I - La Primera Profecía

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En los primeros albores del tiempo, cuando aún la joven Luna trenzaba sus níveos cabellos dulce y cuidadosamente, y el Sol adornaba de estrellas su solemne carro alado, un pequeño astro surgió, de la inmensidad de lo desconocido, en el vasto cielo. Aquella estrella, joven como una rosa, brillaba con mucha mayor fuerza que ninguna de sus compañeras, que la contemplaban atónitas, haciendo gala de una mezcla de temor y envidia en sus ojos celestiales. Poseía un brillo especial, algo que la hacía distinta de todos los cuerpos celestes que poblaban el cielo, una fuerza tan mágica como desconocida envolvía su cuerpo como un fino manto dorado, como una capa de oro que cuidadosamente la revestía. Desconocedora de su magnífica condición, vivía deleitada por el paisaje celestial que cada día sus rapaces ojos contemplaban, pues más allá de la Luna, un maravilloso espectáculo de nebulosas, galaxias y cuerpos celestes relucía, haciendo suspirar a nuestra joven estrella, que deseaba con todas sus fuerzas llegar, algún día, a formar parte de la mágica amalgama de astros que en el horizonte deslumbraban.

Con el paso de los años, nuestra estrella hubo perdido parte de su divina condición, y con ella, la ilusión por formar parte de aquel circo de delirios que, antaño, relucía más allá de los níveos cabellos de la Luna. Relucía tímida, pero aún poseía en su alma aquella maravillosa condición con la que había nacido, y por la que había sido la sensación entre las estrellas vecinas, ya extintas. Sin embargo, había logrado sobrevivir, y había logrado brillar con fuerza, pero notaba que su llama iba apagándose, pues las estrellas no brillan eternamente.

Al menos hasta aquel día.

Aquella mañana, las aves migratorias entonaron su grácil canto al unísono, y una maravillosa sinfonía de perfumes florales pudo percibirse desde el castillo, y el joven aprendiz se levantó antes que de costumbre. Una llama misteriosa ardía en sus ojos almendrados, aún entreabiertos por su plácido despertar. Súbitamente, y veloz como un rayo, el joven dejó atrás su cama para enfundarse en su túnica de un soplo, lavarse la cara levemente, y cómo no, colocarse por primera vez el gorro que lo acreditaba como aprendiz de segundo año. Aún con prisa, el muchacho salió como una exhalación de sus aposentos, con una manzana en la mano izquierda, y en la otra, su libro de Astronomía. Siempre había querido ser astrónomo; cuando era niño, su padre y él habían contemplado por horas la inmensidad del paisaje celestial, el ímpetu con el que las estrellas brillaban, y la sobriedad con la que la luna adornaba el cielo con su alba presencia. Él había soñado siempre con convertirse en el más célebre astrónomo de toda Atlis, y quizá algún día, descubrir el más maravilloso astro de todos los cielos. Haciendo caso omiso del maestro, que bien le había advertido con anterioridad el peligro que correría, se dirigió a los establos para montar a su fiel amigo, su corcel Elliot, con el que había vivido un sinfín de aventuras. Cuando llegó, Elliot expresó su emoción por ver a su dueño con un relincho vivaz, al que el joven respondió con una tierna sonrisa cómplice, pues bien sabía que el animal conocía de buena tinta su expresión cuando una aventura se avecinaba.

Ya juntos, los dos trotamundos dispusieron todo para salir de aventuras, y cuando todo estuvo listo, a la señal del joven, el corcel disparó veloz al galope, con los vientos del norte escoltando su travesía. El muchacho gritaba de emoción y júbilo, mientras agitaba con ahínco las riendas de la montura de cuero que su maestro le había regalado como obsequio, tras conseguir superar el primer examen del libro de Astronomía. El destino al que los dos amigos se dirigían era aún desconocido para el corcel, pues se limitaba a seguir las firmes indicaciones de su amo, pero este conocía perfectamente el lugar al que se dirigían, y con ello, el terrible riesgo que corrían al adentrarse en él.

Tras unas pocas horas de travesía equina, a lo lejos pudo vislumbrarse su destino, el lugar al que el muchacho tanto deseaba acudir; el Monte Kromghar, el paraje más peligroso y misterioso de toda Atlis, donde se hallaban enterrados los más célebres héroes que, tiempo atrás, habían defendido con uñas y dientes su patria, habiendo muerto en batalla. Así es, nuestro muchacho y su fiel amigo Elliot habían acabado allí, con el fin de, ya caída la noche, vislumbrar el llamado "Circo de los Delirios" que solo la tercera noche del quinto mes solar, podía ser contemplado desde la cima más alta de toda la región, y donde, según contaba una leyenda plasmada en el Códice de los Tres Reyes, el Rey de los Astros, el Dios de los Cielos se dejaría ver por primera vez, desde el comienzo de los tiempos. Al menos, aquella era la profecía que el joven había leído en el Códice, que, de niño, hábilmente sustrajo de la cámara de su maestro, donde está terminantemente prohibido entrar. Sin embargo, el muchacho no podía perder la oportunidad de ver con sus propios ojos a "El Rey de los Astros", tal y como enunciaban las palabras plasmadas en el Códice, por tanto, armándose de valor y fe, junto a su fiel compañero equino, había llegado a la cima más alta de Atlis, para fundir su atónita mirada con el áureo revestimiento que cuidadosamente cubría al astro, y sintiendo fluir por su mortal cuerpo el poder que aquel cuerpo celeste encerraría en su divino interior.

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⏰ Dernière mise à jour : Apr 17, 2018 ⏰

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El Códice de los Tres ReyesOù les histoires vivent. Découvrez maintenant