XX. El arco de entrada

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Qué le pedirás tú al demonio, Señora de la Magia Mutable? –Lyda y Gudrun, la bruja orcglud, caminaban por el bosque. Hacía poco que había amanecido, y lloviznaba. Los laureles retorcidos filtraban el agua llegando al suelo y empapando el pasto y la tierra, desprendiendo ese aroma delicioso. Los helechos crecían a borbotones, inmensos. A Lyda le maravillaban. Aquel bosque era el lugar perfecto para que dos brujas como ellas pasearan. En cualquier otro cuento allí habría vivido el más malo, el brujo despiadado que buscaba despertar a los avernos, pero en este cuento, aquel era el bosque de Lyda, la Señora de la Magia Mutable. La lluvia que les caía encima las tenía ya caladas, y su camisón verde, moteado de flores de Lis, estaba completamente empapado, chorreando a cada paso.

–Quiero reunirme con alguien.

Se dirigían a la Fortaleza, un lugar en el que ninguna había estado antes, pero del que conocían su ubicación perfectamente. Se trataba de una inmensa estructura rocosa con la forma de un gran bastión. Una torre de piedra que se elevaba en el desierto, a gran altura, cerca de la boca del Gran Volcán.

–¿Y qué te hace pensar que lo conseguirás? –preguntó Gudrun bajo su máscara.

–Él quiere una cosa, y se la daremos. A cambio, nos dará lo que le pidamos.

–Venir a este mundo... –La bruja orcglud pronunció aquellas palabras carraspeando, como si no quisiera realmente soltarlas–. ¿Y por qué no iba a traicionarnos? ¿Cómo sabes que te permitirá reunirte con tu amado?

–Yo nunca dije que él... Sí –admitió al instante–, Dristan no es más que una estatua de piedra. Pero él lo liberará para que estemos juntos.

Las dos continuaron la marcha cuesta arriba en silencio. La bruja se apoyaba en su báculo asqueroso, del que colgaban esas cabezas de animales en estado de putrefacción. Una no era más que la calavera roída de un conejo, del que aún crecían algunos pelos blanquecinos. La túnica que le tapaba, no más que una manta que llevaba de cuello a pies, sujeta con una mano a su interior, le cubría de la lluvia, aunque ya estaba tan empapada como el vestido de Lyda. Era un ser jorobado, horrendo, cuyo espinazo se remarcaba bajo la manta negra, y tras aquella máscara asquerosa, su aspecto era desolador.

–¿Y cómo vamos a invocarlo? –dijo al fin.

–Juntas lo haremos –respondió Lyda, cuyo pelo rojo caía en un tono apagado por la lluvia.

–Toda llamada, conlleva un sacrificio. ¿Qué daremos para que se abra la puerta entre ambos mundos?

–Murtagh, el Señor Caracol, es quien le hará venir. Somos más, contigo contamos seis. Una de nosotras será su alimento, el sacrificio.

–¿Quién? –Aquella bestia se detuvo, y Lyda se asustó.

–No temas –dijo ella–. No seremos nosotras. Cada una juega un papel en esta historia, y no es nuestro rol servir de sacrificio.

La bruja orcglud continuó el paso. –¿Quién es ella? –repitió.

–La Señora de la Tormenta, la llaman.

–Ella no será la única, créeme. Él es el Príncipe de la Mentira, el Señor de la Impotencia. Ambas hemos escuchado la voz... Él nos llamaba porque sabía que las dos estaríamos, ahora mismo, caminando hacia él. Pero era todo una trampa. Escucha mis palabras y duda de su voz.

Tras aquello, las dos continuaron en silencio, caminando sobre la tierra húmeda, entre helechos y árboles retorcidos cubiertos de musgo. Aquél era el bosque más frondoso del continente. Era una selva en que la llovizna era constante, insaciable, y que apenas dejaba ver el sol, pero alguna vez era posible encontrar ambos fenómenos entrelazados. Aquella mañana, Lyda y Gudrun estaban a punto de presenciar uno de esos fenómenos. Movidas por diferentes motivaciones, caminaban juntas hacia un destino tan común como remotamente alejado. Lo que iban a hacer era algo que ninguna deseaba, y que ambas ansiaban terminar, y olvidar. El bosque, aquella mañana, regaló a las brujas uno de esos momentos que pocos pueden apreciar. Uno de esos en que has de encontrarte en el momento preciso en el lugar preciso, o te lo pierdes. Es posible que el bosque fuera consciente de su presencia entonces, y por ello les otorgara con aquella visión espectacular. Entre las nubes bajas y su llovizna surgió un rayo de sol, suficiente para evocar todo un haz de luz multicolor. El arcoíris que apareció tras ellas, colina abajo, fue impresionante. Era un semicírculo perfecto, y ambas se maravillaron, aunque por unos minutos no dejaron de caminar, ni siquiera hablaron, hasta que Gudrun, la bruja orcglud, rompió el silencio.

–¿Conoces, Lyda, el secreto del arcoíris?

Ella miró a la bruja deforme. Era tan horrenda que devolvió la mirada al arcoíris, una visión que contrastaba agradablemente con el rostro macabro de la máscara.

–He oído que en su base habita un duende, –Lyda calló un segundo, al acordarse de Sebah, y para evitar apenarse, continuó hablando–, y que aquel que consigue llegar hasta allí, puede hacerse con su tesoro.

La bruja orcglud comenzó a reír, primero escupiendo y después estornudando, como si se ahogara. –¿Y lo guarda en un caldero? –Siguió riendo, hasta que no pudo más. –No, Lyda. El secreto del arcoíris es que es un arco de entrada. –La bruja pelirroja se quedó perpleja, sin comprender–. Aquél que logra atravesar el arco de entrada, ese semicírculo que desaparecerá en unos minutos a medida que nos acercamos, puede viajar en el espacio. Cada vez que ves un arcoíris frente a ti, es porque hay otros seis arcoíris en otros lugares del Mundo. Siempre se abren siete puertas, y aquel que atraviesa una, y pocos los han logrado, sale por cualquiera de las otras seis puertas multicolores. –Lyda no podía dejar de mirar el haz de luz semicircular. Era muy bello–. Ése es el verdadero secreto del arcoíris, Lyda de Lis.

Historia de una estatua de piedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora