Cap VI

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 —Arabella… — el grito salió de su garganta antes incluso de que la luz llegase a sus ojos. Aún  no los había abierto  y ya tuvo conciencia de que su hermana había estado en él. Era inconfundible la sensación de tranquilidad, de absoluta paz que ella dejaba dentro de él. Podía sentirlo en su cuerpo, con  agonía podía sentir su rastro en el interior. Esas ocasiones eran  lo más cerca que podía estar de ella. Notaba que cada musculo había sido tocado por ella y el único que no lo era se encargó de responder a su recuerdo. 

 Su vida se estaba convirtiendo en algo ridículo, ahí estaba él, todo un guerrero highlander queriendo perder la vida en la batalla, queriendo morir por no poder amar a una mujer y ella salvándole la vida a la menor ocasión. ¿Cómo podía estar ella en cada momento? Sentía su mano cuando las espadas enemigas atravesaban su cuerpo, la sensación era tan reconfortante. Sentirla cerca en un momento tan difícil, era un consuelo enorme. Sabía que nunca estaría solo, que ella le salvaría sin saber que él quería la muerte. Se sentía un estúpido, ella nunca le dejaría morir, ella nunca dejaría perecer a su hermano mayor. Él era eso, su hermano mayor.

El ruido de una silla al moverse le hizo abrir los ojos y sacudirse la sensación de embriaguez de encima... Se incorporó despacio, con una sonrisa en los labios, las manos ya no le dolían. Ella le había hecho dormir y había borrado todo rastro de sus heridas. Porque no podía hacer lo mismo con el resto de las cosas. En sus manos no quedaba rastro de la pelea, como nunca había quedado rastro de sus heridas de guerra. Tal vez podía pedirle que borrara su amor.

En  un  día más de camino entraron en tierras del clan. A su paso los aldeanos comenzaron a saludar a los hermanos McKlain, estaban en casa.

El alivio de Anthony duró poco, si bien estaban a salvo en sus tierras, aún le quedaba su padre. Habían salido sin dar explicaciones y eso no iba a quedar impune.

Greg pareció notar el cambio en el rostro de su amigo y  se echo a reír.

—Te queda la regañina de papá. 

—¿No sabe que habéis ido por mí? – preguntó Arabella.

—No –. Una respuesta escueta—. Mamá nos dijo dónde estabas y nos fuimos. No iba a esperar el permiso de  nadie.

Nadie dijo nada más, todos sabían lo que pasaría. No era fácil llevar la contraria al viejo laird McKlain.

La preocupación de Anthony no era solo por haber salido a escondidas sin esperar el permiso de su padre, sino también por cómo conseguir que no volvieran a mandar a Arabella con el laird McDouglas. Su único consuelo era saber que contaba con el apoyo de su madre.

Durante las próximas horas todo fue silencio, por la mente de cada uno pasaban preguntas sin respuestas y ninguno tenía consuelo para las inquietudes del otro.

A lo lejos ya se divisaba la fortaleza McKlain, Anthony respiró profundamente los aromas de su tierra, en los tan solo dos días que su hermana llevaba lejos de su cautiverio las praderas había recobrado el verdor de los pastos, el suelo estaba casi seco y las primeras flores habían empezado a aparecer. Aquella vista nada tenía que ver con la que encontró cuando llegó aquella noche de madrugada, ni la que vio al salir. Volvió la mirada hacia su hermana que ahora cabalgaba con Greg, tampoco aquella era la misma Arabella que habían encontrado en aquella torre.

Las alertas en las torres de vigías comenzaron a sonar, se acercaban dos caballos. Un   guerrero entro a golpes en la sala donde se reunía el consejo. Todos los asistentes volvieron la cabeza hacia la puerta.

—Se acercan dos jinetes y parece que uno de ellos es el joven McKlain.

El laird McKlain salió corriendo de la sala. Los ancianos se levantaron y salieron tras él aunque a un paso bastante más calmado. Lo avanzado de sus edades no daba ya para carreras. Ya estaba en la puerta de la muralla cuando llegaron al galope los dos jinetes.

Ella es míaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora