. Ya no nos preocupamos por una docena de cosas, sino sólo por ti y por mí.
—Cuidado, viene un coche… será mejor…
Se volvieron a medias, dieron un grito, y saltaron. Cayeron a un lado de la carretera y se quedaron allí, tendidos, mientras el automóvil pasaba a cien kilómetros por hora. Voces que cantaban, hombres que reían, hombres que gritaban y saludaban con las manos. El coche se alejó envuelto en un remolino de polvo y se perdió en una curva, haciendo sonar su doble bocina, una y otra vez.
Webb ayudó a levantarse a Leonora y los dos, de pie, miraron la carretera tranquila.
—¿Lo viste?
Miraron cómo el polvo se depositaba lentamente.
—Espero que se acuerden de cambiar el aceite y examinar la batería, por lo menos. Espero que se acuerden de echarle agua al radiador —dijo Leonora, y después de una pausa—: Cantaban, ¿no es cierto?
Webb asintió. Miraron parpadeando la enorme nube de polvo que descendía sobre ellos como polen amarillo. Las pestañas de Leonora, notó Webb, lanzaban unas lucecitas brillantes.
—No —dijo—. Eso no. Al fin y al cabo, era sólo una máquina.
—Yo lo quería mucho.
—Siempre queremos todo demasiado. Siguieron caminando y pasaron junto a una botella rota de vino que perfumaba el aire.
No estaban lejos del pueblo. La mujer caminaba adelante, el marido detrás, mirándose los pies mientras caminaban, cuando un ruido de latas y vapores y agua hirviendo les hizo volver la cabeza y mirar el camino. Un viejo venía despacio por el camino en un Ford 1929. El coche no tenía guardabarros, y el sol había descascarado y quemado la pintura, pero el viejo conducía con una serena dignidad. Su cara era una sombra pensativa bajo el sucio sombrero de paja, y cuando vio a los Webb, detuvo el coche, que comenzó a humear. El motor se sacudía bajo la capota, y el viejo abrió la chillona portezuela diciendo:
—No es día para caminar.
—Gracias —dijeron los Webb.
—No es nada. —El hombre llevaba un traje de verano viejo y amarillento, con una corbata grasienta anudada con descuido al cuello arrugado. Ayudó a la mujer a subir al asiento de atrás con una graciosa inclinación de cabeza—. Los hombres sentémonos adelante —sugirió, y el marido se sentó adelante, y el coche partió entre temblorosos vapores.
—Bueno. Me llamo García.
Presentaciones e inclinaciones de cabeza.
—¿Se les rompió el coche? ¿Van en busca de auxilio? —dijo el señor García.
—Sí.
—Entonces permítanme que los lleve de vuelta junto con un mecánico — ofreció el hombre.
Los Webb le dieron las gracias y rechazaron amablemente el ofrecimiento, y el viejo lo repitió, pero después de observar que su interés y preocupación parecían turbar a la pareja, habló muy cortésmente de otra cosa.
El viejo tocó unos cuantos periódicos que llevaba en las rodillas.
—¿Leen periódicos? Por supuesto. ¿Pero los leen como yo? Dudo que hayan descubierto mi sistema. Pero no, no lo descubrí yo. Más bien el sistema se me impuso. Pero luego de un tiempo vi que era un sistema inteligente. Recibo siempre los periódicos con una semana de atraso. Todos nosotros, aquellos que tienen interés, reciben los periódicos con una semana de atraso, de la capital. Y esta circunstancia da a un hombre ideas claras. Uno cuida sus ideas cuando lee un periódico viejo.
El marido y la mujer le pidieron que siguiese.
