El tamiz y la arena

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Leyeron toda la tarde, mientras la fría lluvia de noviembre caía del cielo sobre la casa. Estaban en el vestíbulo, pues la sala parecía tan vacía y gris sin las paredes anaranjadas y amarillas, de luz de confeti, y naves del espacio, y mujeres vestidas con mallas de oro, y hombres con trajes de terciopelo negro que sacaban conejos de cincuenta kilos de sombreros de plata. La sala estaba muerta, y Mildred miraba inexpresivamente los muros mientras Montag iba y volvía, y se agachaba y leía en voz alta una página, hasta diez veces.
—« No sabemos en qué preciso momento nace una amistad. Cuando se llena una vasija gota a gota, una de ellas rebasa al fin la vasija; así en una serie de actos bondadosos hay al fin uno que enciende el corazón» .
Montag se quedó escuchando la lluvia.
—¿Es esto lo que pasó con la muchacha de al lado? Es tan difícil saberlo.
—Esa muchacha ha muerto. Hablemos de alguien vivo, por favor.
Montag no miró a su mujer y caminó estremeciéndose hasta la cocina. Se quedó allí un rato mirando la lluvia que golpeaba los cristales, y luego regresó al vestíbulo de luz gris, esperando a que los temblores cesasen.
Abrió otro libro.
—« Ese tema favorito: yo» .
—Eso lo entiendo —dijo Mildred.
—Pero el tema favorito de Clarisse no era ella. Era cualquier otro, y yo. Fue la primera persona, en muchos años, que me gustó de verdad. Fue la primera persona que me miró a los ojos como si yo contara para ella. —Montag alzó los dos libros—. Estos hombres han estado muertos mucho tiempo, pero sé que sus palabras apuntan, de un modo o de otro, a Clarisse.
Afuera, en la puerta de calle, en la lluvia, un débil rasguño.
Montag se quedó petrificado. Vio que Mildred se echaba hacia atrás, apoyándose en la pared, y jadeaba.
—Alguien… en la puerta… ¿Por qué la voz de la puerta no nos dice…?
—Yo la apagué.
Bajo la puerta, una respiración lenta y husmeante, la exhalación de un vapor eléctrico. Mildred se rió.
—¡Es sólo un perro, nada más! ¿Lo echo?
—¡No te muevas!
Silencio. La lluvia fría. Y el olor de la electricidad azul que pasaba por debajo de la puerta cerrada.
—Volvamos al trabajo —dijo Montag serenamente.
Mildred le dio un puntapié a un libro.
—Los libros no son gente. Tú lees, y yo miro alrededor. ¡Y no hay nadie!
Montag miró la sala muerta y gris como las aguas de un océano donde bulliría la vida si ellos encendiesen el sol electrónico.
—Pues bien —dijo Mildred—, mi « familia» es gente. Me dicen cosas, y yo me río, ¡y ellos se ríen! ¡Y todo en colores!
—Sí, ya sé.
—Y además, si el capitán Beatty supiera de estos libros… —Mildred pensó unos instantes y puso cara de asombro, y luego de horror—. Vendría y quemaría la casa y la « familia» . ¡Qué espanto! Piensa en nuestras inversiones. ¿Por qué debo leer? ¿Para qué?
—¡Para qué! ¡Por qué! —dijo Montag—. Vi la más horrible de las serpientes la otra noche. Estaba muerta, pero estaba viva. Podía ver, pero no podía ver. ¿Quieres ver esa serpiente? Está en el Hospital de Emergencia donde hicieron un informe con todas las porquerías que te sacó la serpiente. ¿Quieres ir y revisar el informe? Quizá lo encuentres a mi nombre o en la sección Miedo de la Guerra. ¿Quieres ir a la casa que ardió la otra noche? ¿Y rascar unas cenizas de los huesos de la mujer que quemó su propia casa? ¿Y qué me dices de Clarisse McClellan? ¿Dónde tendríamos que buscarla? ¡En la morgue! ¡Escucha!
Los bombarderos cruzaban y cruzaban el cielo sobre la casa, jadeando, murmurando, silbando como un enorme ventilador invisible que diese vueltas en el vacío.
—Señor —dijo Montag—. A toda hora tantas cosas malditas en el cielo. ¿Qué demonios hacen esos bombarderos ahí arriba, sin descansar un minuto? ¿Por qué nadie habla de eso? ¡Hemos iniciado y ganado dos guerras atómicas desde 1960! ¿Nos divertimos tanto en casa que nos hemos olvidado del mundo? ¿Será que somos tan ricos y el resto del mundo tan pobre y no nos importa que lo sea? He oído rumores; el mundo está muriéndose de hambre; pero nosotros estamos bien nutridos. ¿Es cierto que el mundo trabaja duramente mientras nosotros jugamos? ¿Nos odiarán tanto por eso? He oído rumores acerca de ese odio también, muy de cuando en cuando. ¿Sabes tú por qué nos odian? Yo no, debo admitirlo. Quizá los libros nos saquen un poco de esta oscuridad. Quizá eviten que cometamos los mismos condenados y disparatados errores. No he oído que esos idiotas bastardos de tu sala hablen de eso. Dios. Millie, ¿no te das cuenta? Una hora al día, dos horas con esos libros, y quizá…
Sonó el teléfono. Mildred tomó rápidamente el auricular.
—¡Ann! —exclamó riendo—. ¡Sí! ¡Esta noche los Payasos Blancos!
Montag fue a la cocina y dejó caer la mano con el libro.
—Montag —dijo—, eres realmente estúpido. ¿Adónde puede llevarnos todo esto? Hemos cerrado los libros, ¿te has olvidado?
Abrió el libro y comenzó a leer en voz alta, por sobre la risa de Mildred.
Pobre Millie, pensó. Pobre Montag, esos libros son barro para ti también. ¿Pero dónde conseguirás ayuda, dónde encontrarás un maestro a esta altura de las cosas?
Espera. Cerró los ojos. Sí, por supuesto. Se encontró pensando otra vez en el parque verde de hacía un año. Lo había recordado a menudo recientemente, pero ahora veía con toda claridad aquel día en el parque y el viejo que escondía algo, rápidamente, en su chaqueta negra.
El viejo dio un salto como si fuese a correr y Montag le gritó:
—¡Espere!
—¡No he hecho nada! —dijo el viejo, temblando.
—Nadie dice que haya hecho algo.
Se habían mirado un momento bajo la luz verde y suave, y luego Montag habló del tiempo, y el viejo respondió con una voz pálida. Formaban una pareja rara y tranquila. El viejo confesó que era un profesor de literatura, a quien habían echado a la calle hacía cuarenta años, cuando los últimos centros de humanidades tuvieron que cerrar a causa de los pocos alumnos y la falta de apoyo económico. Se llamaba Faber, y cuando se le pasó el miedo habló con una voz cadenciosa, mirando al cielo y los árboles y el parque verde, y cuando pasó una hora le dijo algo a Montag, y Montag sintió que era un poema sin rimas. Y luego el viejo se animó todavía más, y dijo alguna otra cosa, y eso era un poema también. Faber apoyaba la mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y recitaba en voz baja, y Montag supo que si estiraba la mano, le sacaría un libro de poemas de ese bolsillo. Pero no extendió la mano. Las manos le descansaban en las rodillas, entumecidas e inútiles.
—No hablo de cosas, señor —dijo Faber—. Hablo del significado de las cosas.
Estoy aquí, y sé que estoy vivo.
Y eso había sido todo, realmente. Una hora de monólogo, un poema, un comentario, y luego, como ignorando el hecho de que Montag era un bombero, Faber, con mano temblorosa, escribió una dirección en un trozo de papel.
—Para sus archivos, señor —dijo—. Por si usted decide enojarse conmigo. —No estoy enojado —dijo sorprendido Montag.
* * *
Mildred chillaba de risa en la sala.
Montag fue a su armario en el dormitorio, y miró las fichas de la maletaarchivo hasta que encontró una encabezada: investigaciones futuras. Allí estaba el nombre de Faber. No lo había olvidado, y no lo había borrado.
Llamó por un teléfono auxiliar. El teléfono del otro extremo de la línea gritó el nombre de Faber una docena de veces antes de que el profesor contestase con una voz débil. Montag se presentó y hubo un largo silencio.
—¿Sí, señor Montag?
—Profesor Faber, quiero hacerle una pregunta bastante rara. ¿Cuántos ejemplares de la Biblia quedan en este país?
—No sé a qué se refiere.
—Quiero saber si hay algún ejemplar.
—¡Esto es una trampa! ¡No puedo hablar con cualquiera por teléfono!
—¿Cuántos ejemplares de Shakespeare y Platón?
—¡Ninguno! Lo sabe tan bien como yo. ¡Ninguno!
Faber cortó la comunicación.
Montag dejó caer el auricular. Ninguno. Los índices del cuartel de bomberos ya lo decían, por supuesto. Pero por alguna razón había querido oírselo decir a Faber.
En la sala de recibo el rostro de Mildred estaba rojo de excitación.
—¡Bueno! ¡Vienen las señoras!
Montag le mostró un libro.
—Éste es el Antiguo y Nuevo Testamento, y… —¡No empieces otra vez!
