I. Lyda de Lis y la Bruja de los Sueños

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Lyda abrió los ojos en la noche y se inundó de pánico al encontrarse completamente a oscuras. Aún no se había dormido, cierto era que solía tardar en hacerlo una vez acostada, y aquella noche llevaba un rato en la cama cuando sintió aquella brisa colarse bajo el umbral de la puerta, apagando la vela. La bonita muchacha no podía dormir sin una luz que le iluminara la oscuridad. La sensación de que algo acechaba en las sombras era algo que le venía persiguiendo desde que era niña, y contra la que ya se había dado por vencida. Simplemente no podía dormir a oscuras, no podía si quiera estar a oscuras. Le daba un miedo irracional, un pánico tal, que en ocasiones hasta le había hecho dudar de lo real y de lo que podía no parecer real...

Al sentir aquella sensación de ahogo, como si la oscuridad lo envolviera todo, apretándola, se levantó y apresurada se dirigió a la vela apagada, entonces, en sus dedos brotó una llamarada roja, que le devolvió la seguridad a la cámara. Y así, acercando las yemas de sus dedos ardientes, prendió la vela sobre la encimera.

Su pequeño hogar consistía en una estancia circular con una cama, un baúl, un armario y una cocina improvisada junto a la chimenea. En el suelo, cubriendo el espacio que quedaba a los pies de la cama, bajo el baúl, había una antigua alfombra ya raída tras el paso del tiempo, que aún mostraba un escudo familiar olvidado: una Flor de Lis en terciopelo de plata gastada. Lyda, para evitar que se repitiera la intromisión, arrojó un trapo al umbral de la puerta que daba al jardín. Ahora la fría noche no podría colarse para dejarla de nuevo a oscuras.

Aquella noche Lyda durmió inquieta, sintiendo la presencia que acechaba, pero la mañana llegó pronto y pudo olvidarse de ella mientras el Sol surcaba iluminando el cielo. Así vivía Lyda, disfrutando los días, viviendo el momento, y temiendo las noches, deseando que acabaran pronto.


A la mañana siguiente, Lyda se levantó con la extraña sensación de aquello que le había rondado por la noche, pero trató de olvidarlo todo. Últimamente el sentimiento de aquella presencia nocturna era más latente. Incluso alguna vez había llegado a escuchar alguna voz en la oscuridad...  Pero resuelta a olvidarlo todo, al menos mientras durase el día, salió a su jardín y la hermosa visión de los frutales y las flores la regocijó. Lyda era una joven solitaria, preciosa y con muchos secretos. Su cabello rojo, de un color ígneo fulgurante, daba cuenta de sus peculiaridades. Se trataba de una chica solitaria, con demasiadas rarezas como para que algún cualquiera la entendiera. Además, a ella tampoco le gustaba la gente cualquiera. Vivía sola en su casita, en algún recóndito lugar de las junglas de Agana, al sur del Gran Volcán, en el inmenso continente de Ülathar, muy al sur del Viejo Mundo. Aquella mañana, como de costumbre, Lyda vestía el camisón que además utilizaba para dormir. Era de un color verdoso claro, estampado con cientos de pequeños símbolos en forma de la Flor de Lis, como su emblema familiar, desconocido en aquella región del mundo. Siempre iba descalza. Se acercó a la platanera y bostezó tras morder uno de sus ricos frutos, y el aire a su alrededor flotó hasta sus pulmones. Un aire fresco de las montañas, húmedo como el bosque de cuento en que vivía, de árboles retorcidos, cubiertos de musgos, y helechos, rocas y tierra empapada por doquier. A Lyda le encantaba aquel lugar y su olor mágico. Le hacía sentirse viva, llena de energía.

Historia de una estatua de piedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora