1. ¿Tú, en mi casa?

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—Necesito un empleo, Gabriel —le dije recostada en mi cama.

Él me observaba fijo desde la pared.

Hacía días que aguardaba que me llamasen. Estaba dispuesta a trabajar de cualquier cosa con tal de pagar las cuentas atrasadas. Debí haberlo pensado dos veces antes de huir de casa con las manos vacías. Al menos podría haber conseguido algo de dinero del escondite secreto de Nelson. Sin embargo, había aprovechado el único momento en que él no me vigilaba para salir de su radar; tomé lo que pude y me largué sin mirar atrás. De eso hacía cinco meses.

Nelson y yo habíamos convivido siete años. Al principio no me molestó su actitud sobreprotectora, pero con el tiempo se fue tornando insoportable. Al final de nuestra relación me encontraba sin amigos, sin empleo y sin estudios. La única que se había quedado a mi lado había sido Lena. Fue ella quien me animó a mudarme cerca de su casa. No lo pensé; solo lo hice. Sin medir las consecuencias.

No me arrepentía, pero la falta de dinero se hacía notar cada vez más.

Me acerqué y acaricié el cartel que había robado de la librería. Gabriel era mi único consuelo durante esos meses de soledad y escasez.

—Quisiera que fueras real. Aunque probablemente no estarías sonriéndome así.

No podía quitar su expresión de desprecio de mi mente. Si tan solo no me hubiera lanzado sobre sus pantalones ni lo hubiera arrojado al piso. Su lapicera rodó lejos. Los libros que tenía en la mesa quedaron desparramados a nuestro alrededor. Y el maldito café se esparció por todas partes, incluso en mi impecable vestido rosa.

La firma terminó después de eso. Las personas que estaban haciendo fila me abuchearon. El personal de seguridad me sacó por la fuerza. Lo peor de todo fue que Gabriel me miró como si hubiese cometido un crimen imperdonable.

¿Cuándo robé el cartel? Minutos después. Me escabullí como una rata y aproveché cuando nadie me veía. No me siento orgullosa de ello, pero tampoco culpable. Mi pared lucía más bonita ahora.

Fui por un poco de agua fría. Junto con un trozo de queso y media pizza que me había traído Lena el día anterior, era lo único que me quedaba para comer.

Revisé mi billetera. Encontré tres billetes de diez. Usaría dos ahora y dejaría el último para cuando estuviera al borde del colapso.

—Te juro, Lena, que si no consigo trabajo esta semana tendré que volver a casa con el demente de Nelson —me resigné mientras detenía mi carrito frente a la góndola de las galletas.

—De ninguna manera. ¡Te vienes conmigo!

—No.

Amaba a Malena, pero no podría convivir con ella, sus escandalosos niños y el marido insoportable que parecía más un bebote con esteroides que un hombre adulto.

—¡Claro que sí! —gritó tan fuerte que debí quitar el teléfono de mi oído o me hubiera dejado sorda—. Te prohíbo que regreses con ese tipo. Es preferible cualquier cosa antes que él. Recuerda todo lo que te hizo, Gina. ¿Estarías dispuesta a pasar por eso de nuevo?

Una vez que me tiró los libros a la basura porque pasaba demasiado tiempo leyendo. «Una pérdida de tiempo», lo había llamado. En otra ocasión le había arrancado los tacos a un par de zapatos nuevos porque eran demasiado altos para mí y me hacían ver vulgar. ¡Había ahorrado meses para comprármelos! Todo tenía que hacerse a su manera. Maldito cerdo ignorante.

Cerré los puños y, por un segundo, me imaginé encerrada entre esas cuatro paredes de nuevo. Alejada del mundo, esclavizada en la cocina, encadenada a alguien cuya máxima diversión consistía en pegarse trompadas por dinero y competir por quién meaba más lejos o eructaba más fuerte. La casa de mis padres, de donde me habían echado a patadas, era una mejor alternativa para mí. Sin embargo, cuando quise regresar con ellos, me dijeron que no querían volver a verme.

Savage & BlueWhere stories live. Discover now