Santuario de Octubre

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Tengo que estar preparado, me decía a mí mismo. Preparado para que, en caso de que alguien preguntara, yo pudiera responder con algo digno del lugar. Una elegía se me antojaba especialmente propia. Aunque la pregunta sólo ocurriera en mi mente, con visitantes imaginarios, porque en toda mi infancia y mi juventud jamás había advertido a un visitante. A pesar de que, en realidad, la respuesta la hubiese construido para sustanciar mi encanto por el Santuario. En los escenarios dentro de mi cabeza, yo encontraría a alguien con una mezcla de asombro y confusión en la cara, de pie en las calles del pueblo y, por toda explicación, le diría:

Una risa, un respiro profundo, un lamento al borde de una tumba. Eso es lo que tarda una flor en caer. ¿Y cuánto para crecer? Tarda lo mismo que una pasión juvenil en consumirse a sí misma; el mismo lapso para olvidar, incluso redimir, algo así. Toma el mismo tiempo que algunos toman para mirar a estas flores madurar en tonos grisáceos, tomar su forma, la de un escudo, en la cima de la torre derrumbada. Las miran dentro de sus casas, tras sus ventanas polvorientas, empañadas por su propio aliento, un aliento que deja escapar una minucia de esperanza de continuidad injustificada. Entonces una de esas flores, retenida en cientos de pupilas impacientes, resecas, agrietadas, pupilas como la mías, una de esas flores se desprende del ramo en un crujido. Uno que todos aquí conocen y, si no, imaginan muy bien; el que anuncia la bienvenida al Santuario de Octubre.

Recuerdo practicarlo una y otra vez en mi mente, platicándolo a hombres y mujeres sin rostro. Y cuando eso ya no bastó, reuní los trozos del espejo que había roto; me convertí en mi propio público. Todavía no logro explicarme el magnetismo que sufría hacia los espejos. En mi dormitorio, un gran espejo con marco de madera, la mayoría ya podrida, estaba colocado en el centro de tocador. Ante su silueta, sentía una atracción funesta hacia su frío tacto. A veces resistía su llamado, pero eran más las ocasiones donde terminaba fatalmente frente a él. Permanecía congelado, mirando una superficie que absorbía toda la luz del cuarto y solo regresaba un abismo insoportable a mis ojos. Ya reconstruido tiempo después, bajo un foco que despedía una luz mortecina, ligera, palpitante, variaba mi entonación, incluso mis ademanes, del discurso. A ratos la luz desvanecía aún más y no distinguía mi reflejo. Era en esos momentos, a oscuras, cuando una nueva fuerza brotaba de mi piel. Entonces no sólo me convertía en el mejor orador sino era capaz de adoptar el papel de cualquier persona que hubiera conocido jamás. Pasé noches enteras así. En el amanecer, todos esos roles desaparecían junto con el brillo del sol.

Todo esto ocurrió hasta que llegó mi turno para entrar al Santuario. Una flor se posó en mi hombro. Estaba de pie, contemplándola batirse en el tope de la torre, cuando la vi separarse del resto. Emprendió su vuelo, temblorosa, a través del aire y las calles enmudecieron de golpe. La flor revoloteó hasta estar sobre mí y en su descenso trazó la figura de más flores como ella, o quizás lo había imaginado ante la posibilidad de que en este año fuera elegido. Decenas de miradas jóvenes y anhelantes, al igual que la mía, la vieron bajar hasta posarse en mi hombro. Entonces dirigieron su vista instintivamente hacia el resto de flores en la torre, bajo la expectativa de que alguna de ellas los escogiera. Sólo una más caería al pueblo aquél día. Había llegado mi turno sin que nadie me hubiese hecho la maldita pregunta.

Había sido elegido. La mayor parte de mis pensamientos se ocupaban en imaginar cómo reaccionaría a este momento, a El Momento. Creía que una emoción nebulosa, indefinible como el mismo Momento se lanzaría sobre mí; que la flor sería porosa y suave y se amoldaría, de tamaño ideal, a mi mano; que mis pies se encaminarían por sí solos al mismo tiempo que mi vista se mantendría fija en la flor, mi flor. Sin embargo, seguía de pie, sin más compañía que El momento. Era lisa y fría al tacto, como una lámina de aluminio. Esperé unos segundos, sin saber qué esperaba y finalmente me puse en movimiento.

El Santuario de OctubreWhere stories live. Discover now