—Bueno —dijo el viejo—. Recuerdo cuando viví un mes en la capital y compraba el periódico todos los días. El amor, la ira, la irritación, la frustración me dominaban. Hervían en mí todas las pasiones. Yo era joven. Todo me sacaba de quicio. De pronto comprendí. Creía en todo lo que leía. ¿Lo notaron? ¿Notaron que uno cree en un periódico recién impreso? Esto ha ocurrido hace una hora, piensa uno. Tiene que ser verdad. —El viejo sacudió la cabeza—. Así que aprendí a retroceder y dejar que el periódico envejeciera y madurara. Aquí, en Colonia, observé que los titulares disminuían hasta desaparecer. El periódico de hace una semana… cómo, si hasta uno podría escupir en él, si quisiese. Es como una mujer que se amó una vez, pero uno ve ahora, días más tarde, que no es como uno creía. Tiene una cara bastante común, y es tan profunda como un vaso de agua.
El viejo guiaba suavemente el coche, con las manos sobre el volante como sobre las cabezas de sus hijos, con cariño y afecto.
—De modo que aquí voy, de vuelta a mi casa a leer los periódicos viejos, a mirarlos de soslayo, a jugar con ellos.
Extendió un periódico sobre las rodillas, lanzándole de cuando en cuando una ojeada mientras conducía.
—Qué blanco es este periódico, como la mente de un niño idiota, pobrecito, se puede poner cualquier cosa en un sitio vacío como éste. Aquí, ¿ven ustedes? El periódico dice que todos los blancos del mundo han muerto. Tonterías. En este mismo momento hay probablemente millones de hombres y mujeres blancos dedicados a almorzar o cenar. Tiembla la tierra, se estremece el pueblo, la gente escapa gritando: ¡Todo se ha perdido! En la población siguiente, la gente se pregunta qué pasa, qué son esos gritos, pues han dormido muy bien esa noche. Ah, ah, qué mundo complejo es éste. La gente no sabe qué complejo es. Para ellos es día o es noche. Los rumores corren deprisa. Esta misma tarde todas las aldeas que bordean el camino, detrás y delante de nosotros, están de fiesta. El hombre blanco ha muerto, dicen los rumores, y sin embargo aquí voy yo a la ciudad con dos que me parecen bien vivos. Espero que no les moleste este modo de hablar. Si no hablo con ustedes tendré que hablarle a ese motor de enfrente, que hace mucho ruido al responder.
Estaban en las afueras de la ciudad.
—Por favor, señor —dijo John Webb—, no sería prudente para usted que lo viesen con nosotros. Bajaremos aquí.
El viejo detuvo el coche de mala gana y dijo:
—Son ustedes muy amables al pensar en mí. —Se volvió a mirar a la encantadora esposa—: Cuando era joven estaba lleno de vida y proyectos. Leí todos los libros de un francés llamado Jules Verne. Veo que lo conocen. De noche yo pensaba que me gustaría ser inventor. Todo eso se ha perdido, nunca hice lo que quería hacer. Pero recuerdo claramente que una de las máquinas que yo quería construir era una que haría que un hombre, durante una hora, pudiera ser cualquier otro hombre. En la máquina había colores y olores y películas, como en un teatro, y se parecía a un ataúd. Uno se metía en el ataúd y apretaba un botón. Y durante una hora uno podía ser esos esquimales que viven en el frío, allá arriba, o un señor árabe a caballo. Todo lo que sentía un hombre de Nueva York, podía sentirlo uno en la máquina. Todo lo que olía un sueco, podía olerlo uno. Todo lo que saboreaba un chino, podía sentirlo uno en la lengua. La máquina era como otro hombre… ¿Comprenden lo que yo buscaba? Y tocando muchos de esos botones cada vez que entraba en mi máquina, usted podía ser un hombre blanco o un hombre amarillo o un negrito. Hasta se podía ser una mujer o un niño si uno quería divertirse de veras.
El marido y la mujer descendieron del coche.
—¿Trató de inventar alguna vez la máquina?
—Fue hace tanto tiempo. No había vuelto a acordarme hasta hoy. Y hoy pensé que podía sernos útil, que la necesitábamos. Qué lástima que nunca haya intentado construirla. Algún día la construirá algún otro.
—Algún día —dijo John Webb.
—Ha sido un placer hablar con ustedes —dijo el viejo—. Que Dios los acompañe.
—Adiós, señor García —dijeron los Webb.
El coche se alejó lentamente, humeando. Los Webb lo miraron irse, un minuto entero. Luego, sin hablar, Webb extendió el brazo y tomó la mano de su mujer.