—Quizá sea el último ejemplar en esta parte del mundo.
—Tienes que devolverlo esta noche, ¿no es cierto? El capitán Beatty sabe que tienes ese libro, ¿no es cierto?
—No creo que sepa qué libro he robado. ¿Pero cómo podré elegir un sustituto? ¿Devolveré al señor Jefferson? ¿O al señor Thoreau? ¿Cuál vale menos? Si elijo un sustituto y Beatty sabe qué libro he robado, ¡pensará que tenemos aquí toda una biblioteca!
Mildred torció la boca.
—¿Ves lo que estás haciendo? ¡Vas a arruinarnos! ¿Quién es más importante, yo o la Biblia?
Mildred chillaba ahora, sentada allí como una muñeca de cera que se derrite con su propio calor.
Montag podía oír la voz de Beatty.
—Siéntate, Montag. Observa. Delicadamente, como los pétalos de una flor. Quemamos la primera página, luego la segunda, y se transforman en mariposas negras. Hermoso, ¿eh? Quemamos la página tercera con la segunda, y así una tras otra, en una cadena de humo, capítulo por capítulo, todas las tonterías encerradas en estas palabras, todas las falsas promesas, las nociones de segunda mano, y las filosofías gastadas por el tiempo.
Así hablaría Beatty, transpirando ligeramente, y el suelo se cubriría con un enjambre de polillas oscuras, destruidas por una tormenta.
Mildred dejó de gritar tan de repente como había empezado. Montag no escuchaba.
—Hay que hacer algo —dijo—. Antes de devolverle el libro a Beatty haré sacar una copia.
—¿Estarás aquí para la función de los Payasos Blancos, y recibir a las visitas?
—exclamó Mildred.
Montag se detuvo en la puerta, de espaldas.
—¿Millie?
Un silencio.
—¿Qué?
—Millie, ¿el Payaso Blanco te quiere?
Ninguna respuesta.
—Millie… —Montag se pasó la lengua por los labios—. ¿Tu « familia» te quiere, te quiere mucho, con todo su cuerpo y toda su alma, Millie?
Montag sintió en la nuca que Mildred parpadeaba lentamente.
—¿Por qué haces esas preguntas tontas?
Montag sintió que tenía ganas de llorar, pero no movió la boca ni los ojos.
—Si encuentras a ese perro afuera —dijo Mildred— dale un puntapié de mi parte.
Montag titubeó, escuchando, ante la puerta. Al fin la abrió y se asomó.
La lluvia había cesado, y el sol se ponía en un cielo sin nubes. En la calle y el jardín no se veía a nadie. Soltó el aliento en un largo suspiro. Salió dando un portazo.
Estaba otra vez en el tren.
Me siento entumecido, pensó. ¿Cuándo comenzó realmente este entumecimiento a invadirme la cara, y el cuerpo? Aquella noche en que tropecé con el frasco de píldoras, como si hubiese tropezado con una mina subterránea.
Este entumecimiento desaparecerá, pensó. Llevará tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo conseguirá para mí. Alguien, en alguna parte, me devolverá mi vieja cara y mis viejas manos. Hasta la sonrisa, pensó. Mi vieja y quemada sonrisa. Estoy perdido sin ella.
Las paredes del túnel pasaban ante él. Losas claras y negras, claras y negras, números y oscuridad, más oscuridad. Y los totales que se sumaban a sí mismos.
Una vez, cuando era niño, se había sentado en una duna amarilla, a orillas del mar, en un día azul y cálido de verano, tratando de llenar un tamiz con arena.
Algún primo le había dicho: « ¡Llena este tamiz y te daré un premio!» . Y cuanto más rápido echaba la arena, más rápido pasaba por el tamiz, con un suspiro cálido. Se le cansaban las manos, la arena hervía, el tamiz estaba vacío. Sentado allí, en pleno julio, en silencio, sintió que las lágrimas le rodaban por la cara.
Ahora, mientras el tubo neumático lo arrastraba velozmente entre los sótanos muertos de la ciudad, sacudiéndolo, recordó otra vez la lógica terrible de aquel tamiz. Bajó la vista y vio que llevaba la Biblia abierta. Había gente en el tren de succión, pero apretó el libro entre las manos, y se le ocurrió entonces aquella idea tonta: si lees con suficiente rapidez, y lo lees todo, quizá quede en el tamiz algo de arena. Comenzó a leer, pero las palabras pasaban del otro lado, y pensó: dentro de unas horas allí estará Beatty, y aquí estaré yo, tratando de no perder ninguna frase, de recordar todas las líneas. Tengo que hacerlo.
Apretó el libro en sus puños.
Se oyó el sonido de unas trompetas.
—El dentífrico Denham.
Cállate, pensó Montag. Mirad los lirios del campo.
—El dentífrico Denham.
Ellos no trabajan…
—Denham.
Mirad los lirios del campo, cállate, cállate.
—¡Dentífrico!
Montag abrió bien el libro y alisó las páginas y las tocó como si fuese ciego, siguiendo la forma de las letras, sin parpadear.
—¡Denham! Se deletrea: D-E-N…
Ellos no trabajan ni…
El murmullo de la arena caliente a través de un tamiz vacío.
—¡Denham lo hace!
Mirad los lirios, los lirios, los lirios… —El detergente dental Denham.
—¡Cállate, cállate, cállate!
Fue un ruego, un grito tan terrible que Montag se puso de pie. Los sorprendidos pasajeros lo miraban fijamente, se apartaban de ese hombre de cara hastiada, de boca seca, que farfullaba algo incomprensible, que llevaba en la mano un libro aleteante. Gente que hasta hacía un momento había estado tranquilamente sentada, siguiendo con los pies el ritmo del Dentífrico Denham, del Detergente Dental Denham, del Dentífrico Dentífrico Dentífrico Denham, uno dos, uno dos tres, uno dos, uno dos tres. Gente que había estado masticando débilmente las palabras Dentífrico Dentífrico Dentífrico. La radio del tren vomitó a trozos sobre Montag una enorme carga de música de latón, cobre, plata, cromo y bronce. La gente era triturada hasta la sumisión; no escapaban, no había a dónde escapar; el tren neumático hundía su cabeza en la tierra.
—Lirios del campo.
—Denham.
—¡Lirios, he dicho!
La gente miró fijamente a Montag.
—Llamen al guardia. —Este hombre se ha vuelto… —¡Estación La Cumbre!
El tren se detuvo siseando.
Un grito:
—¡Estación La Cumbre!
Un suspiro:
—Denham.
La boca de Montag apenas se movía.
—Lirios…
La puerta del tren se abrió con un silbido. Montag no se movió. La puerta emitió un sonido entrecortado y comenzó a cerrarse. Sólo entonces Montag saltó hacia adelante, atropellando a otros pasajeros, gritando en su interior. Salió justo a tiempo. Corrió por el piso de losas blancas, a través de los túneles, ignorando las escaleras, pues quería sentir cómo se le movían los pies, cómo se le balanceaban los brazos, se le dilataban y encogían los pulmones, se le secaba la garganta. Una voz flotaba allá abajo:
—Denham Denham Denham.
El tren silbaba como una serpiente. El tren desapareció en su agujero.
—¿Quién es?
—Montag.
—¿Qué quiere?
—Déjeme entrar.
—¡No he hecho nada!
—Estoy solo, ¡maldita sea!
—¿Lo jura?
—¡Lo juro!
La puerta se abrió lentamente. Faber sacó la cabeza. Parecía muy viejo a la luz, y muy frágil, y con mucho miedo. Parecía no haber salido de la casa durante años. No era muy distinto de las paredes de yeso del interior de la casa. Tenía las mejillas y los labios blancos, y el pelo era blanco también, y los ojos se le habían apagado, y en el vago azul de las pupilas había algo de blanco. Y luego, de pronto, vio el libro bajo el brazo de Montag y ya no pareció tan viejo ni tan frágil. Poco a poco se le fue borrando aquella expresión de miedo.
—Lo siento. Pero hay que tener cuidado. —Miró el libro—. Así que es cierto.
Montag entró en la casa. La puerta se cerró.
—Siéntese.
Faber retrocedió de espaldas, como si temiera que el libro se desvaneciese si le quitaba los ojos de encima. Detrás de él se abría la puerta de una alcoba, y en ese cuarto unas piezas de maquinaria y unas herramientas de acero se amontonaban en desorden sobre un escritorio. Montag apenas pudo echar una ojeada antes de que Faber, advirtiendo su distracción, se diera vuelta rápidamente y cerrase la puerta. El viejo se quedó allí unos instantes, inmóvil, aferrando el pestillo con una mano temblorosa. Luego volvió una mirada intranquila a Montag, que ahora estaba sentado, y con el libro en el regazo.
—El libro… ¿Dónde…?
—Lo robé.
Faber, por primera vez, alzó los ojos y miró directamente a Montag.
—Es usted valiente.
—No —le dijo Montag—. Mi mujer está muriéndose. Una amiga mía murió hace unos días. Alguien que pudo haber sido una amiga murió carbonizada no hace más de veinticuatro horas. Sólo usted, entre quienes conozco, puede ayudarme. A ver. A ver…
Las manos le picaban a Faber en las rodillas.
—¿Puedo?
—Perdón —dijo Montag, y le alcanzó el libro.
—Han pasado tantos años. No soy un hombre religioso. Pero han pasado tantos años. —Faber volvió las páginas, deteniéndose aquí y allá a leer—. Es tan bueno como en mis recuerdos. Señor, cómo lo han transformado en nuestras « salas de recibo» . Cristo es ahora de la « familia» . Me pregunto a menudo si Dios reconocería a su hijo, vestido de etiqueta. O quizá sea un traje de calle. En fin, sólo una barra de menta, de buen tamaño. Azúcar cristalizada y sacarina. Cuando no nos hablan veladamente de ciertos productos comerciales indispensables para todo devoto. —Faber olió el libro—. ¿Sabe que los libros huelen a nuez moscada o a especias de países lejanos? Me gustaba mucho olerlos cuando era joven. Señor, había un montón de hermosos libros en aquel tiempo, antes de permitir que se perdieran. —Faber volvió las páginas—. Señor Montag, está usted ante un cobarde. Vi el camino que tomaban las cosas, hace tiempo. No dije nada. Soy un inocente que pudo haber hablado cuando nadie quería escuchar al « culpable» ; pero no hablé, y me convertí así en otro culpable más. Y cuando al fin organizaron la quemazón de libros, con la ayuda de los bomberos, lancé unos gruñidos y callé. No había otros que gruñesen o gritasen conmigo. Ahora es tarde. —Faber cerró la Biblia—. Bueno… ¿Por qué no me dice qué lo trajo aquí?
—Nadie escucha a nadie. No puedo hablarles a las paredes. Las paredes me gritan. No puedo hablar con mi mujer; ella escucha las paredes. Quiero que alguien oiga lo que tengo que decir. Y quizá, si hablo bastante, adquiera sentido. Y quiero que usted me enseñe a comprender lo que leo.
Faber estudió la cara alargada y azul de Montag.
—¿Cómo despertó? ¿Qué le sacó la antorcha de las manos?
—No sé. Tenemos lo necesario para ser felices, y no lo somos. Algo falta. Busqué a mi alrededor. Sólo conozco una cosa que haya desaparecido: los libros que quemé durante diez o doce años. Pensé entonces que los libros podían ser una ayuda.
—Es usted un romántico incurable —dijo Faber—. Sería gracioso si no fuese serio. No son libros lo que usted necesita, sino algunas de las cosas que hubo en los libros. Lo mismo podría verse hoy en las « salas» . Radios y televisores podrían proyectar los mismos infinitos detalles y el mismo conocimiento, pero no. No, no, no son libros lo que usted busca. Puede encontrarlo en muchas otras cosas: viejos discos de fonógrafo, viejas películas, y viejos amigos; búsquelo en la naturaleza, y en su propio interior. Los libros eran sólo un receptáculo donde guardábamos algo que temíamos olvidar. No hay nada de mágico en ellos, de ningún modo. La magia reside solamente en aquello que los libros dicen; en cómo cosen los harapos del universo para darnos una nueva vestidura. Por supuesto, no conoce usted estas cosas, no sabe de qué hablo. Pero usted tiene intuitivamente razón. Eso es lo que cuenta. Tres cosas faltan.
» Primero: ¿Sabe usted por qué un libro como éste es tan importante? Porque tiene calidad. ¿Y qué significa esta palabra? Calidad, para mí, significa textura. Este libro tiene poros. Tiene rasgos. Si lo examina usted con un microscopio, descubrirá vida bajo la lente; una corriente de vida abundante e infinita. Cuantos más poros, cuantos más pormenores vivos y auténticos pueda usted descubrir en un centímetro cuadrado de una hoja de papel, más “letrado” es usted. Ésa es mi definición, por lo menos. Narrar pormenores. Frescos pormenores. Los buenos escritores tocan a menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente. Los malos la violan y la abandonan a las moscas.
» ¿Comprende ahora por qué los libros son temidos y odiados? Revelan poros en la cara de la vida. La gente cómoda sólo quiere ver rostros de cera, sin poros, sin vello, inexpresivos. Éste es un tiempo en que las flores crecen a costa de otras flores, en vez de vivir de la lluvia y la tierra. Los mismos fuegos de artificio, tan hermosos, proceden de la química de la tierra. Y sin embargo, queremos nutrirnos de flores y fuegos de artificio, sin completar el ciclo que nos llevaría de vuelta a la realidad. Conocerá usted la leyenda de Hércules y Anteo, el luchador gigante, de fuerza increíble mientras pisase la tierra. Pero cuando Hércules, abrazándolo, lo alzó en el aire, pereció fácilmente. Si no hay algo en esa leyenda que se refiere a nosotros, nuestra ciudad, nuestro tiempo, entonces estoy loco. Bueno, eso es lo primero que necesitamos, me parece. Calidad, textura de información.
—¿Y lo segundo?
—Ocio.
—Oh, pero disponemos de muchas horas libres.
—Horas libres, sí. ¿Pero tiempo para pensar? Cuando no conducen a ciento cincuenta kilómetros por hora, y entonces no se puede pensar en otra cosa que en el peligro, se entretienen con algún juego, o en una sala donde no es posible discutir con el televisor de cuatro paredes. ¿Por qué? El televisor es real. Es algo inmediato, tiene dimensiones. Le dice a uno lo que debe pensar, y de un modo contundente. Ha de tener razón. Parece tener razón. Lo arrastra a uno con tanta rapidez a sus propias conclusiones que no hay tiempo de protestar, o decir « ¡Qué tontería!» .
—Sólo la « familia» es « gente» .
—¿Cómo dice?
—Mi mujer dice que los libros no son « reales» .
—Gracias a Dios. Uno puede cerrarlos, decir « Espérate aquí un momento» . Uno se siente Dios con los libros. ¿Pero quién ha escapado a esas garras que se apoderan de uno en el mismo instante en que se enciende la televisión? Le dan a uno la forma que quieren. Es un ambiente tan real como el mundo. Se convierte en la realidad, y es la realidad. Los libros pueden ser atacados con razones. Pero, a pesar de mis conocimientos y mi escepticismo, no he podido discutir con una orquesta sinfónica de cien instrumentos, a todo color, tridimensional. Como usted ve, mi sala de recibo no es más que cuatro paredes de yeso. Y mire esto. — Mostró dos conitos de goma—. Para mis oídos cuando viajo en el tren subterráneo.
—Dentífrico Denham, no trabajan, ni hilan —entonó Montag con los ojos cerrados—. ¿A dónde iremos ahora? ¿Nos ayudarán los libros?
—Sólo si conseguimos la tercera cosa necesaria. La primera, como dije, es calidad de información. La segunda: ocio para digerirla. La tercera: el derecho a obrar de acuerdo con lo que nos ha enseñado la interacción de las otras dos. Y me parece muy difícil que un hombre muy viejo y un bombero descontento logren algo a esta altura.
—Puedo conseguir esos libros.
—Se arriesga usted demasiado.
—Eso es lo bueno de estar muriéndose. Cuando ya no hay nada que perder, se puede correr cualquier riesgo.
—Bueno, ha dicho usted algo interesante —rió Faber—. ¡Y sin haberlo leído! —¿En los libros hay cosas como ésa? ¡Pero si la dije sin pensar!
—Mejor aún. No la preparó para mí ni para nadie, ni siquiera para usted mismo.
Montag se inclinó hacia adelante.
—Esta tarde pensé que si los libros eran en verdad algo de valor, podríamos buscar una imprenta e imprimir algunos ejemplares…
—¿Podríamos?
—Usted y yo.
Faber se enderezó en su silla.
—¡Oh, no!
—Pero permítame que le explique mi plan… —Si insiste en eso, tendré que pedirle que se vaya.
—¿Pero no le interesa?
—No si me habla usted de esas cosas. No quiero que me quemen. Sólo podría hacerle caso si consiguiéramos, de algún modo, que los bomberos se quemasen a sí mismos. Si sugiriese usted que imprimiésemos libros y los ocultáramos luego en las casas de los bomberos, todo a lo largo del país, sembrando así la semilla de la sospecha entre esos incendiarios, ¡bravo!, le diría entonces.
—Introducir los libros, poner en marcha la alarma, y ver cómo se queman las casas de los bomberos, ¿es eso lo que quiere decir?
Faber alzó las cejas y miró a Montag como si estuviese viendo a otro hombre.
—Era una broma.
—Si usted cree que el plan vale la pena, tengo que tomarle la palabra.
—¡No es posible garantizar estas cosas! Al fin y al cabo, cuando teníamos todos los libros, nos pasábamos el tiempo eligiendo los acantilados más altos para tirarnos de cabeza. Pero, es verdad, necesitamos acantilados más bajos. Los libros nos recuerdan que somos unos asnos y unos tontos. Son la guardia pretoriana del César, que murmura mientras los desfiles pasan ruidosamente por las avenidas: « Recuerda, César, que eres mortal» . La mayoría de nosotros no puede correr de un lado a otro, hablar con toda la gente, visitar todas las ciudades. Nos falta tiempo, o amigos, o dinero. Las cosas que usted busca, Montag, están en el mundo; pero el noventa y nueve por ciento de los hombres sólo puede verlas en los libros. No pida garantías. Y no busque la salvación en una sola cosa: persona, máquina, o biblioteca. Ayúdese a sí mismo, y si se ahoga, muera sabiendo por lo menos que estaba acercándose a la orilla.
