UNO

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JongIn

28 de Septiembre, una y media de la tarde, Busan.

Mi regreso a casa después de una noche desenfrenada en el local de Yifan no fue muy agradable. Estaba medio borracho, más bien resacoso después de dos horas en el baño más pestilente y andrajoso que pudiera encontrar a veinte kilómetros a la redonda.

Me había quedado sin condones y el mareo se me pasó de golpe después de la fuerte paliza que había tenido que propinar al mismísimo Yifan para que se olvidara del asunto de tirarme a su novia. No tenía la culpa de que tuviera una puta por novia que se vendía por veinte mil wons, al igual que tampoco tenía la culpa de que a mí me lo dejara gratis.

Tenía pensado tirarme en la cama y dormir hasta las tres de la tarde del día siguiente cuando me encontré con un obstáculo de lo más inoportuno. Mi padre había cambiado la cerradura de la puerta y mis llaves no podían abrirla. Golpeé la puerta con el puño cerrado varias veces y me separé de ella cuando escuché la voz clara de mi padre al otro lado. -Es por tu bien, Jongin.

Estuve a punto de tirar la puerta abajo a base de patadas y puñetazos, gritando que me abriera, que en cuanto entrara, le metería una paliza, lo mataría, pero no me abrió. Si no fuera porque las ventanas estaban cubiertas por barrotes, hubiera trepado hasta mi cuarto y lo hubiera echado a él mismo de una patada en el culo, pero era imposible atravesar los barrotes. Imposible forzar la cerradura estando los cerrojos echados.

Le di una patada a la puerta y fui hacía mi coche, al cual quería mucho más que a cualquier ser vivo que me rodeara. Nadie había trabajado más que yo para conseguirlo, ni siquiera mi viejo en toda su vida. Cierto que una gran parte del dinero lo había conseguido en apuestas sobre, si tumbo a este, me daréis veinte mil wons, si te salvo de aquel, me tendrás que dar cincuenta mil wons, no prenderé fuego a tu coche, pero a cambio me darás cien mil wons, no te mataré si a cambio me das doscientos mil.

La Ley de la Calle. En realidad, mi Ley.

Mi Calle, mis leyes. Mi ciudad, mi dictadura. Mis muñecos, mi juego.

Mi ropa, mi guitarra, mis gorras, mis pertenencias, en el maletero del coche. Mi padre me había echado de casa como un perro.

Sabía lo que quería, joder, sí. Incluso me había actualizado el GPS del coche con el mapa de Seúl y sus alrededores. Me había dejado una nota pegada al volante, seguramente pidiéndome perdón y rogándome que lo entendiera. No lo sé, no la leí. La hice trizas y tiré los trocitos de papel frente a la puerta, escupiendo encima.

En ese momento, Guetti se me acercó medio arrastrándose, con la cola amputada entre las piernas soltando aullidos lastimeros.

MUÑECOWhere stories live. Discover now