Entraron a pie en la pequeña ciudad de Colonia. Pasaron junto a las tiendecitas, la carnicería, la casa del fotógrafo. La gente se detenía y los miraba pasar y no dejaba de mirarlos hasta perderlos de vista. Cada pocos segundos, mientras caminaba, Webb se metía la mano bajo la chaqueta, para tocar el revólver, secreta, tentativamente, como alguien que se toca un granito que crece y crece hora a hora…
El patio del Hotel Esposa era fresco como una gruta bajo una cascada azul. En él cantaban las aves enjauladas, y los pasos resonaban como tiros de rifle, claros y limpios.
—¿Recuerdas? Paramos aquí hace años —dijo Webb ayudando a su mujer a subir los escalones. Se detuvieron en la gruta fresca, disfrutando de la sombra azul.
—Señor Esposa —dijo John Webb cuando un hombre grueso salió de detrás de un escritorio mirándolo de soslayo—. ¿No me recuerda? John Webb. Hace cinco años… jugamos a las cartas una noche.
—Por supuesto, por supuesto.
El señor Esposa se inclinó y estrechó brevemente las manos. Hubo un silencio incómodo. Webb carraspeó.
—Hemos tenido algunas dificultades, señor Esposa. ¿Podemos alquilar una habitación? Por esta noche solamente.
—Aquí el dinero de usted siempre tendrá valor.
—¿Quiere decir que nos dará una habitación? Pagaremos con gusto por adelantado. Dios, necesitamos ese descanso. Pero más que eso, necesitamos gasolina.
Leonora tocó el brazo de su marido.
—¿No recuerdas? Ya no tenemos auto.
—Oh, es cierto. —Webb permaneció callado unos instantes y al fin suspiró—.
Bueno. No se preocupe por la gasolina. ¿Sale algún autobús pronto para la capital? —Todo llegará, a su tiempo —dijo el hombre nerviosamente—. Por aquí.
Mientras subían las escaleras oyeron un ruido. Miraron hacia afuera y vieron el coche, que daba vueltas y vueltas alrededor de la plaza, ocho veces, cargado de hombres que gritaban y cantaban y se colgaban de los guardabarros, riendo.
Niños y perros corrían detrás del coche.
—Cómo me gustaría tener un coche como ése —dijo el señor Esposa.
En el tercer piso del Hotel Esposa, el gerente sirvió un poco de vino fresco para los tres.
—Por un cambio —dijo el señor Esposa.
—Brindaré por eso.
Bebieron. El señor Esposa se pasó la lengua por los labios y se los limpió en la manga de la chaqueta.
—Sorprende y entristece ver cómo cambia el mundo. Es insensato, nos han dejado atrás, piensa uno. Es increíble. Y ahora, bueno… Están a salvo por esta noche. Pueden tomar una ducha y cenar bien. No pueden quedarse más de una noche. Esto es todo lo que puedo ofrecerles por lo bondadosos que fueron ustedes conmigo hace cinco años.
—¿Y mañana?
—¿Mañana? No tomen el autobús para la capital, por favor. Hay tumultos en las calles, allá. Han matado a alguna gente del norte. No es nada. Pasará en seguida. Pero hasta entonces, hasta que la sangre se enfríe, deberán tener cuidado. Hay muchos malvados que quieren aprovechar la situación, señor. En las próximas cuarenta y ocho horas, bajo el disfraz del nacionalismo, esa gente intentará ganar el poder. Egoísmo y patriotismo, señor. Es difícil distinguir uno de otro. Así que… deberán esconderse. Es un problema. Toda la ciudad sabrá que están aquí antes de unas pocas horas. Puede ser peligroso para mi hotel. No sé.
—Comprendemos. Es usted muy bueno al ayudarnos tanto.
—Si necesitan algo, llámenme. —El señor Esposa se bebió el vino que aún quedaba en su vaso—. Terminen la botella —dijo.