Faber se puso de pie y comenzó a pasearse por el cuarto.
—¿Y bien? —preguntó Montag.
—¿Habla en serio?
—Muy en serio.
—Es un plan insidioso. Ésa es mi opinión por lo menos. —Faber miró nerviosamente la puerta del dormitorio—. Ver arder los cuarteles de bomberos, destruidos como focos de traición. ¡La salamandra devorándose la cola! ¡Oh, Dios!
—Tengo una lista de todas las residencias de bomberos. Con un trabajo subterráneo…
—No se puede confiar en la gente, eso es lo peor. Usted y yo, ¿pero quién más para encender los fuegos?
—¿No hay profesores como usted, viejos escritores, historiadores, lingüistas?
—Muertos o viejos.
—Cuanto más viejos, mejor. Pasarán inadvertidos. ¡Conoce a docenas, admítalo!
—Oh, hay muchos actores que no representaron durante años a Pirandello o Shaw o Shakespeare porque en las obras se decía demasiado del mundo.
Podríamos utilizar su odio. Podríamos utilizar asimismo el justo rencor de los historiadores. No han escrito una línea durante cuarenta años. Podríamos también organizar clases de lectura y meditación.
—¡Sí!
—Pero eso sólo suavizará los bordes. La cultura entera está traspasada de parte a parte. Hay que fundir el esqueleto y modelarlo de nuevo. Buen Dios, no basta alzar un libro que se dejó caer hace cincuenta años. No olvide que los bomberos trabajan poco. El público mismo abandonó la lectura espontáneamente. Ustedes los bomberos dan de cuando en cuando su espectáculo de circo, quemando las casas y atrayendo una muchedumbre que quiere ver el bonito resplandor; pero es en verdad un número sin importancia, y apenas necesario para conservar el orden de las cosas. Son tan pocos los que piensan en rebelarse. Y la mayoría de ellos se asusta como yo fácilmente. ¿Puede bailar con mayor rapidez que el Payaso Blanco, gritar más alto que « el señor Risita» y las « familias» de la sala? Si puede hacerlo, se ganará a la gente, Montag. Si no, hará el papel de tonto. Recuerde que están divirtiéndose.
—¡Suicidándose! ¡Asesinando!
Mientras hablaban, una escuadrilla de bombarderos había cruzado el cielo hacia el este. Los dos hombres callaron y escucharon, sintiendo dentro del cuerpo el estruendo de las turbinas.
—Paciencia, Montag. Deje que la guerra apague las « familias» . La civilización se resquebraja. Apártese de la máquina centrífuga.
—Alguien debe estar preparado cuando el mundo estalle.
—¿Quién? ¿Hombres que citen a Milton? ¿Hombres que digan: « me acuerdo de Sófocles» ? ¿Que les recuerden a los sobrevivientes que el hombre tiene su lado bueno? La gente amontonará piedras para arrojárselas a su vecino. Montag, váyase a su casa. Váyase a dormir. ¿Por qué negar en estas últimas horas, mientras sigue corriendo dentro de la jaula, su condición de ardilla?
—¿Entonces ya no le importa?
—Me importa tanto que me enferma.
—¿Y no me ayudará?
—Buenas noches, buenas noches.
Las manos de Montag recogieron la Biblia. Advirtió lo que acababa de hacer y pareció sorprendido.
—¿Le gustaría quedarse con esto?
—Daría mi mano derecha —dijo Faber.
Montag, inmóvil, esperó lo que iba a ocurrir. Sus manos, ellas solas, como dos hombres que trabajan juntos, comenzaron a desgarrar las hojas del libro. Las manos arrancaron la guarda, y luego la primera hoja, y luego la segunda.
—¡Idiota, qué está haciendo! —Faber se incorporó de un salto, como si hubiera recibido un golpe. Cayó sobre Montag. Montag lo apartó y dejó que sus manos continuaran. Seis hojas más cayeron al piso. Recogió las hojas y las arrugó bajo los ojos de Faber.
—¡No! Oh, no —dijo el viejo.
—¿Quién puede detenerme? Soy un bombero. ¡Puedo quemarlo a usted! El viejo se quedó mirando a Montag.
—No lo haría.
—¡Puedo hacerlo!
—El libro. No arranque más hojas. —Faber se dejó caer en una silla, con el rostro muy pálido, los labios temblorosos—. No me haga sentir todavía más cansado. ¿Qué quiere?
—Necesito aprender.
—Bueno, bueno.
Montag dejó el libro. Comenzó a desarrugar la bola de papeles, y los alisó. El viejo lo miraba con un aire de fatiga. Sacudió la cabeza como si de pronto estuviese despertando.
—Montag, ¿tiene usted algún dinero?
—Alguno. Cuatrocientos, quinientos dólares. ¿Por que?
—Tráigalo. Conozco a un hombre que imprimía el periódico de la universidad hace medio siglo. Fue el año que llegué a clase, al comenzar otro semestre, y descubrí que en el curso de drama, de Esquilo a O’Neill, sólo se había inscrito un alumno. ¿Ve? Era como una hermosa estatua de hielo que se derritiese al sol. Recuerdo que los periódicos morían como enormes mariposas. Nadie deseaba volverlos a ver. Nadie los echó de menos. Y entonces el gobierno, comprendiendo que reducir el tema de las lecturas a labios apasionados y puñetazos en el estómago era muy ventajoso, completó el círculo con sus lanzallamas. Pues bien, Montag, ahí está ese impresor desocupado. Comenzaremos con unos pocos libros, y esperaremos a que la guerra destruya el orden actual y nos dé el impulso que falta. Unas pocas bombas, y las « familias» de todos los muros, como ratones arlequines, ¡callarán para siempre! En el silencio, quizá alguien oiga nuestro murmullo.
Los dos hombres se quedaron mirando el libro sobre la mesa.
—He tratado de recordar —dijo Montag—. Pero, diablos, se me olvida al mover la cabeza, Dios, cómo me hubiese gustado decirle algo al capitán. Ha leído bastante, así que conoce todas las respuestas, o parece conocerlas. Tiene una voz mantecosa. Temo que vuelva a lanzarme otro discurso, recordándome mi vida anterior. Hace sólo una semana, mientras empuñaba una manguera de queroseno, yo pensaba: Dios, ¡qué divertido!
El viejo movió afirmativamente la cabeza.
—Los que no construyen deben quemar. Es algo tan viejo como la historia y la delincuencia juvenil.
—Entonces soy eso.
—Todos lo somos un poco.
Montag se encaminó hacia la puerta de calle.
—¿No puede darme un consejo para cuando me encuentre esta noche con el capitán? Necesito un paraguas que me proteja del chaparrón. Tengo tanto miedo que me ahogaré si me habla otra vez.
El viejo no dijo nada, pero volvió a mirar nerviosamente hacia el dormitorio. Montag notó la mirada.
—¿Bien?
El viejo respiró profundamente, retuvo el aliento, y lo dejó salir. Volvió a aspirar, con los ojos cerrados, la boca apretada, y al fin suspiró:
—Montag… —Y dándose vuelta dijo—: Venga. No puedo permitir que se marche de ese modo. Soy un viejo cobarde.
Abrió la puerta de la alcoba y guió a Montag hasta un cuartito con una mesa, donde se amontonaban unas herramientas de metal, unos alambres microscópicos, bobinas diminutas y cristales.
—¿Qué es esto? —preguntó Montag.
—La prueba de mi terrible cobardía. He vivido solo tantos años, proyectando con mi imaginación figuras en las paredes. Los dispositivos electrónicos y los transmisores de radio fueron mi entretenimiento. Mi cobardía es una pasión tan intensa, y complemento del espíritu revolucionario que vive a su sombra, que tuve que proyectar esto.
Faber mostró un pequeño objeto verde, metálico, no mayor que una bala de calibre 22.
—Sólo queda este refugio para los peligrosos intelectuales sin trabajo. Construí todo esto, y esperé. Esperé, temblando, toda una media vida, a que alguien me hablara. No me atrevía a hablar con nadie. Aquella vez en el parque, cuando nos sentamos en el mismo banco, supe que usted vendría, con llamas o amistad, era difícil saberlo. Tengo este aparatito preparado desde hace meses, y casi lo dejo ir sin él. ¡A tanto llega mi miedo!
—Parece una radio-caracol.
—Y algo más. ¡El aparatito escucha! Si se lo pone en el oído, Montag, puedo quedarme en casa cómodamente, calentándome los huesos asustados, y escuchar y analizar el mundo de los bomberos, descubrir sus debilidades, sin peligro. Seré la reina del panal, a salvo en la colmena. Usted sería el zángano, la oreja ambulante. Podría distribuir orejas, si fuese necesario, por toda la ciudad, con varios hombres, y escuchar y saber. Si el zángano muere, yo seguiré vivo en mi casa, cuidando mi terror con un máximo de comodidad y un mínimo de peligro. ¿Ve qué prudente soy, qué despreciable?
