XVII. Lluvia, Señora de la Tormenta

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Llovía incesantemente. Era una de esas tormentas silenciosas, en las que no truena, simplemente las nubes descargan sobre el Mundo todo cuanto tienen, sin sentirse satisfechas, sin dar síntomas de querer parar. El bosque estaba completamente en silencio, salvo por el intenso sonido del chaparrón. Las copas de los árboles retorcidos filtraban las gotas, que llegaban al suelo, empapando la tierra y desprendiendo ese olor a húmedo tan maravilloso que tienen los bosques.

Lyda volaba velozmente, buscándola. Estaba completamente calada, empapada como nunca antes lo había estado. En aquel momento sobrevolaba el bosque en la forma de un gran dragón de escamas rojas. Las tremendas alas se llevaban consigo las incontables gotas mientras batían el aire enérgicamente. Aquel hechizo le había costado a Lyda mucho esfuerzo, y estaba realmente cansada, pero el logro le había valido la pena. Era algo que siempre había querido hacer, pero que su conocimiento de la Magia Mutable no le había permitido, hasta aquella noche.

Cansada, divisó un arroyo que bajaba, alimentado por la lluvia. Y ella, desde el cielo, tomó su curso, internándose en la tormenta. Voló sintiendo aquella libertad que sólo las aves pueden sentir, dejándose flotar bajo la tempestad. Y así llegó hasta donde el arroyo desembocaba en bonitas cascadas a un estanque. Entonces la vio, sentada a su orilla, mirando el dragón rojo acercarse. Lyda descendió todo lo despacio que pudo, hasta aterrizar en la orilla opuesta a la chica. Ésta ni se inmutó ante la bestia.

El estanque era claro y Lyda habría visto el fondo si no fuera por su superficie quebrada por la lluvia. Algunos nenúfares aún flotaban, y más allá estaba la chica. Sus ropajes grises estaban completamente empapados, y estaba sentada con los pies descalzos metidos en el agua. Tenía el pelo tan largo que llegaba hasta descansar sobre la arena del estanque, y hasta hacía un instante a su alrededor debía haber una docena de ranas, que se acaban de marchar saltando, asustadas por la bestia en que Lyda llegaba transformada.

–¿Sois un dragón que viene a devorarme, o sólo a pedirme consejo? –dijo la chica sin dejar de mirar el lago distorsionado por la lluvia.

–He venido a pediros ayuda –vocalizó el dragón desde su poderosa mandíbula, exhalando vapores incandescentes–. ¿Sois Lluvia, la Señora de la Tormenta?

Ella asintió. –¿Cuál es vuestro nombre, dragón?

En ese momento, el dragón comenzó a menguar. Sus tremendas alas empequeñecieron, hasta transformarse en dos brazos. Sus escamas rojas se fundieron hasta convertirse en piel, y su poderosa cabeza fue regresando a su forma original. Lo que antes era un gran dragón rojo, ahora era una preciosa muchacha, cuya melena pelirroja estaba completamente empapada. Vestía un camisón a modo de pijama, verdoso con incontables florecillas de lis, que estaba chorreando, e iba descalza. Lyda comenzó a caminar alrededor del estanque.

–Mi nombre es Lyda de Lis. Y como veis, no soy un dragón, sino una hechicera. Venía buscándoos, Lluvia.

La chica permaneció sentada, hasta que Lyda se sentó junto a ella. La lluvia se mantenía incesante, y el sonido al llegar al estanque era precioso, acompañado del chocar contra las hojas alrededor. Era un momento, sin duda, mágico.

–¿Qué queréis de mí, Lyda de Lis, Señora de la Magia Mutable?

El título dado halagó a Lyda, a la par que le apenó intensamente. Le habló muy seria: –Necesito vuestra ayuda. –Lluvia asintió–. He de rogaros que me ayudéis en una tarea que puede ir contra vuestros principios, y que podría desatar graves consecuencias. Pero lo que voy a pediros me mueve a mí, y a otros, a correr tal riesgo.

–Decidme –consintió Lluvia.

–Os pido que me ayudéis a invocar a una poderosa criatura, capaz de cumplir cualquier deseo.

–¿Por qué razón no debería ayudaros? ¿No sería de agradecer que pudiera cumplir mi mayor deseo?

–¿Cuál es tal deseo, Señora de la Tormenta? –preguntó Lyda.

Ella miró hacia arriba, donde las espesas nubes cubrían todo en millas a la redonda. –Quiero ver el Sol –dijo sintiendo las gotas caerle directamente sobre el rostro–. Quiero ver las estrellas, y quiero ver la luna. Quiero saber la diferencia entre el día y la noche, ver el juego de coloridos del cielo... –Suspiró, abriendo los ojos–. Me gustaría ver una vez el cielo.

–Esta criatura, Lluvia, podría concederos ese deseo. Pero yo voy a rogaros que me ayudéis, y que a pesar de ello, no le pidáis que os lo cumpla. –Lluvia la miró sin comprender–. El precio por un deseo concedido por Gingoen se paga muy caro. Lo sé por propia experiencia... –Esas últimas palabras sonaron muy bajo, hasta que sólo se escuchó la lluvia sobre el estanque.

–¿Por qué debería entonces ayudaros, Lyda de Lis?

–Porque sin vuestra ayuda, Lluvia, Señora de la Tormenta, no podré pedirle que se cumpla mi deseo...

Historia de una estatua de piedraWhere stories live. Discover now