Los fuegos de artificio comenzaron aquella noche a las nueve. Los cohetes, primero uno y luego otro, se elevaron en el cielo oscuro y estallaron por encima de los vientos edificando arquitecturas de llamas. Cada cohete, en la cima de su curso, se abría desplegando una formación de gallardetes de llamas blancas y rojas, algo parecida a la cúpula de una hermosa catedral.
Leonora y John Webb, junto a la ventana abierta, miraban y escuchaban desde la habitación en sombras. Pasaba el tiempo, y por todos los caminos y senderos venía más gente a la ciudad y comenzaba a pasearse por la plaza tomada del brazo, cantando, aullando como perros, apretándose como gallinas. Y luego se dejaban caer en las aceras, se sentaban allí, y se reían, con las cabezas echadas hacia atrás, mientras los cohetes estallaban en colores sobre las caras levantadas. Una banda comenzó a soplar y resollar.
—Aquí nos tienes —dijo John Webb— luego de unos cuantos centenares de años de buena vida. Esto es lo que queda de la supremacía blanca… tú y yo en una habitación a oscuras en un hotel situado a quinientos kilómetros tierra adentro en un país en fiesta.
—Tenemos que ponernos en su lugar.
—Oh, hace tiempo que lo he hecho. En cierto modo, me alegro de que sean felices. Dios sabe que han esperado bastante. Pero me pregunto cuánto durará esa dicha. Ahora que el chivo expiatorio ha desaparecido, ¿quién será el culpable de la opresión? ¿Quién estará tan a mano, quién será tan obviamente culpable como tú y yo y el hombre que ocupó antes que nosotros este mismo cuarto?
—No sé.
—Somos tan oportunos. El hombre que alquiló este cuarto el mes pasado era tan oportuno. Un modelo. Se reía de las siestas de los nativos. Rehusaba aprender una pizca de español. Que aprendan inglés, por Dios, y que hablen como hombres, decía. Y bebía demasiado y perseguía demasiado a las mujeres del pueblo.
Webb se interrumpió y se alejó de la ventana. Miró el cuarto.
Los muebles y adornos, pensó. El sofá donde el hombre puso los zapatos sucios, la alfombra que agujereó con colillas de cigarrillo… Y la mancha húmeda en la pared junto a la cama, Dios sabe por qué o cómo hizo eso. Las sillas rayadas y pateadas. No era su hotel o su habitación; era algo prestado. Y sin ningún valor. Así ese hijo de perra se paseó por todo el país durante cien años, un hombre de negocios, una cámara de comercio, y aquí estamos nosotros ahora, bastante parecidos a él como para ser sus hermanos, y allá están ellos, en la noche del baile de la servidumbre. No saben, y si lo saben no quieren pensarlo, que mañana serán tan pobres como hoy, que estarán tan oprimidos como siempre, que la máquina apenas se habrá movido hasta el otro diente del engranaje.
Ahora la banda había dejado de tocar, y un hombre había subido de un salto, gritando, a la plataforma. Hubo un resplandor de machetes en el aire y el brillo oscuro de unos cuerpos semidesnudos.
El hombre de la plataforma volvió la cara al hotel y miró la habitación oscura donde John y Leonora Webb habían retrocedido, alejándose de las luces intermitentes.
El hombre gritó.
—¿Qué dice? —preguntó Leonora.
—« Éste es un mundo libre» —tradujo John Webb.
El hombre aulló.
John Webb volvió a traducir:
—« ¡Somos libres!» .
El hombre se alzó en puntas de pie e hizo el ademán de romper unas esposas.
—« Nadie es dueño de nosotros, nadie en el mundo» —tradujo Webb.
La multitud rugió y la banda comenzó a tocar, y, mientras tocaba, el hombre de la plataforma miraba la ventana de la habitación oscura con todo el odio del universo en los ojos.
Durante la noche hubo peleas y golpes, y voces que se alzaban, y discusiones y tiros. John Webb, acostado, despierto, oyó la voz del señor Esposa en el piso de abajo que razonaba, hablaba serena, firmemente. Y luego el tumulto fue borrándose, los últimos cohetes subieron al cielo, y las últimas botellas se rompieron en las piedras de la calle.