Montag se colocó la bala verde en la oreja. El viejo Faber se metió una bala similar en la suya y movió los labios.
—¡Montag!
La voz del viejo resonó en el interior de la cabeza de Montag.
—¡Lo oigo!
El viejo se rió.
—A usted también se le oye muy bien —Faber murmuraba, pero la voz resonaba claramente en la cabeza de Montag—. Vaya al cuartel cuando sea la hora. Escucharemos juntos al capitán Beatty. Puede ser uno de nosotros. Sabe Dios. Le diré a usted qué puede decir. Le ofreceremos un hermoso espectáculo. ¿Me odia usted por esta cobardía electrónica? Aquí estoy, enviándole a usted afuera, a la noche, mientras me quedo en la retaguardia, escuchando con mis malditas orejas y esperando a que lo degüellen.
—Haremos lo que hay que hacer —dijo Montag. Puso la Biblia en manos del viejo—. Tome. Trataré de conseguir otro ejemplar. Mañana… —Veré al impresor que está sin trabajo. Por lo menos haré eso.
—Buenas noches, profesor.
—No buenas noches. Estaré con usted el resto de la noche. Un murciélago avinagrado que le hará cosquillas en el oído cada vez que me necesite. Pero buenas noches, y buena suerte, de todos modos.
La puerta se abrió y se cerró. Montag estaba otra vez en la calle oscura, mirando el mundo.
Uno podía sentir, aquella noche, que la guerra se preparaba en el cielo. Las nubes se apartaban y volvían; un millón de estrellas se deslizaba entre las nubes, como discos enemigos; y parecía que el cielo podía caer sobre la ciudad, y que entonces la ciudad sería un polvo de tiza, y que la Luna se alzaría en un fuego rojo.
Montag salió del tren subterráneo con el dinero en el bolsillo (había ido al banco que permanecía abierto toda la noche y todas las noches, atendido por empleados robots), y mientras caminaba escuchaba la radio-caracol que llevaba en una oreja…
—Hemos movilizado un millón de hombres. Si se declara la guerra, nuestra victoria será rápida…
Una música ahogó rápidamente la voz.
—Diez millones de hombres movilizados —murmuró Faber en la otra oreja —. Pero diga un millón, se sentirá más contento.
—¿Faber?
—¿Sí?
—No estoy pensando. Estoy haciendo lo que me dicen, como siempre. Usted me dijo que consiguiese el dinero y lo conseguí. Yo no pensé en eso. ¿Cuándo empezaré a actuar con independencia?
—Ya ha empezado al decir lo que dijo. Tiene que confiar en mí.
—¡Confiaba en los otros!
—Sí, y vea a dónde nos llevaron. Tiene que actuar a ciegas, al menos durante un tiempo. Apóyese en mi hombro.
—No quiero que esto se reduzca a cambiar de acompañante, y que me digan qué hay que hacer. No hay razón para cambios si hago eso.
—¡Ya ha aprendido mucho!
Montag sintió que los pies lo llevaban por la acera, hacia su casa.
—Siga hablando.
—¿Quiere que lea? Le leeré para que no se olvide. Sólo duermo cinco horas por noche. No tengo nada que hacer. Le leeré mientras duerme. Dicen que aun entonces es posible aprender, si alguien le habla a uno al oído.
—Sí.
—Bueno. —Muy lejos, en la noche, en el otro lado de la ciudad, el débil susurro de una hoja al volverse—. El libro de Job.
La Luna se alzó en el cielo mientras Montag caminaba, moviendo apenas los labios.
Estaba cenando ligeramente a las nueve, cuando la voz de la puerta de calle resonó en el vestíbulo. Mildred dejó corriendo la sala como un nativo que huyese de una erupción del Vesubio. La señora Phelps y la señora Bowles cruzaron la puerta de calle y se desvanecieron en la boca del volcán con martinis en la mano. Montag dejó de comer. Las mujeres parecían un monstruoso candelero de cristal, que tintineaba con mil sonidos. Montag vio sus sonrisas gatunas reflejadas en todas las paredes. Ahora se gritaban unas a otras por encima del estrépito.
Montag se encontró en la puerta de la sala, con la boca llena.
—¿No tenéis todas un magnífico aspecto?
—Magnífico.
—¡Tú estás muy bien, Millie!
—Muy bien.
—Todas estáis muy elegantes.
—Muy elegantes.
Montag las miraba fijamente.
—Paciencia —murmuró Faber.
—Yo no tendría que estar aquí —susurró Montag, casi para sí mismo—.
Tendría que estar yendo a la casa de usted, con el dinero.
—Hay tiempo hasta mañana. ¡Cuidado!
—¿No es ésta una función realmente maravillosa? —gritó Mildred.
—¡Maravillosa!
En una pared una mujer sonreía y bebía simultáneamente un oscuro zumo de naranja. Cómo puede hacer las dos cosas al mismo tiempo, pensó Montag, insensatamente. En las otras paredes una radiografía de la misma mujer revelaba la palpitante trayectoria del refresco hacia el deleitado estómago. De pronto, la sala se transformó en un cohete que se elevaba hacia las nubes, y se hundía luego en un mar de barro verde donde unos peces azules devoraban unos peces rojos y amarillos. Un minuto después, tres payasos blancos se arrancaban unos a otros brazos y piernas acompañados por inmensas mareas de risa. Dos minutos más tarde, y la sala abandonaba la ciudad y reflejaba las enloquecidas carreras de unos automóviles movidos por turbinas. Los autos chocaban y retrocedían y volvían a chocar. Montag vio unos cuerpos que saltaban en el aire. —¡Mildred, has visto eso! —¡Lo vi, lo vi!
Montag buscó en la pared de la sala y apretó el interruptor. Las imágenes se apagaron, como si les hubieran arrojado el agua de una gigantesca pecera de peces histéricos.
Las tres mujeres se volvieron lentamente. Miraron a Montag con evidente irritación, y casi en seguida con desagrado.
—¿Cuándo creen que estallará la guerra? —dijo Montag—. Veo que sus maridos no han venido esta noche.
—Oh, vienen y van, vienen y van —dijo la señora Phelps—. El ejército llamó ayer a Pete. Volverá la semana que viene. Así dijo el ejército. Guerra rápida. Sólo cuarenta y ocho horas, dijeron, y todos de vuelta. Eso dijo el ejército. Guerra rápida. Ayer llamaron a Pete, y dijeron que la semana que viene estará de vuelta. Guerra…
Las tres mujeres se movieron, inquietas, y miraron nerviosamente las paredes vacías de color de barro.
—No estoy muy preocupada —dijo la señora Phelps—. Dejo las preocupaciones a Pete. —Soltó una breve risita—. Dejo que Pete se preocupe. Yo no. Yo no me preocupo.
—Sí —dijo Millie—. Dejemos las preocupaciones al viejo Pete.
—Dicen que es siempre el marido de otra el que muere.
—Yo también lo he oído. Nunca conocí a ningún hombre que muriese en la guerra. Que se hubiera tirado desde el techo de algún edificio, sí, como el marido de Gloria la semana pasada. ¿Pero muerto en la guerra? Ninguno.
—No, no en la guerra —dijo la señora Phelps—. De cualquier modo, Pete y yo siempre decimos: nada de lágrimas, nada de esas cosas. Es para los dos el tercer matrimonio, y somos independientes. Seamos independientes, siempre decimos. Si me matan, me dice Pete, sigue adelante y no llores. Cásate otra vez, y no pienses en mí.
—Eso me recuerda algo —dijo Mildred—. ¿Vieron la novela de cinco minutos con Clara Dove la otra noche? Bueno, era de una mujer que…
Montag no decía nada. Miraba fijamente los rostros de las dos mujeres, así como había mirado en su infancia las caras de los santos en una iglesia. Las caras de aquellas criaturas esmaltadas nada habían significado para él, aunque les había hablado y se había quedado en la iglesia mucho tiempo, tratando de sentir aquella religión, tratando de averiguar qué religión era, tratando de meterse en los pulmones bastante incienso húmedo y aquel polvo especial del lugar, para incorporarlo así a su cuerpo, y sentirse tocado por aquellos hombres y mujeres de colores y ojos de porcelana y labios rojos como el rubí o la sangre. Pero no pasó nada, nada; fue como haber entrado en una tienda donde no admitían su extraño dinero, y aunque tocó la madera, y el yeso, y la arcilla, nada animó su pasión. Así era ahora, en su propia sala, con esas mujeres que se retorcían en sus asientos, bajo su mirada fija, encendiendo cigarrillos, echando humo, tocándose el pelo del color del sol, y examinándose las uñas brillantes, como si éstas estuviesen ardiendo a causa de la mirada de Montag. Los rostros de las mujeres parecían fascinados por el silencio. Al oír el ruido que hacía Montag al tragar el último trozo de comida, se inclinaron hacia adelante. Escucharon atentamente su respiración febril. Las tres paredes vacías eran ahora como los párpados pálidos de gigantes dormidos, sin sueños. Montag sintió que si tocaba aquellos párpados, un fino sudor salado le humedecería las puntas de los dedos. La transpiración aumentaba con el silencio y el inaudible temblor que crecía cerca y dentro de las tensas mujeres. En cualquier momento exhalarían un largo y chisporroteante siseo, estallando en pedazos.
