Por fin embarqué en el avión sintiendo a su vez una sensación de alivio y seguridad. A mi lado se acomodó un señor venezolano de unos 50 años de un aspecto augusto y equipado de una barba montaraz, con quien tuve la oportunidad de tratar un sartal de temas variados, pero de escaso interés así pues mi actitud fue deliberando mi impasividad inevitable ante una conversación tan deshilvanada y decidimos concentrarnos o aparentarlo en nuestros asuntos personales. Más tarde sacó una biblia de bolsillo y se quedó dormido en la primera página que se disponía a leer, así pasó 2 horas, con sus manos venosas puestas sobre el capítulo 17, "Jesús se transfigura en el monte delante de Pedro, Santiago (Jacobo) y Juan — Sana a un lunático, habla de Su muerte cercana y paga impuestos de un modo milagroso.".

A falta de unas 5 horas para aterrizar recorrí el estrecho pasillo del aeroplano para ir al baño y me encendí una pava del porro de la noche anterior que me había metido en el calcetín, antes de salir tiré un poco de colonia para camuflar el olor. Volviendo a mi asiento vi a un joven devorando un libro e imaginé que era yo el autor. -Ojalá algún día mis palabras sean las alas de la mente de un joven mientras viaja en avión o aún mejor, en tren.

En las últimas horas previas al aterrizaje pude experimentar una gama variopinta de sensaciones y emociones. Me vino a la cabeza las numerosas casualidades en las que me veía sumergido los días precederos; recordé que soñé con una antigua amiga que hacía años que no sabía de ella y al día siguiente recibí un mensaje suyo, preguntándome cómo me iba la vida. El mismo día acabé de leer una antología de casos clínicos de psiquiatría y al buscar la biografía de la autora, como suelo hacer, pude comprobar que la muerte había llamado a su puerta aquél mismo día, por no hablar de todas las posibles combinaciones de números que resolvía últimamente, números de matrículas, portales o telefónicos que me hablaban y me protegían. Por último, reflexioné sobre lo ocurrido en el aeropuerto, recordaba asustado cómo me había despegado de mi cuerpo con la sensación de estar sumergido en una película donde yo no era el protagonista, puede que un actor secundario, pero yo estaba ahí.

Llegué al aeropuerto de Pekín sobre las 8:00 am, tras más de dieciséis horas de vuelo. El aire era denso y brumoso, una capa gris enorme envolvía el cielo de aquella ciudad hormiguero y la bañaba un color anaranjado espeso y profundo, se debía tratar del exceso de contaminación del cual ya me habían prevenido. Antes de llegar al apartamento donde me iba a hospedar las próximas dos semanas, quise visitar un poco la ciudad y así narraré mi primera experiencia sensorial por aquellas tierras: Un amanecer triste, o eso me parece siempre que el cielo no está lo suficientemente despejado y en aquella ciudad me dio la sensación de que era imposible que esto sucediera. Podía percibir el agobio y estrés de la gente que paseaba atropellada y desordenada. Sus miradas no me parecieron fiables, cercanas ni acogedoras, de hecho, me miraban con especial desinterés y al mismo tiempo se reflejaba en sus miradas un aire de asombro. Con el tiempo me fui dando cuenta de que lo occidental es un concepto que infunde buena reputación y pulcritud para ellos, no obstante, la primera impresión que tuve la oportunidad de fundar sobre ellos no fue recíproca. De hecho, No podía ser más mugrienta; un niño de apenas 6 o 7 años osó escupir a escasos centímetros de mis botas mientras paseaba por la acera, pero, podría haberlo hecho una persona de cualquier edad y aspecto sociocultural ya que los chinos tienen por costumbre gorgotear y escupir por todas partes, ese sonido bronco y profundo que me acompañaría todo el viaje, como espectador de un concierto de puercos. A pesar del desorden e inmundicia fruto de la primera impresión, no tardé en advertir la jerarquía y la prudencia de aquella ciudad. Al caer la tarde, más cansado que Jesús después del viacrucis, emprendí camino hacía el apartamento, debía desplazarme en trasporte público (no tenía un duro) y el apartamento que me financió la escuela de arte se hallaba en el extrarradio de la ciudad (no tenían un duro). El autobús que me correspondía estaba tan rebosado de gente que no me podía permitir respirar profundamente con la intención de evitar increpar o desplazar sin querer a mi vecino. El apartamento se ubicaba colindante al río Nansha, un río agradable de aguas diáfanas. Se trata de una finca erigida de madera de roble y bambú en forma de L con un pequeño jardín en medio, entornada de un bosquecito de árboles de la lluvia que acariciaban con sus hojas las ventanas exteriores. Una vez llegué me atendió la casera, una mujer vieja y atenta de unos 80 o 90 años, pronto adiviné que ella también vivía en el bloque. Le seguí por los pasillos angostos del edificio pasando por las baldas crujientes con la sensación de estar pisando un suelo cubierto de insectos, hasta llegar a mi habitación. Me ofreció un té, le agradecí la amabilidad, pero arrastraba una fatiga inmunda y sólo quería descansar y dejarlo todo preparado. Por suerte hablaba un francés exquisito, pues, había tenido problemas de comunicación a lo largo del día y con ella podía tratar con eficacia. dormí genial, plácidamente, sin sobresaltos, a pesar de estar en la ciudad que nunca duerme.

PREFIGURACIÓNWhere stories live. Discover now