A las cinco de la mañana el aire comenzó a calentarse otra vez. Unos golpes muy débiles sonaron en la puerta del cuarto.
—Soy yo, Esposa —dijo una voz.
John Webb titubeó, a medio vestir, tambaleándose por la falta de sueño. Al fin abrió la puerta.
—¡Qué noche, qué noche! —dijo el señor Esposa entrando en el cuarto, sacudiendo la cabeza, riendo dulcemente—. ¿Escucharon el ruido? ¿Sí? Querían subir al cuarto de ustedes. No los dejé.
—Gracias —dijo Leonora todavía en la cama, con la cara vuelta hacia la pared.
—Eran todos viejos amigos. Hice un arreglo con ellos. Estaban bastante borrachos y bastante felices, y dijeron que esperarían. Tengo algo que proponerles a ustedes dos. —De pronto el hombre pareció turbado. Se acercó a la ventana—. Todos duermen aún. Sólo unos pocos están levantados. Unos cuantos hombres. ¿Los ve, del otro lado de la plaza?
John Webb miró la plaza. Vio a los hombres morenos que hablaban serenamente del tiempo, el mundo, el sol, este pueblo, y el vino quizá. —Señor, ¿ha tenido usted hambre alguna vez en la vida?
—Sólo un día, una vez.
—Sólo un día. ¿Ha tenido siempre una casa donde vivir y un coche para viajar?
—Hasta ayer.
—¿Ha estado alguna vez sin trabajo?
—Nunca.
—¿Vivieron todos sus hermanos hasta los veintiún años?
—Todos.
—Hasta yo —dijo el señor Esposa—, hasta yo lo odio a usted un poco ahora.
Pues yo no tuve hogar durante mucho tiempo. He pasado hambre. Tengo tres hermanos y una hermana enterrados en ese cementerio de la loma, más allá del pueblo, muertos de tuberculosis antes de cumplir los nueve años. —El señor Esposa miró a los hombres en la plaza—. Ahora ya no tengo hambre ni soy pobre, tengo coche, estoy vivo. Pero soy uno entre mil. ¿Qué puede decirles en un día como hoy?
—Trataré de pensarlo.
—Yo he dejado de tratar hace ya mucho tiempo. Señor, hemos sido siempre una minoría, nosotros, los blancos. Soy de raza española, pero me he criado aquí, y me toleran.
—Nosotros no pensamos nunca que éramos una minoría —dijo Webb—, y ahora es difícil admitirlo.
—Se ha portado usted muy bien.
—¿Es eso una virtud?
—Sí en la plaza de toros, sí en la guerra, sí en cualquier situación parecida. Usted no se queja, no trata de excusarse. No corre y da un espectáculo. Creo que ustedes dos son muy valientes.
El gerente del hotel se sentó, lentamente, descorazonado.
—He venido a ofrecerles la posibilidad de quedarse —dijo.
—Quisiéramos irnos, si fuese posible.
El gerente se encogió de hombros.
—Les han robado el coche, y no querrán devolverlo. No pueden dejar la ciudad. Quédense y acepten un puesto en el hotel.
—¿Así que no hay modo de viajar?
—Puede que lo haya dentro de veinte días, señor, o veinte años. No pueden seguir viviendo sin dinero, comida, alojamiento. Aquí tienen en cambio mi hotel, y trabajo.
El gerente se levantó y caminó con aire de desánimo hacia la puerta, y se detuvo junto a una silla y tocó la chaqueta de Webb, que estaba allí colgada.
—¿Qué es ese trabajo? —preguntó Webb.
—En la cocina —le dijo el gerente, y miró para otro lado.
John Webb se sentó en la cama, en silencio. Su mujer no se movió. El señor Esposa dijo:
—No puedo ofrecerles nada mejor. ¿Qué más pueden pedir? Anoche, esos que están en la plaza querían venir a buscarlos. ¿Vieron los machetes? Discutí con ellos. Tuvieron ustedes suerte. Les dije que trabajarían en mi hotel en los próximos veinte años, que eran mis empleados y yo tenía que protegerlos.