Montag abrió la boca.
Las mujeres se sobresaltaron y se quedaron mirándolo, fijamente.
—¿Cómo están sus chicos, señora Phelps? —preguntó Montag.
—¡Sabe muy bien que no tengo ninguno! ¡Sólo a un loco se le podría ocurrir tener chicos! —dijo la señora Phelps sin saber muy bien por qué se sentía enojada con este hombre.
—Yo no diría eso —dijo la señora Bowles—. Yo tuve dos hijos con operación cesárea. No vale la pena pasar por toda esa agonía. El mundo debe reproducirse, ya se sabe, debe seguir su curso. Además, los chicos son a veces iguales a uno, y eso es lindo. Dos cesáreas solucionaron el asunto, sí señor. Oh, dijo mi médico, las cesáreas no son indispensables; usted tiene una buena pelvis, todo es normal, pero yo insistí.
—Cesáreas o no, los chicos son una ruina. Tienes poca cabeza —dijo la señora Phelps.
—Nueve días de cada diez los chicos están en el colegio. Vienen a casa tres veces al mes; no está mal. Los metes en la sala y aprietas un botón. Es como lavar ropa; metes las prendas dentro y cierras la tapa. —La señora Bowles rió un rato entre dientes—. Tan pronto me besan como me patean. ¡Por suerte yo también sé patear!
Las mujeres se rieron mostrando la lengua.
Mildred calló un momento, y luego, dándose cuenta de que Montag estaba todavía en el umbral, golpeó las manos.
—¡Hablemos de política para complacer a Guy!
—Muy bien —dijo la señora Bowles—. En la última elección voté, como todos, por el presidente Noble. Uno de los hombres más buenos mozos que hayan llegado a la presidencia.
—¡Oh, pero quién se presentó contra él!
—No valía mucho, ¿eh? Bastante bajito y con ese aspecto doméstico, y además no sabía afeitarse ni peinarse.
—¿Cómo la oposición sostuvo a ese hombre? Un hombre bajito como ése no puede rivalizar con un hombre alto. Además tartamudeaba. La mayor parte del tiempo yo no oía lo que decía. ¡Y cuando oía algo, no entendía!
—Gordo también, y no lo disimulaba con la ropa. No es raro que todo el país votase por Noble. Hasta los nombres ayudaban. Comparen Winston Noble con Hubert Hoag durante diez segundos y ya pueden imaginar el resultado.
—¡Maldita sea! —gritó Montag—. ¡Qué saben ustedes de Hoag y Noble!
—Bueno, estaban ahí en las paredes de la sala no hace más de seis meses. Uno de ellos no paraba de tocarse la nariz. Yo no podía aguantarlo.
—Pues bien, señor Montag —dijo la señora Phelps—, ¿quería usted que votásemos a un hombre como ése?
Mildred sonrió, resplandeciente.
—Sal de la puerta, Guy, y no nos pongas nerviosas.
Pero Montag desapareció y volvió en seguida con un libro en la mano.
—¡Guy!
—¡Maldita sea, y maldita sea, y maldita sea!
—Lo que tiene ahí, ¿no es un libro? Creía que hoy se instruía a la gente con películas. —La señora Phelps parpadeó—. ¿Está leyendo acerca de la teoría de los bomberos?
—Teoría, demonios —dijo Montag—. Esto es poesía.
Un murmullo.
—Montag.
—¡Déjeme tranquilo!
Montag sintió como si estuviese girando en un torbellino de rugidos y zumbidos.
—Montag, conserve la serenidad, no…
—¿No las ha oído? ¿No ha oído a estos monstruos que hablan de monstruos?
Oh, Dios, cómo disparataban hablando de la gente y de sus hijos y de sí mismas, y de cómo hablan con sus maridos y de cómo hablan de la guerra. Maldita sea, aquí estaba yo, y no podía creerlo.
—No dije una sola palabra de ninguna guerra. Lo sabe usted muy bien —dijo la señora Phelps.
—En cuanto a la poesía, la odio —concluyó la señora Bowles.
—¿Escuchó alguna vez poesía?
—Montag. —La voz de Faber insistía, airadamente—. Lo arruinará todo.
¡Cállese, loco!
Las tres mujeres se habían puesto de pie.
—¡Siéntense!
Las mujeres se sentaron.
—Yo me voy a casa —gorgoteó la señora Bowles.
—Montag, Montag, por favor, en nombre de Dios, ¿qué pretende? —rogó Faber.
—Pues bien, ¿por qué no nos lee algún poema de su librito?
La señora Phelps hizo un signo afirmativo.
—Sería interesante.
—Eso no está bien —gimió la señora Bowles—. ¡No podemos hacer eso!
—Bueno, mire al señor Montag, desea leernos algo. Y si escuchamos bien, el señor Montag se quedará contento, y quizá entonces podamos hacer otra cosa.
La señora Phelps miró nerviosamente el inmenso vacío de las paredes.
—Montag, si sigue con eso, me retiro, me voy. —El escarabajo mordía el oído de Montag—. ¡Para qué sirve eso, qué quiere probar!
—Asustarlas como todos los diablos, eso quiero, ¡darles una lección!
Mildred miró el aire vacío.
—Pero, Guy, ¿con quién estás hablando?
Una aguja de plata le traspasó el cerebro a Montag.
—Montag, escuche. Sólo hay un modo de salir de esto. Diga que es un juego, finja, pretenda que no está enojado. Luego… diríjase al incinerador, ¡y deshágase del libro!
Mildred ya había anticipado todo esto con una voz chillona:
—Señoras, una vez al año todo bombero puede llevar a su casa un libro, de los viejos tiempos, para mostrar a la familia qué tontería eran los libros, cómo pueden atacarle a uno los nervios. Guy les reservaba esta sorpresa para que vean qué confusión había entonces. De ese modo nuestras cabecitas podrán olvidar para siempre esas cosas inútiles. ¿No es así, querido?
—Diga « sí» .
Montag apretó el libro entre las manos.
La boca de Montag se movió como la de Faber.
—Sí.
Mildred arrancó el libro de las manos de Montag, con una carcajada.
—¡Aquí está! Lee. No te preocupes, voy a devolvértelo. Éste es aquel tan gracioso que leíste en voz alta el otro día. Señoras, no entenderéis una palabra.
Repeticiones, ñoñerías. Adelante, Guy. Esta página, querido.
Montag miró la página abierta.
Una mosca estiró las alas dentro de su oreja.
—Lea.
—¿Cuál es el título, querido? —La Bahía de Dover.
Montag sentía la boca entumecida.
—Bueno, lee con voz clara, y despacio.
En el cuarto había un calor sofocante. Montag era un frío, una llama. Las mujeres esperaban sentadas en medio de un desierto vacío, y Montag, de pie, se balanceaba esperando a que la señora Phelps dejara de alisarse el vestido y que la señora Bowles se sacara la mano del pelo. Luego comenzó a leer con su voz grave, tropezando, una voz que se hacía más firme a medida que pasaba de una línea a otra; y la voz cruzó el desierto, se internó en la blancura, y envolvió a las tres mujeres sentadas en aquel vacío inmenso y ardiente.
—Las aguas de la fe alguna vez también las costas rodearon como una clara túnica plegada. Pero ahora sólo oigo su largo y melancólico rugido al retirarse, al hálito del viento de la noche, desnudando los tristes y afilados pedruscos de la tierra.
Las sillas crujieron bajo las tres mujeres.
Montag concluyó:
—Ah, amor, ¡seamos siempre fieles! Pues en el mundo que parece extenderse ante nosotros como un país de sueños, tan diverso, tan nuevo, tan hermoso, no hay en verdad ninguna luz, alegría o amor, verdad o paz, o alivio de amarguras. Y aquí estamos como en un llano oscuro con alarmas confusas de luchas y de huidas donde ejércitos ciegos se acometen de noche.
La señora Phelps estaba llorando.
Las otras, en medio del desierto, miraban cómo lloraba, cada vez más alto, y cómo la cara se le arrugaba y descomponía. La miraban, sin tocarla, confusas ante la escena. La mujer sollozaba sin poderse dominar. Montag mismo se sentía aturdido, y débil.
—Vamos, vamos —dijo Mildred—. No pasa nada, Clara. ¡Clara, por favor!
¿Qué te ocurre?
—Yo… yo… —sollozó la señora Phelps—. No sé. No sé de veras. Oh, oh… La señora Bowles se incorporó y miró con ojos brillantes a Montag.
—¿Ve usted? Ya lo sabía, ¡esto es lo que yo quería probar! ¡Sabía que pasaría esto! Siempre lo he dicho, poesía y lágrimas, poesía y suicidios y llantos y sentimientos horribles, poesía y enfermedades; ¡todo lo mismo! Y aquí tengo ahora la prueba. Es usted odioso, señor Montag, ¡odioso!
—Ahora… —dijo Faber.
Montag sintió que se volvía y se encaminaba hacia la pared y arrojaba el libro por la puerta de bronce a las llamas que esperaban.