—¡Usted dijo eso!
—Señor, señor, denme las gracias. Piensen un poco. ¿A dónde irían? ¿A la selva? Las serpientes los matarían en menos de dos horas. ¿Caminarían ochocientos kilómetros hasta una capital en la que no serían bienvenidos? No. Deben aceptar la realidad. —El señor Esposa abrió la puerta—. Les ofrezco una ocupación honesta, y les pagaré el salario común de dos pesos por día, más las comidas. ¿Quieren quedarse conmigo o ir afuera a la plaza con nuestros amigos al mediodía? Piénsenlo.
La puerta se cerró. El señor Esposa había desaparecido.
Webb se quedó mirando la puerta largo rato. Luego caminó hasta la silla y tocó el estuche de cuero bajo la doblada camisa blanca. El estuche estaba vacío. Lo tomó en las manos y lo miró parpadeando y miró la puerta por la que acababa de irse el señor Esposa. Se volvió y se sentó en la cama, junto a su mujer. Se acostó a su lado y la abrazó y la besó, y se quedaron inmóviles, acostados, mirando cómo la habitación se iba aclarando con el nuevo día.
A las once de la mañana, con las grandes persianas recogidas, comenzaron a vestirse. En el cuarto de baño había jabón, toallas, equipo de afeitar, y hasta perfumes. Todo facilitado por el señor Esposa.
John Webb se afeitó y vistió cuidadosamente.
A las once y media encendió la radio cerca de la cama. Uno podía sintonizar comúnmente Nueva York o Cleveland o Houston. Pero el aire estaba en silencio.
Webb apagó la radio.
—No hay adonde ir, ni ninguna razón para volver, nada.
Su mujer se sentó en una silla, cerca de la puerta, mirando la pared.
—Podemos quedarnos aquí y trabajar —dijo Webb.
Leonora Webb se movió al fin.
—No, no podemos hacerlo. No realmente. ¿O podemos?
—No, creo que no.
—No es posible. Somos consecuentes a pesar de todo. Inútiles, pero consecuentes.
Webb pensó un momento.
—Podríamos llegar a la selva.
—No creo que podamos dejar el hotel sin ser vistos. No podemos escapar y caer en sus manos. Sería peor de ese modo.
Webb estuvo de acuerdo.
Siguieron sentados en silencio unos instantes.
—No sería tan malo trabajar aquí —dijo Webb al fin.
—¿Y para qué seguir viviendo? Todos han muerto, tus padres, los míos, tus hermanos, los míos, nuestros amigos; todo ha desaparecido, todo lo que podíamos entender.
Webb asintió.
—Y si aceptamos el empleo, un día, pronto, uno de los hombres me tocará, y
tú no podrás permitirlo, sabes que no. O alguien te hará algo a ti, y yo haré algo.
Webb volvió a inclinar la cabeza.
Se quedaron así, sentados, unos quince minutos, hablando serenamente.
Luego, Webb tomó el teléfono y golpeó la horquilla con un dedo. —Bueno —dijo una voz en el otro extremo de la línea.
—¿Señor Esposa?
—Sí.
—Señor Esposa. —Webb hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios—.
Dígales a sus amigos que dejaremos el hotel al mediodía.
El teléfono no respondió inmediatamente. Luego, suspirando, el señor Esposa dijo:
—Como ustedes quieran. ¿Están decididos?
El teléfono guardó silencio un minuto. Luego el señor Esposa dijo serenamente:
—Mis amigos dicen que los esperarán del otro lado de la plaza.
—Nos encontraremos allí —dijo John Webb.
—Y señor…
—Sí.
—No me odie, no nos odie.
—Yo no odio a nadie.
—Es un mundo malo, señor. Nadie sabe cómo hemos llegado a esto, o qué estamos haciendo. Estos hombres no saben por qué están enojados. Sólo que están enojados. Perdónelos, y no los odie.
—No odio a esos hombres ni lo odio a usted.