—Palabras tontas, palabras tontas, palabras tontas y dañinas —dijo la señora Bowles—. ¿Por qué hay gente que desea hacer daño a la gente? Como si no hubiese bastante mal en el mundo, ¡tienen que atormentar a la gente con cosas como éstas!
—Clara, vamos, Clara —imploró Mildred, tirando del brazo de la mujer—. Vamos, anímate, ahora vamos a ver la « familia» . Animo. Riamos y seamos felices. Deja de llorar. ¡Tendremos una fiesta!
—No —dijo la señora Bowles—. Ahora mismo me vuelvo a casa. Tú puedes venir a visitarme y ver mi « familia» cuando quieras. ¡Pero yo no volveré jamás a esta disparatada casa de bombero!
—Váyase a su casa —dijo Montag mirando a la mujer serenamente—. Váyase a su casa y piense en su primer marido, divorciado, y en su segundo marido, muerto en un automóvil, y en su tercer marido, que se pegó un tiro. Váyase a su casa y piense en su docena de abortos. Váyase a su casa y piense en sus malditas operaciones cesáreas, también, y en sus hijos, que la odian. Váyase a su casa y piense cómo pasó todo eso, qué hizo usted para que no se repitiera. ¡Váyase a su casa! ¡Váyase! —aulló Montag—. ¡Antes de que le dé un golpe y la saque de aquí a puntapiés!
Un ruido de puertas y las mujeres se fueron. Montag se quedó en la sala, sintiendo el frío invernal, entre unos muros del color de la nieve sucia.
En el cuarto de baño corrió el agua. Montag oyó a Mildred que sacudía las tabletas de dormir que tenía en la mano.
—Tonto, Montag. Tonto, tonto, tonto. Oh, Dios, qué tonto… —¡Cállese!
Montag se sacó la bala verde y se la metió en un bolsillo.
La bala siseó débilmente:
—… tonto… tonto…
Montag revisó la casa y encontró los libros detrás de la refrigeradora, donde Mildred los había escondido. Algunos faltaban, y comprendió que su mujer había iniciado el lento proceso de dispersar la dinamita por la casa, cartucho a cartucho. Pero no estaba enojado ahora, sólo cansado y asombrado de sí mismo. Llevó los libros al patio de atrás y los escondió bajo los matorrales, al lado de la cerca. Sólo por esta noche, pensó, para que Mildred no siga quemando.
Volvió a la casa.
—¿Mildred? —llamó desde la puerta del oscurecido dormitorio.
No hubo respuesta.
Afuera, cruzando el jardín, camino del trabajo, trató de no ver qué oscura y vacía estaba la casa de Clarisse McClellan…
Mientras iba calles abajo, se encontró tan totalmente a solas con su terrible error que recurrió a la calidez y bondad, tan raras, de aquella voz dulce y familiar que le hablaba en la noche. Ya, aunque habían pasado unas pocas horas, le parecía haber conocido a Faber toda una vida. Ahora sabía que él, Montag, era dos personas. Era, sobre todo, el Montag que no sabía nada, para quien su propia tontería era sólo una sospecha. Pero era también el viejo que le hablaba y le hablaba mientras el tren era succionado de un extremo a otro de la ciudad nocturna, en un único, largo, enfermizo y móvil jadeo. En los días siguientes, en noches sin Luna, y en noches en que una Luna muy brillante iluminaría la tierra, el viejo continuaría hablando y hablando, gota a gota, granizo a granizo, copo a copo. La mente se le colmaría al fin, y él ya no sería Montag, así le había dicho el viejo, eso le había asegurado, le había prometido. Sería entonces Montag más Faber, y entonces, un día, cuando todo se hubiese mezclado y hervido y transformado en silencio, no habría fuego, ni agua, sino vino. De las dos cosas, distintas y opuestas, nacería una tercera. Y un día miraría al tonto por encima del hombro, y conocería al tonto. Ahora mismo podía sentir que ya había comenzado el largo viaje, la partida, el alejamiento del ser que había sido.
Era bueno escuchar el canturreo del escarabajo, el zumbido somnoliento del mosquito, y el delicado murmullo de filigrana de la voz del viejo, que lo acusaba al principio y luego lo consolaba, en aquella alta hora de la noche, mientras salía del tren humeante al mundo del cuartel.
—Piedad, Montag, piedad. Nada de regaños y sermones. Hasta hace tan poco tiempo era usted uno de ellos. Creen que así seguirán siempre. Pero no seguirán. No saben que todo esto es sólo un enorme y ardiente meteoro que ilumina el espacio, pero que algún día tiene que chocar. Sólo ven la luz, el fuego, como usted antes.
» Montag, los viejos que se quedan en casa, temerosos, cuidándose los huesos quebradizos como cáscaras de maní, no tienen derecho a criticar. Pero usted casi estropeó las cosas desde un comienzo. ¡Cuídese! Estoy con usted, recuérdelo. Comprendo qué le pasó. Hasta he de admitir que la furia ciega de usted me vigorizó la mente. Dios, qué joven me sentí. Pero ahora… quiero que usted se sienta viejo, quiero que un poco de mi cobardía entre en usted esta noche. En las próximas horas, cuando vea al capitán Beatty, paséese a su alrededor, déjeme oírlo, déjeme sentir la situación. Sobrevivir es nuestro fin inmediato. Olvide a esas tontas y pobres mujeres…
—Las hice desgraciadas como nunca lo habían sido, creo —dijo Montag—. Me asombró ver llorar a la señora Phelps. Quizá ellas tengan razón, quizá sea mejor no afrontar las cosas, tratar de divertirse. No sé. Me siento culpable…
—¡No, no debe sentirse así! Si no hubiera guerra, si hubiera paz en el mundo, yo diría magnífico, diviértanse. Pero, Montag, no debe usted volver a su papel de bombero. Todo no está bien en el mundo.
Montag transpiraba.
—Montag, ¿me escucha?
—Mis pies —dijo Montag—. No puedo moverlos. Me siento tan tonto. ¡No puedo mover los pies!
—Escuche. Calma ahora —murmuró el viejo—. Ya sé. Teme cometer algún error. No tema. Los errores pueden ser provechosos. Cuando yo era joven, echaba mi ignorancia a la cara de la gente. La gente me apaleaba. Cuando llegué a los cuarenta, ya había logrado afilar mi instrumento. Si oculta su ignorancia, nadie le pegará, y no aprenderá nunca. Bueno, adelante con los pies, y entre en el cuartel de bomberos. Somos gemelos, ya no estamos solos, no estamos ya en salas separadas, sin contacto. Si necesita ayuda cuando Beatty lo sondee, allí estaré yo, en la oreja de usted, tomando notas.
Montag sintió que movía el pie derecho, luego el izquierdo.
—Viejo —dijo—, no se vaya.
El Sabueso Mecánico había salido. La casilla estaba vacía, y el cuartel se alzaba alrededor con un silencio de yeso. La Salamandra anaranjada dormía con el estómago lleno de queroseno y los lanzallamas en los flancos. Montag entró en aquel silencio y tocó la barra de bronce y subió deslizándose en el aire oscuro, mirando por encima del hombro la casilla abandonada. El corazón le latía, descansaba, latía. Faber, por el momento, era sólo una mariposa gris que dormía en su oreja.
Beatty esperaba de pie cerca del agujero de la barra, pero vuelto de espaldas, como si no estuviese esperando.
—Bueno —dijo a los hombres que jugaban a los naipes—, aquí viene un bicho muy raro que en todos los idiomas se llama tonto.
Extendió de costado una mano, con la palma hacia arriba. Montag puso en ella el volumen. Sin siquiera echarle una ojeada, Beatty lo dejó caer al cesto de papeles y encendió lentamente un cigarrillo.
—« Aun en el más rematado de los tontos hay algo de sabiduría» . Bienvenido, Montag. Ahora que se fue la fiebre y te curaste, te quedarás con nosotros, espero. ¿Te sientas para una mano de póker?
Los hombres se sentaron y se repartieron las cartas. Montag sintió, en los ojos de Beatty, la culpa de sus manos. Los dedos, como hurones que hubieran hecho algo malo, nunca descansaban, se movían continuamente, y se le metían en los bolsillos, escondiéndose de la mirada de alcohol encendido de Beatty. Si Beatty echara el aliento sobre ellas, sentía Montag, estas manos se marchitarían, se retorcerían, y nunca volverían a vivir. Pasarían el resto de la vida metidas en las mangas de la chaqueta, olvidadas. Pues éstas eran las manos que habían obrado por cuenta propia, independientemente; en ellas se había manifestado por vez primera el deseo de robar libros, de escapar con Job, y Ruth, y Willie Shakespeare. Y ahora, en el cuartel de bomberos, estas manos parecían tener guantes de sangre.
Dos veces en media hora, Montag tuvo que dejar el juego e ir al cuarto de baño a lavarse las manos. Al volver, escondió las manos bajo la mesa.
Beatty se rió.
—Muestra las manos, Montag. No es que desconfiemos de ti, compréndelo, pero…
Todos se rieron.