—Gracias, gracias. —Quizá el hombre del otro extremo de la línea telefónica estaba llorando. No había modo de saberlo. Hacía grandes pausas al hablar, al respirar. Al fin dijo—: No sabemos por qué hacemos las cosas. Los hombres se golpean entre ellos sin razón, sólo porque son desgraciados. Recuerde eso. Soy su amigo. Yo lo ayudaría a usted si pudiese, pero no puedo. Tendría contra mí a toda la ciudad. Adiós, señor.
John se quedó sentado, con la mano apoyada en el teléfono silencioso. Pasó un momento antes de que alzara la vista. Pasó un momento antes de que sus ojos se fijaran en un objeto que estaba ante él. Cuando lo vio claramente, no se movió, siguió mirándolo hasta que una sonrisa de ironía, inmensamente fatigada, se le dibujó en la boca.
—Mira —dijo al fin.
Leonora siguió con los ojos el movimiento de la mano de Webb.
Ambos se quedaron mirando el cigarrillo que abandonado por Webb en el borde de la mesa, mientras telefoneaba, había dejado un agujero negro en la limpia superficie de la madera.
Era mediodía cuando descendieron los escalones del hotel, con el sol directamente sobre ellos, y las sombras debajo. Detrás, los pájaros cantaban en jaulas de bambú, el agua corría en una pequeña fuente. Salían limpios, todo lo posible, con las caras y las manos lavadas, las uñas arregladas, los zapatos lustrados.
Del otro lado de la plaza, a doscientos metros, había un pequeño grupo de hombres a la sombra del alero de un almacén. Algunos eran nativos de la selva, con brillantes machetes en la cintura. Todos miraban la plaza.
John Webb los miró un largo rato. No son todos, pensó, no es todo el país. Es sólo la superficie. La delgada piel sobre la carne. No es el cuerpo, de ningún modo. Sólo la cáscara del huevo. ¿Recuerdas las multitudes, los tumultos, las manifestaciones en tu propia patria? Siempre lo mismo, aquí o allá. Unas pocas caras de furia en las primeras filas, y luego, atrás, las caras serenas, los que no intervienen, los que dejan que las cosas sigan su curso, los que no quieren complicarse. La mayoría no se mueve. Y así unos pocos, un puñado, toman las riendas y se mueven por ellos.
Miró a los hombres sin parpadear. ¡Si pudiésemos romper esa cáscara! ¡Dios sabe qué delgada es!, pensó. Si pudiésemos hablar y abrirnos paso a través de esos hombres y llegar a la gente serena de atrás… ¿Podría hacerlo? ¿Sabría decirles las palabras apropiadas? ¿Podría evitar los gritos?
Buscó en sus bolsillos y sacó un arrugado paquete de cigarrillos y algunos fósforos.
Puedo intentarlo, pensó. ¿Cómo lo haría el viejo del Ford? Trataré de hacerlo de ese modo. Cuando acabemos de cruzar la plaza, comenzaré a hablar, en un murmullo si es necesario. Y si pasamos lentamente a través de esos hombres quizá podamos llegar hasta los otros, y nos encontraremos a salvo, en tierra firme.
Leonora se movió a su lado. Parecía tan lozana, tan bien arreglada a pesar de todo, tan nueva en medio de aquella vejez, tan sorprendente, que la mente de Webb se sacudió y vaciló. Se sorprendió a sí mismo mirándola como si ella lo hubiese traicionado con aquella blancura salina, el pelo maravillosamente cepillado, las manos limpiamente arregladas, y la boca roja y brillante.
En el último escalón, Webb encendió un cigarrillo, dio dos o tres largas chupadas, lo arrojó al suelo, lo pisoteó, envió de un puntapié la aplastada colilla a la calle, y dijo:
—Bien, vamos.
Bajaron el último escalón y comenzaron a caminar alrededor de la plaza, ante las pocas tiendas que aún permanecían abiertas. Caminaban serenamente. —Quizá sean decentes con nosotros.
—Esperémoslo.
Pasaron ante un taller fotográfico.
—Es otro día. Puede pasar cualquier cosa. Lo creo. No… realmente no lo creo. Estoy hablando, nada más. Tengo que hablar o no podría seguir caminando —dijo Leonora.