—Bueno —dijo Beatty—, la crisis ha pasado y todo está bien; la oveja vuelve al rebaño. Todos somos ovejas que alguna vez se descarrían. La verdad es la verdad, y no cambia, hemos dicho. Nunca está solo quien va acompañado por nobles pensamientos, nos hemos gritado. « El dulce alimento de la sabiduría, dulcemente expresada» dijo sir Philip Sidney. Pero, del otro lado: « Las palabras son como hojas, y donde ellas abundan suelen faltar los frutos del sentido común» . Alexander Pope. ¿Qué te parece eso, Montag?
—No sé.
—Cuidado —murmuró Faber, desde otro mundo, muy lejos.
—¿Y esto? « Un poco de conocimiento es peligroso. Bebe mucho, o no pruebes la fuente primaria. Unos pocos sorbos intoxican el cerebro, pero si sigues bebiendo recobras la sobriedad» . Pope. El mismo ensayo. ¿Qué efecto le causa?
Montag se mordió los labios.
—Te lo diré —dijo Beatty, sonriéndole a sus naipes—. Esto te emborracha un poco. Lee unas pocas líneas y te tirarás de cabeza al abismo. Estás dispuesto a volar el mundo, arrancar cabezas, golpear a niños y mujeres, destruir la autoridad. Conozco el asunto. He pasado por eso.
—Yo estoy muy bien —dijo Montag, nervioso.
—No te pongas colorado. No insinúo nada, no, de veras. Sabes, hace una hora tuve un sueño. Me acosté para descansar un rato, y soñé que tú y yo discutíamos terriblemente sobre libros. Tú estabas furioso, me gritabas citas. Yo paraba serenamente todos los golpes. Poder, dije y me citaste al doctor Johnson: « El conocimiento es superior a la fuerza» . Y yo dije: Bueno, el doctor Johnson escribió también, mi querido muchacho, estas palabras: « No es hombre sabio el que deja algo cierto por algo incierto» . Quédate con nosotros, Montag. Fuera sólo hay un triste caos.
—No escuche —murmuró Faber—. Está tratando de confundirlo. Es un hombre astuto. ¡Cuidado!
Beatty se rió entre dientes.
—Y tú dijiste, citando: « ¡La verdad saldrá a la luz, el crimen no se ocultará mucho tiempo!» . Y yo grité, con buen humor: « Oh, Dios, ¡sólo está hablando de su caballo!» . Y « El diablo puede citar las Escrituras para su propio beneficio» . Y tú me gritaste: « ¡Hoy se prefiere al tonto bien vestido antes que al santo desarrapado de la escuela de los sabios!» . Y yo murmuré: « La dignidad de la verdad se pierde cuando las protestas son excesivas» . Y tú aullaste: « ¡La carroña sangra a la vista del asesino!» , y con un chillido: « ¡Un enano subido a los hombros de un gigante es el que ve más lejos!» . Y yo resumí mis argumentos con una rara serenidad: « La locura de confundir una metáfora con una prueba, un torrente de palabras con una fuente de verdades capitales, y a uno mismo con un oráculo, es innata en nosotros» . Lo dijo el señor Valéry una vez.
La cabeza le daba vueltas a Montag. Sentía que lo golpeaban sin piedad en la frente, los ojos, la nariz, los labios, las mejillas, los hombros, los brazos. Quería gritar: « ¡No! ¡No! Cállese. Está confundiendo las cosas. ¡Cállese!» .
Los ágiles dedos de Beatty le apretaron de pronto la muñeca.
—¡Dios, qué pulso! Y por mi culpa, ¿no, Montag? Jesucristo, tienes un pulso como el día del armisticio. ¡Sirenas y campanas por todas partes! ¿Hablaré un poquito más? Me gusta tu mirada de pánico. Swahili, hindú, inglés, puedo hablar cualquier idioma. ¡Un excelente discurso mudo, Willie!
—Montag, ¡manténgase sereno! —La polilla rascaba la oreja de Montag—. ¡Ese hombre lo enturbia todo!
—Oh, estabas de veras asustado —dijo Beatty—. Te parecía terrible que yo usara tus libros para rebatir todos los puntos, todos los argumentos. ¡Qué traicioneros pueden ser los libros! Creías que te apoyaban, y se volvían contra ti. Otros podían usarlos también, y ahí estabas tú, perdido en medio del páramo, en una gran ciénaga de sustantivos, verbos y adjetivos. Y hacia el fin de mi sueño, yo salí con la Salamandra y dije: ¿Vienes conmigo? Y tú y yo volvimos a los cuarteles en beatífico silencio, y todo recobró su paz. —Beatty soltó la muñeca de Montag, dejando que la mano cayese flojamente sobre la mesa—. Todo está bien cuando todo termina bien.
Silencio. Montag parecía una estatua labrada en piedra. El eco del último martillazo moría lentamente en esa caverna oscura donde Faber esperaba a que los ecos se apagasen. Y luego, cuando en la mente de Montag el polvo levantado volvió a su sitio, Faber comenzó a decir, susurrando:
—Muy bien, ha dicho lo que tenía que decir. No lo olvide. Yo diré lo mío en las próximas horas. Y usted me atenderá también. Y luego tratará de juzgarnos a ambos y decidirá qué camino tomará, o en qué camino caerá. Quiero que su decisión sea solamente suya, no mía, ni de Beatty. Pero recuerde que el capitán pertenece al grupo de los más peligrosos enemigos de la verdad y la libertad, el sólido y terco rebaño de la mayoría. Oh, Dios, la terrible tiranía de la mayoría.
Todos tocamos nuestra arpa. Y a usted le toca decidir con qué oreja escuchará la música.
Montag abrió la boca para responder a Faber. El sonido de la campana evitó que cometiera ese error. La voz de la alarma cantaba en el cielo raso. Se oyó un seco golpeteo. El teléfono escribía la dirección en el otro extremo del cuarto. El capitán Beatty, con sus cartas de póker en la mano rosada, caminó con exagerada lentitud hacia el teléfono. Esperó el fin del informe, arrancó el trozo de papel. Lo miró descuidadamente, se lo metió en el bolsillo, volvió, y se sentó. Los otros lo miraron.
—Puede esperar cuarenta segundos, mientras les saco todo el dinero —dijo Beatty alegremente.
Montag dejó sus cartas.
—¿Cansado, Montag? ¿Abandonas el juego?
—Sí.
—Espera un momento. Bueno, si lo pensamos un poco, podemos terminar esta mano más tarde. Dejen los naipes cara abajo, sobre la mesa, y preparen los equipos. Vamos, de prisa. —Y Beatty volvió a levantarse—. Montag, ¿no te sientes bien? No me gustaría que volvieses a caer en otra de esas fiebres.
—Pronto me sentiré bien.
—Te sentirás magníficamente. Éste es un caso especial. Vamos, ¡rápido!
Dieron un salto en el aire y se tomaron de la barra de bronce, que parecía asomar por encima de una inmensa ola capaz de arrastrarlos a todos. Y entonces la barra, ante el desaliento de los hombres, los llevó abajo, ¡a la oscuridad, las ráfagas y toses y succiones del dragón gaseoso que rugía despertando a la vida!
—¡Eh!
Doblaron una esquina con truenos y silbidos de sirena, chirridos de frenos, chillidos de gomas; con un gorgoteo de queroseno en el brillante tanque de bronce, como una comida en el estómago de un gigante; con la barandilla de plata sacudida por las manos de Montag, manos que se agitaban en el espacio frío de la noche; con un viento que le levantaba el pelo, un viento que le silbaba en los oídos, mientras él no dejaba de pensar en las mujeres, las mujeres fisgonas de mentes arrastradas por un viento de neón que habían estado esa noche en su sala. ¡Aquella tonta y condenada lectura! Como tratar de apagar un fuego con pistolas de agua, qué disparate, qué insensatez. Una furia que se transformaba en otra. Una cólera que desplazaba a otra. ¿Cuándo dejaría esa locura y se quedaría quieto, realmente quieto?
—¡Allá vamos!
Montag alzó los ojos. Beatty nunca conducía, pero lo estaba haciendo esta noche, dando una vuelta cerrada en las esquinas, inclinándose hacia adelante en su trono de conductor. La gran capa negra flotaba detrás y Beatty parecía un enorme murciélago que volaba en el viento, sobre la máquina, sobre los números de bronce.
—¡Allá vamos, a hacer felices a los hombres, Montag!
Las mejillas rosadas y fosforescentes de Beatty brillaban en la profunda oscuridad. Sonreía salvajemente.
—¡Allá vamos!
La Salamandra se detuvo con un estampido, despidiendo a los hombres, que resbalaron y saltaron torpemente. Montag se quedó mirando con aire de cansancio la barandilla brillante y fría que apretaba entre los dedos.
Beatty estaba ya junto a Montag, oliendo el viento que acababa de atravesar rápidamente.
—Muy bien, Montag.
Los hombres corrían como tullidos en sus incómodas botas, silenciosos como arañas.
Al fin Montag alzó los ojos y se volvió.
Beatty estaba estudiándole la cara.
—¿Pasa algo, Montag?
—Pero cómo —dijo Montag lentamente—, nos hemos detenido frente a mi casa.

Fahrenheit 451Where stories live. Discover now