Pasaron ante una tienda de dulces.
—Sigue hablando, entonces.
—Tengo miedo —le dijo Leonora—. ¡Esto no puede pasarnos a nosotros!
¿Sólo quedamos nosotros en el mundo?
—Unos pocos más quizá.
Se acercaban a una carnicería al aire libre. ¡Dios!, pensó Webb. Cómo se estrechan los horizontes, cómo se acercan. Hace un año no había para nosotros cuatro direcciones, sino un millón. Ayer se habían reducido a cuatro; podíamos ir a Juatala, Porto Bello, San Juan Clementas o Brioconbria. Nos contentábamos con tener nuestro coche. Luego, cuando no pudimos conseguir gasolina, nos contentábamos con conservar nuestra ropa; luego, cuando nos sacaron la ropa, nos contentábamos con encontrar un lugar para dormir. Nos sacaban todos los placeres, y encontrábamos rápido consuelo. Dejábamos algo, y nos atábamos rápidamente a otra cosa. Supongo que es humano. Y al fin nos sacaron todo. Nada nos quedó. Excepto nosotros mismos. Sólo quedamos yo y Leonora, en esta plaza, pensando demasiado. Y lo que cuenta al fin es si podrán apartarte de mí, Leonora, o apartarme de ti, y no creo que puedan. Se han llevado todo lo demás, y no los acuso. Pero no pueden hacernos nada nuevo. Cuando quitas las ropas y adornos, quedan dos seres humanos que son felices o desgraciados, juntos, y nada más.
—Camina despacio —dijo en voz alta.
—Así lo hago.
—No demasiado despacio como para parecer desanimada. No demasiado rápido como si quisieras terminar de una vez. No les des esa satisfacción, Leo, no les des nada.
—No.
Siguieron caminando.
—Ni siquiera me toques, —dijo Webb serenamente—. Ni siquiera me tomes la mano.
—¡Oh, por favor!
—No, ni siquiera eso.
Webb se apartó unos centímetros y siguió caminando tranquilamente, con paso regular, mirando hacia adelante.
—Voy a echarme a llorar, Jack.
—¡Maldita sea! —dijo Webb entre dientes, sin mirar a Leonora—. ¡Para eso! ¿Quieres que corra? ¿Es eso lo que quieres… que te tome en brazos y corra a la selva y que ellos nos cacen? ¿Es eso lo que quieres, maldita sea, quieres que me tire en la calle, aquí mismo, y me arrastre y grite? Cállate, hagamos esto bien, ¡no les demos nada!
Caminaron un poco más.
—Muy bien —dijo Leonora, con los puños apretados, la cabeza erguida—. Ya no lloro. No quiero llorar.
—Bien, eso está muy bien.
Y todavía, curiosamente, no habían dejado atrás la carnicería. La visión horrorosa y roja se alzó a la izquierda de John y Leonora Webb mientras se adelantaban lentamente por la acera que el sol calentaba. Las cosas que colgaban de los ganchos parecían pecados, o actos brutales, malas conciencias, pesadillas, banderas ensangrentadas, y promesas rotas. Las reses rojas, oh, las reses rojas colgantes, húmedas y malolientes, las reses colgadas de los ganchos parecían cosas desconocidas, desconocidas.
Mientras pasaban junto a la carnicería, algo impulsó a John Webb a alargar una mano y golpear hábilmente un recto y colgado trozo de carne. Un enjambre de moscas azules se alzó de pronto, zumbando agriamente, y describió un cono brillante alrededor de la res.
—¡Son todos desconocidos! —dijo Leonora, con los ojos clavados ante ella, caminando—. No conozco a ninguno de ellos. Me gustaría conocer a alguno. ¡Me gustaría que uno por lo menos me conociese!
Dejaron atrás la carnicería. El trozo de res, de aspecto irritable, rojizo, se balanceaba a la luz cálida del sol.
Cuando dejó de balancearse, las moscas bajaron a cubrir la carne, como una túnica hambrienta.

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⏰ Huling update: May 15, 2018 ⏰

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